Es fácil hablar claro cuando no va a decirse toda la verdad. R. Tagore
Acabo de terminar el último libro de Eugenio Tironi: “ ¿Por qué no me quieren? Del ´Piñera way´a la rebelión de los estudiantes”. Se trata de un texto escrito en cuatro días, según confesión del autor. Y se nota. Es una mezcla de columnas, antes publicadas en El Mercurio, con algunos análisis –todavía crudos- sobre el movimiento estudiantil. En su mejor lectura posible, esto es, pasando por alto lo liviano de algunos capítulos, debe ser visto como un colofón a “Radiografía de una Derrota”. Y, yendo todavía un poco más allá, puede ser comprendido como otro parágrafo más de la extensa producción de Tironi. Una producción estrechamente ligada con la sociología de la transición.
I: PIÑERA AL DIVÁN: ¿SOLO?
¿Por qué no me quieren? pretende elaborar una tesis sociológica sobre “el Chile actual” a partir de las implicancias sociopolíticas del triunfo de Sebastián Piñera. De ahí que le dedique casi tres cuartos del texto a divagar sobre la personalidad del Presidente y la manera en que ésta se plasma en el Ejecutivo. Dicho en breve: según Tironi, Piñera sería un ganador compulsivo con ribetes patológicos, cuestión que explicaría su actuar errático durante estos 18 meses. Este diagnóstico viene a complementarse con el libro “Piñera: Historia de un Ascenso” publicado por Loreto Daza y Bernardita Del Solar. Allí se pone el acento en el carácter competitivo y audaz del primer Mandatario. Esto le permitió ser hiperexitoso en el mundo de los negocios y puede ser una de las razones por las cuales ganó la elección, pero le impide gobernar. Es decir: las mismas características que lo hacían un buen candidato, lo hacen un Presidente débil. De esta manera, el Gobierno de Piñera, que había abjurado de la derecha para poder ganar, que había sido estratégicamente reticente con el gremialismo, termina tensionado desde dentro por los herederos de Jaime Guzmán.
Una “compulsión por destacar” que explicaría, según Tironi, la inclinación del sujeto por incurrir en, siguiendo la nomenclatura de Barthes, “gestos excesivos, explotados hasta el paroxismo de la significación”. Estos estarían produciendo, si entiendo la tesis, una suerte de “banalización” de la figura institucional del Presidente. Esta “banalización” condiciona a los oyentes que rechazan de plano cualquier mensaje. La banalización de la institución sería producto de episodios concretos que debilitan el mensaje no por su contenido, sino por la ausencia del mismo. Episodios que mezclan, por un lado, chascarros fruto del apuro y, por otro, un incontrolable deseo por ser el centro de atención. Ojo: Ser el centro de atención por sobre el mensaje. Ejemplos de esto serían el mensaje escrito en Alemania, su deambular por Europa con el papelito famoso, sus incesantes apariciones televisivas durante el primer año de mandato, o, para resumir, las incontables “piñericosas” –según las bautizó The Clinic– que han marcado la actual gestión. Es decir, no hay construcción teórica posible entorno a un Ejecutivo conducido -única y exclusivamente- por las estrategias personales de su cabeza visible. Todavía más, estas estrategias se subordinan al pulso de las encuestas, que, a su vez, ratifican o desmienten las estrategias personales del mismo sujeto.
El resultado: en cada anuncio o conflicto, lo que está en juego es – única y exclusivamente- la popularidad del Presidente. Tironi no lo dice, hay varias cosas que Tironi no dice, pero aquí habría un fenómeno inverso a lo ocurrido con Bachelet. Las encuestas no la premiaban a ella por “ser ella” solamente, sino porque fue rostro comunicacional del relato de la “protección social”. Un relato inteligentemente creado para potenciar las fortalezas comunicacionales del sujeto: empatía, debilidad, cariño. En cambio, “la falta de relato” terminó siendo “el relato” de Piñera.
Hay quienes dicen que este es el primer gobierno de derecha en cincuenta años. Otros dicen que es el quinto gobierno de la Concertación. Tironi afirma que es el “Gobierno de Piñera”, y nada más que eso. Por ende, quien quiera entender lo que es este Gobierno, debe dejar de lado todos los manuales. La claves estarían en la trayectoria personal del sujeto: “No hay programas, sino oportunidades. No hay planes, sino apuestas. No hay obras, sino rentabilidad. No hay organizaciones, sino metas. No hay cautela, sino riesgo. No hay mesura, sino exceso. No hay reflexión, sino acción. No hay calma, sino vértigo. No hay inspiración, sino decisión. No hay estudios, sino ensayos. No hay consistencia, sino éxito. No hay lealtad, sino astucia. No hay pares, sino colaboradores. No hay relato, sino poder. No hay bibliotecas, sino gimnasios. No: este no es el Chilean Way, es el Piñera way”. (¿Por qué no me quieren?, página 15).
De ahí el 26% de aprobación y la dificultad por marcar la agenda. Un efecto dominó que costó 20 “puntos cep” en diciembre de 2010 y otros 20 en julio. Cuarenta puntos en nueve meses. Desde entonces, terminado el episodio de los mineros, el Gobierno dejó de marcar la agenda. De ahí para adelante comenzó una saga de errores comunicacionales, políticos y personales. En lo comunicacional, el rescate de la mina San José no fue utilizado como un elemento de narrativa política, sino como una narrativa política “en sí misma”. Una apología de la técnica en vez de una construcción discursiva. Un énfasis en los métodos y en los resultados, antes que en las personas y sus familias. Todo lo cual constituyó un error político mayúsculo que gatilló la desafección ciudadana. A lo cual vino a sumarse la salida de Bielsa y los rumores, el episodio Van Rysselberghe, el cuento de Kodama, la novela de Hinzpeter y la UDI. Así, suma y sigue. A este verdadero “cuadro clínico”, Tironi agrega que el Gobierno estaría atrapado conceptualmente: los chilenos no soportarían un Ejecutivo marcado por la retórica capitalista. Se podrá decir que ella no es privativa de la Derecha toda vez que la Concertación también la tenía. Pero Tironi corrige:
Los de la Concertación hacían, quizás, lo mismo que el gobierno actual; pero lo hacían no porque les naciera de ellos mismos, porque estuviera en su ADN, sino porque establan obligados por las circunstancias; la globalización, las herencias de la dictadura, el bloqueo de la derecha, la recuperación de la democracia, y así por delante. (¿Por qué no me quieren?, página 90).
Ahí estuvo el secreto de la Concertación. Estaba en sus ojos. Era su identificación, su ethos compartido, sus vasos comunicantes, incluso de tipo familiar y social, con el anti-capitalismo. Esto, curiosamente, le permitía ser dura en términos conceptuales y de políticas públicas y, al mismo tiempo, mantener prendida una pequeña luz de esperanza en el anti-capitalista que todo chileno lleva adentro, que lo conducía a quedarse rumiando su desencanto, en vez de salir a la calle a protestar, como lo hace ahora. (¿Por qué no me quieren?, página 93).
Plausible, sí, pero profundamente cínico. Una lectura profunda de ¿Por qué no me quieren? revela ese cinismo propio de la transición. Un cinismo que complementa el ya exhibido en “Radiografía de una Derrota” en el cual se prefiere mostrar a Frei como un producto malo y no a la Concertación como una coalición consumida por sus propias contradicciones. Es como si Tironi no lo entendiera, o como si no quisiera decirlo. En vez de realizar un juicio político a su bloque, el sociólogo pretende hacer verosímil que todo el problema fue comunicacional: Se eligió mal el candidado, se erró el “clivaje”, se aprovechó mal a Bachelet. Piñera era un mejor producto, pero nada más que eso. Y, hoy, ese producto estaría siendo rechazado en las encuestas.
Es curiosa la tesis de Tironi, no por su formulación, sino por la desfachatez del autor. Su argumento es, básicamente, que la Concertación era una mejor administradora del modelo actual porque daba cuenta de una contradicción: anti capitalismo al mando del capitalismo. Todo ello en base a un ejercicio de tragar sapos: La Concertación gobernaba para las grandes empresas y para consolidar el neoliberalismo, pero “le dolía la guata” hacerlo. Y es esta actitud lo que la gente premiaba con su voto. Es decir, el triunfo de Piñera habría venido a “profundizar las contradicciones”, para usar la jerga universitaria tan en boga, y habría puesto al modelo a la cabeza del modelo mismo. Y esa sería la clave para entender las movilizaciones actuales.
¿Hacia dónde vamos? ¿Qué significa este invierno en plano histórico? Tironi es optimista ante esta pregunta. Tironi ha sido optimista durante 20 años y no hay razón para que no lo sea ahora. Sostiene que el movimiento actual tiene semejanzas con Mayo del 68 y que estamos en presencia de una nueva generación de jóvenes, hijos de la democracia y sin los tabués de sus mayores. Y ahí se acaba el libro: cuatros intensos días con Eugenio Tironi.
II: CHILE: ¿LA ALEGRÍA YA VUELVE?
Los libros de Tironi hablan claro porque no dicen toda la verdad. En estos cuatro días Tironi no logró ver que el movimiento actual tiene bastante que ver con la mala gestión política del Gobierno, pero mucho más, muchísimo más, con los 20 años de la Concertación. Las tesis de Tironi, desde “El Malestar de las Elites” en adelante, permiten justificar 20 años de gerenciamiento auto culpable y de incapacidad política real. Esos textos son el relato cínico de la Concertación que todavía no comprende por qué perdió el poder. No lo pedió por ser un mal producto, sino por convertir a la política en una cuestión de productos. No perdió, solamente, porque una fracción de sus electores prefirieron a la derecha, sino porque buena parte de la ciudadanía entendía que la Concertación gobernaba desde la contradicción y el cinismo. Que se dedicaban a ganar elecciones y no a gobernar. A administrar y no a reformar. A dar bonos para combatir la pobreza, pero no a atacar las causas de la desigualdad. A hablar sobre los pobres, pero en seminarios en Casa Piedra. Esto es algo más serio que la derrota de Frei ante Piñera y el naugrafio posterior de “La Nueva Forma de Gobernar”. Aquí el paradigma de la transición parece estar siendo superado. Piñera ganó porque ese paradigma, el de la Concertación haciendo como que gobernaba y la derecha haciendo como que no le gustaba, terminó.
Es una cuestión consustancial a la transición misma esto de estar cerrándose a sí misma. Tironi es el inventor de ese juego de cerrar la transición, por dentro, quedándose entre cuatro paredes a pensar la transacción. Pero esta vez parece ser en serio: la transición se acaba. Es importante comprender que la derrota de la Concertación se debe a su propia contradicción, la de ganar con promesas y gobernar con explicaciones. Pero el cinismo también puede ser candidez. No es necesario ser tan desfachatado como Tironi, se puede ser cándido y creer que, en verdad, es la derecha la que no quería superar la contradicción. Fernando Atria, por ejemplo, afirma en una columna reciente:
El problema de la Concertación fue que entendió que para gobernar era necesario ignorar el hecho de que las instituciones con las que había que gobernar eran tramposas, y dejar de intentar lo que no podía ser logrado. Y claro, como todo (o casi todo) lo importante estaba sujeto al veto de la derecha, hacer o intentar sólo lo que era políticamente viable significó hacer o intentar sólo lo que contaba con la aprobación de la derecha. Así fue como la Concertación se derechizó. (“Hambre no es pan”, TheClinic.cl).
Atria cree que el problema de la Concertación fue que perdió de vista que existía un veto de la derecha. La “derechización” habría sido el producto de 20 años de gobernar con freno de mano. Ello no hace más que recordarnos que el sistema actual es tramposo, pero no nos explica el fondo del asunto. Es interesante esto pues Atria sitúa en los límites normativos de la Constitución el principal escollo de la coalición del arcoiris. Esos límites habrían condicionado toda la obra de estos 20 años, según complementa en su libro “Neoliberalismo con Rostro Humano”. Pero esto pierde de vista que la Concertación tuvo espacios, mayorías y cuadros suficientes como para, al menos, empujar a la derecha. Pero ni siquiera lo intentaron. En lugar de ello elijieron un falso progresismo, una retórica antes que una agenda concreta, una “onda” antes que una “cultura”.
Por eso, concuerdo con Felipe Portales cuando dice: “La Concertación debe explicaciones”. (vid Clarin.cl). Pero la explicación no puede ser cándida ni cínica. No todo se explica por el veto de la derecha. Al contrario. Ocurrió porque los vetos estaban, fundamentalmente, dentro de la misma Concertación. La Concertación misma operó como un veto durante 20 años. Ese modelo, en que el “partido transversal”, conocido como “mapu-martínez”, gerenciaba el país junto a la derecha económica, se asentó culturalmente en las bases socio-políticas del votante del NO.
Durante los primeros 10 años se pensó que, al venir los gobiernos PS-PPD, se podría dejar atrás la tibieza democratacristiana, pero nada de eso ocurrió. Lo que vino fue la consolidación de lo ya visto en los 90. Lentamente, el Partido Transversal fue reemplazado por una casta de tecnócratas, primos ideológicos de los Chicago-Boys. Todo ello, sumado a la acción de su principal satélite: el Partido Comunista. Éste, por un lado, le permitió atajar a la sociedad civil más activista -“ultra”, le dicen ahora- y, por otro, le colocó los votos faltantes para elegir a Lagos y Bachelet. Radical importancia tuvo en ello que el bloque supo administrar el carnaval a su favor.
Todo acto masivo, toda gran concentración ciudadana, toda celebración deportiva tenía, eminentemente, un sello concertacionista. Festivales de teatro, el Chino Ríos, actores de teleseries, muñecas gigantes, tocatas gratuitas, goles de Chile, todo servía para saciar la falta de carnaval, y de paso consolidar las mayorías, como bien manda Gramsci. Pero, con los pinguinos en 2006, eso cambió. El carnaval, esto es, la celebración comunitaria en espacios públicos, se volvió contra la Concertación.
En este sentido, el juicio a la Concertación debe ser drástico y sin compasiones. Se debe desnudar el falso progresismo que ella dibujó en el imaginario colectivo. Falso “progresismo” en lo ecónomico al querer canonizar el modelo en el exterior, pero olvidarse de la libre competencia y de la concentración de los mercados. Falso “progresismo” en -lo que la transición llamó- “los problemas valóricos” al nunca jugársela con decisión por los derechos reproductivos ni por la unión civil entre homosexuales. Tuvo que venir la derecha a hacerlo. Falso “progresismo” en materia cultural al convertirlo todo en repartija de dinero y guitarreos al aire libre. Ni siquiera el IVA a los libros fue cuestionado seriamente. Falso “progresismo” en política de drogas, al criminalizar la marihuana, pero sin ponerle freno a la industria etílica que nos ha convertido en un país de alcohólicos. Falso “progresismo” al apelar a semánticas comunitarias, pero consolidar un país individualista y adicto al éxito. Falso “progresismo” al adular a las Universidades Públicas, pero coquetear cada vez que se podía con las privadas. Falso “progresismo” al preferir el discurso de la gobernabilidad antes que conducción política. Falso progresismo en libertad de expresión, diciendo que El Mercurio y La Tercera son de derecha, al mismo tiempo que terminaban con la revista Análisis y sin nunca haberle puesto un centavo a medios independientes. Falso “progresismo” al permitir el crecimiento simbólico y cultural de la Iglesia Católica, que controla buena parte de la educación de la elite. Falso “progresismo” al generar un país de gente estresada, consumista y deprimida. Eso es lo que está explotando hoy: ciudadanos, movilizados o no, que han caído en cuenta que se les ha hablado muy claro. Pero que, por eso, no se les ha dicho toda la verdad.
Por Renato Garín
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