Negociar con el diablo: acerca de la “conversación” con el enemigo y la movilización

A estas alturas, cuando algunos compañeros se acercan a los cuatro meses movilizados, nadie puede negar que todos los pronósticos elaborados por los distintos sectores de izquierda del mundo estudiantil a principios de año, han quedado irremediablemente obsoletos

Negociar con el diablo: acerca de la “conversación” con el enemigo y la movilización

Autor: Wari

A estas alturas, cuando algunos compañeros se acercan a los cuatro meses movilizados, nadie puede negar que todos los pronósticos elaborados por los distintos sectores de izquierda del mundo estudiantil a principios de año, han quedado irremediablemente obsoletos.

Esto es sumamente problemático para el rumbo que las movilizaciones toman: en tanto nadie supo prever la magnitud de los acontecimientos, no existieron referentes con la claridad política necesaria para proyectar el mejor modo de avanzar hacia una victoria. Desde luego que también influyó en esto la debilidad, dispersión y prácticamente nula densidad ideológica y organizativa de las organizaciones que apuntan a cambios sociales estructurales, pero tomando esto último como un dato objetivo y un problema que se debe apuntar a resolver permanentemente, independiente de las coyunturas, la mayor dificultad con la amplitud y la masividad que ha logrado el movimiento viene dada por la falta de claridades en términos de dirección, quien quiera que se sienta llamado a dirigir… aunque nadie pueda jactarse de lograrlo realmente.

Más allá del necesario análisis de las demandas elaboradas por los sectores secundarios y universitarios, más allá de un análisis de las fuerzas sociales que tensionan en uno y otro sentido, de los eternos titubeos del reformismo de izquierda y la infaltable cobardía de los partidos políticos tradicionales (donde el oportunismo de la DC bien puede arrebatarle el premio mayor a cualquiera este año), lo cierto es que nos encontramos en un punto de inflexión importante y hay que tomar decisiones. Intentaremos aportar algunos elementos, con la esperanza de que puedan ayudar si no a decidir el camino correcto, al menos sí a desechar los “despeñaderos”.

1. Sobre la situación actual

Un somero recuento debiese invitarnos a desechar las pretensiones grandilocuentes. Si bien la situación de los estudiantes no es crítica y algunos asuntos invitan al optimismo, no parece que se esté en una posición de ventaja ante el Gobierno.

A favor del movimiento estudiantil se debe considerar sobre todo la masividad de las marchas realizadas, el amplio y transversal respaldo “ciudadano” apuntado por las encuestas, y el elemento de presión que implica la huelga de hambre de varios compañeros a lo largo del país. Sin embargo, es legítimo preguntarse, ¿De qué ha servido el apoyo de la sociedad a las demandas de los estudiantes?, ¿Cuánto se ha ganado realmente con las masivas marchas desplegadas durante los últimos meses?, ¿Está el Gobierno realmente preocupado por la vida de los compañeros en huelga de hambre? Son preguntas que no pueden dejar tranquilo a nadie que se tome el asunto en serio. La verdad es que hasta el momento no se ha ganado nada sustancial, nada estructural. El Gobierno tiene aún la sartén por el mango.

Los factores que juegan en contra de los estudiantes, en tanto, no son menores. Por un lado, los estudiantes secundarios movilizados, que no son tantos en relación al total, se encuentran en una situación de desgaste importante, y ante la inminencia de perder su año escolar. Por otro lado, los universitarios especialmente en la Confech, todavía se sorprenden de la cantidad de días movilizados, y comienzan a abrirse risitas nerviosas ante las consecuencias que esto acarreará. De poco y nada valen las declaraciones altisonantes de algunos compañeros que apuntan a que la educación en los secundarios es “pésima, y no tienen nada que perder”, o que “el endeudamiento importa más que un año perdido de estudios superiores”. Al momento de la verdad, en una sociedad tan permeada por el neoliberalismo en el plano ideológico, difícilmente podrá ser una mayoría la que opte por un gesto heroico y desprendido de tal nivel.

Además de esto, tanto universitarios como secundarios, han llegado a un punto crítico en cuando a la masividad “cotidiana” en sus respectivos espacios movilizados. La “ley” de tendencia a la baja de participación con los paros y tomas a medida que pasa el tiempo avanza sin misericordia. En momentos como estos, se puede apreciar que solamente la voluntad mantiene la situación en una precaria estabilidad de fuerzas entre Gobierno y estudiantes, y un militante serio debe saber reconocer sin vacilaciones lo delicado que es sostenerse en el voluntarismo.

Desde la vereda opuesta, por suerte, la situación no es mucho mejor. El Gobierno y los sectores políticos institucionales mantienen un nivel de aprobación del cual se pueden desentender solo por la garantía que les ofrece el sistema para mantenerse en el poder, sin importar la vergüenza que por ellos sienta el pueblo chileno. Y ese es precisamente el problema. Quizás con un sistema político diferente, la escandalosa baja aprobación de parlamentarios y Gobierno decantaría en maniobras reformistas significativas para mantener la gobernabilidad, proporcionando victorias parciales para el pueblo evitando los cambios estructurales directamente atentatorios contra la clase dominante. Pero las particularidades del sistema electoral y político en Chile (que no es más que una modalidad de la invariable farsa que constituirá siempre una democracia burguesa) permiten reproducir a sus aristocracias en el poder.

En este sentido, al final del día, los estudiantes pueden perder cosas importantes, y los políticos no tanto, al menos por el momento. El Gobierno parece tener razones para estar tranquilo: tiene tiempo, tiene al empresariado a su favor en caso de necesidad extrema, tiene ideas similares en lo profundo con TODOS los parlamentarios, tiene el control de los medios de comunicación y el monopolio “legítimo” de la violencia. Los estudiantes tienen buenas razones para inquietarse: una movilización no se puede mantener por siempre, la participación ha decaído como parte del proceso natural de desgaste, no hay certezas de cómo avanzar guardando una victoria en el bolsillo, y los sectores trabajadores no han querido o podido o sabido incorporarse al proceso.

En resumen, nadie ha ganado aún, nadie ha perdido tampoco, pero los estudiantes se encuentran ante el dilema de quemar sus últimos cartuchos.

2. Sobre los acuerdos-negociaciones y los compromisos

Ante los elementos señalados, y sin negar la posibilidad de otros aspectos relevantes no mencionados, es preciso cuestionarse las alternativas que le quedan a este movimiento. Por triste que le parezca a algunos, continuar los paros y tomas indefinidamente, esperando que un buen día los ladrones que gobiernan despierten con una verdadera vocación democrática, no tiene ningún sentido ni perspectiva. Es en ese entendido, y sólo en él, que es necesario plantearse un escenario de negociación o acercamiento, escenario que ha llegado para quedarse.

Lenin, el famoso revolucionario ruso, plantea el asunto desde la concepción de los “compromisos” que una clase social puede o debe contraer con otra clase (antagónica o no) en determinadas circunstancias. Y su razonamiento puede ayudar a dilucidar algunas cuestiones con el siguiente ejemplo: si a uno lo asaltan unos bandidos (en este caso el Gobierno), le quitan el arma y el automóvil para hacer un atraco, hay en cierto modo un compromiso: doy mi vehículo y arma a cambio de no morir. “Tan inútil es renunciar a todo pacto o compromiso con los bandidos, como justificar la complicidad en un acto de bandidaje partiendo de la tesis abstracta de que, en general, son admisibles y necesarios los pactos con los bandidos”, concluye.

En otras palabras, hay determinadas circunstancias en que se pueden concertar compromisos con el enemigo, desde un punto de vista de “supervivencia”. ¿Estamos en una de dichas circunstancias? Me atrevo a contestar afirmativamente. Desde luego este no es el caso de una clase social contra otra, pero en términos prácticos permite ilustrar el momento. El asunto es que siempre este compromiso (o negociación) debe evaluarse en base a su legitimidad para el avance del proceso, o a su traición. O en sus mismas palabras, “la cuestión está en saber conservar, robustecer, forjar y desarrollar la táctica y la organización revolucionarias, la conciencia revolucionaria, la decisión y la preparación” de la clase, o en este caso del movimiento, que debiera tener la perspectiva de integrarse en un proyecto o programa de clase.

Evidentemente entonces, no cualquier compromiso es válido. El mismo Lenin sostenía permanentemente, de hecho, la importancia de no caer en el oportunismo que implica forzar la elección de un mal menor, entre dos calamidades; el oportunismo en este caso no es sino ponerse en la situación de apoyar a la Concertación o al Partido Comunista, a los dirigentes reformistas de la Confech o a aquellos compañeros “radicales” que hace no menos de dos meses planeaban romper la Confech, cortando de cuajo el movimiento que estaba apenas por florecer. La maniobra política del momento no se dirime jamás solamente por los actores directamente involucrados en una organización, siempre hay terceras alternativas, y en este caso no es otra que, sin apoyar a uno u otro bando en su completa desorientación, atacar implacablemente al Gobierno y a la aristocracia política asentada institucionalmente, develar permanentemente la debilidad que manifiestan ciertos dirigentes a la hora de negociar e instalar la necesidad de una dirección más sólida y con mayores fundamentos revolucionarios en las propuestas que se plantean. Y por supuesto, mantener en pie en todo momento la movilización combativa, la agitación tanto en espacios locales como en las marchas convocadas.

Ahora bien, dado el cronograma gubernamental, no se requiere ser un gran estadista para caer en la cuenta de que no es más que un mecanismo para relegitimar el rol de la presidencia en el conflicto. Se debe tener completamente presente esta realidad a la hora de negociar, y sobre todo es imprescindible apuntar siempre a proyectar en el mediano y largo plazo una salida política independiente para el movimiento popular, más allá de la pequeña reforma promovida por la facción de turno de la clase dominante; esta es la única forma de que las reformas que vienen de arriba no se conviertan en sólo un desgaste y perjuicio para la fortaleza del campo popular.

En lo concerniente a la negociación que, guste o no a los revolucionarios honestos, está a punto de empezar, parece relevante plantearse la autocrítica por no haber prefigurado este escenario antes, y haber hecho las maniobras posibles para que se diera en un mejor pie para nosotros. Debía asumirse, quizás, que el momento de sentarse con Piñera llegaría, y a partir de dicha constatación plantear ciertas demandas mucho tiempo atrás como condiciones para el diálogo. La verdad es que haber supuesto que se podían ganar demandas estructurales sin más, es un cortoplacismo fatal: no estamos en una coyuntura pre-revolucionaria como un connotado académico se refirió hace unas semanas. El pueblo es todavía débil, el tejido social frágil, la fuerza demostrada incipiente. Ahora lo que queda es preguntarse qué aspectos significan un avance irrenunciable para el movimiento, qué aspectos dotan de sentido común y permiten un clivaje que sugiera a futuro continuar con más fuerza la lucha, en vez de desactivarla.

Son discusiones que corresponde dar en el seno del movimiento de masas y no desde un púlpito de arrogancia intelectual. Eso sí, me atrevería a apuntar tres cosas. Primero, que el Gobierno jamás cederá ante la prohibición del lucro tan fácilmente, y contará siempre con la DC para mantenerlo, pero este tema, tal como la gratuidad de la Educación Superior, llegó para quedarse, y por ende permite generar flancos importantes al modelo en el futuro, para atacar el corazón del capitalismo en diferentes áreas abiertas por el pinochetismo al saqueo del empresariado (salud, pensiones, etc.): los políticos institucionales se verán obligados a pronunciarse al respecto generando conflictos de legitimidad, nuevas fuerzas políticas pueden proyectarse bajo dichas banderas, etc. Segundo, los estudiantes secundarios necesitan y merecen ante todo una verdadera victoria para empujar su proceso de sedimentación política. A mi entender, esta victoria debe pasar por una desmunicipalización y una ofensiva a los establecimientos particulares subvencionados que no dé lugar al maniqueísmo propio de los mafiosos del Gobierno y el parlamento. Por último, es de vital importancia ir posicionando nuevos temas en la agenda: la universalización en el acceso a la Educación Superior, la eliminación completa de la PSU, la gratuidad del pasaje escolar durante todo el año, etc. Banderas alzadas hace algunos meses que se fueron desvaneciendo ante la confusión y la claudicación ideológica de sectores de la llamada “izquierda”, donde hoy por hoy cabe cualquier cosa.

3. ¿Ganar perdiendo? Manifestaciones y violencia

Más allá del lamentable contexto de negociación, quedan aparentemente dos opciones: continuar la movilización en la calle, o maniobrar con el oportunismo parlamentario de una Concertación asfixiada que anhela recuperar credibilidad, lo cual podría permitir lograr algunas conquistas apoyados en su desesperación. Hay que tener bastante claro que ninguna de estas opciones asegura ganar las demandas más importantes, es más, me atrevería a decir que no se ganarán demandas estructurales de la envergadura necesaria para asestarle un golpe al neoliberalismo en la educación. Si así fuera, la cuestión radica en cómo darle un cierre al proceso que mantenga al pueblo con la convicción de que solo con mayor organización, el próximo levantamiento popular será más implacable.

Aquí hay que ser totalmente claro: la negociación con el parlamento la descartaría de antemano y por completo. No se debe olvidar jamás que el pacto de centroizquierda con el que algunos piensan que pueden obtener ventajas, en última instancia gira en torno a la DC y sus posiciones fariseas siempre traicionarán las voluntades del pueblo. No puede admitirse bajo ninguna circunstancia que un puñado de dirigentes sin ética ni moral -que luego intentarán solemnemente pertenecer a esa cofradía de sinvergüenzas- salgan apoyando públicamente las gestiones del Congreso, por “progresistas” que estas parezcan. Sería como pedirle a los empresarios que voluntariamente cedan sus ganancias a los trabajadores: los derechos se ganan luchando o se pierden, no hay punto intermedio. Y si algunos de los delincuentes de dicha corporación resuelven de pronto ser decentes y dejar de hipotecar a las familias chilenas, bien por ellos. Pero que no esperen un agradecimiento de vuelta de quienes han pisoteado durante 20 años. Bien harían aprovechando el impulso pegándose un tiro.

A mi juicio, en la primera opción está la clave. Es y será posible siempre mantener a los estudiantes movilizados en la calle. Es esa y no otra la mejor herramienta para presionar por las demandas. Sin embargo, a excepción de las marchas, las formas de movilización y presión han ido disminuyendo. ¡Es urgente, ahora más que nunca, fortalecerlas y multiplicarlas! La clave está en que existan las condiciones de posibilidad, y se perfile el escenario más adecuado posible para que dicha movilización se sostenga en términos cuantitativos y cualitativos.

Para ello hay que pensar con la mente fría y no con romanticismos estériles. En otras palabras, hay que cuestionarse seriamente, espacio a espacio, si el método de movilización empleados es el que más frutos ha dado y/o puede seguir dando en términos de masividad y profundidad de conciencia entre las bases. Una toma puede resultar estéticamente muy atractiva, y al mismo tiempo generar el rechazo y apatía de gran parte de los estudiantes que, en otros escenarios, bien podrían ser compañeros de lucha en la calle. Lo mismo con los paros: no hay que ser muy astutos para percatarse si la mayoría de los compañeros está de acuerdo con las demandas, pero pierden la confianza en la izquierda seria porque los arrastra a perder clases; en ello no hay necesariamente un amarillismo, egoísmo o una traición a las propuestas e ideas (aunque puede y suele haberlo).

A veces, por paradójico que suene, puede ser que haya que retroceder un paso para avanzar con más fuerza, todo depende del punto de vista estratégico. Si la idea es construir poder estudiantil autónomo capaz de doblarle la mano a los traficantes de la educación, e ir de la mano con el movimiento de los trabajadores y el pueblo, bien puede ser mejor cambiar algunas formas de movilización, en vez de mantenerlas y perjudicar los intereses inmediatos de algunos compañeros con menos convicción pero posibilidades de integrar las filas del cambio social, que tal vez no volverán a movilizarse nunca más.

Hay todavía otro punto que tocar respecto a la necesidad imperiosa de respaldar las conversaciones con los mercenarios de La Moneda con movilización: el tema de la violencia. Se puede estar de acuerdo o no, pero en una columna anterior plantee que la radicalidad no tiene que ver directamente con la violencia, si no con la capacidad de construir contrahegemonía respecto a determinado aspecto del sistema, lo cual se relaciona usualmente a la masividad. Pero también señalé que los gobiernos de turno cuentan con un gran margen de maniobra para dilatar los conflictos aun teniendo en contra la opinión pública de manera mayoritaria, como ocurre respecto al lucro y el apoyo a las movilizaciones estudiantiles según la encuesta CEP, que curiosamente es administrada y controlada por varios de los dueños de las riquezas de Chile.

Dejemos a un lado las razones (interesantes sin duda) por las cuales existe este rechazo inorgánico y titubeante al corazón del modelo en el ámbito educacional. Lo más importante es qué hacer frente al hecho de que este apoyo mayoritario ha servido de tan poco. El mentado apoyo ciudadano no se ha traducido en nada más que afinidad, y en esporádicos caceroleos “mesocráticos” que si bien son valorables, no convencen a nadie en los oscuros pasillos del poder.

Además de la razón apuntada más arriba, sobre las características especialmente nefastas del sistema democrático chileno, que no amenazan con hacer caer institucionalmente a ningún político de turno por impopular que sea, está la obvia manipulación descarada y sin la más mínima discreción de la casi totalidad de los medios de comunicación. Tan obvia es, que resulta una estupidez imperdonable plantearse como objetivo político ganarse a los medios de comunicación del modo que sea [1] para favorecer el movimiento, dotándolo de colores y artilugios llamativos [2] que, a la hora de la verdad, siempre serán opacados en los noticiarios del empresariado por al menos un “violentista”, el nuevo enemigo público.

La violencia, a diferencia de ciertas propuestas y demandas instaladas por los estudiantes, no ha llegado para quedarse: está instalada desde el nacimiento mismo de la lucha social, y jamás podrá ser erradicada, al menos en los márgenes de la miserable e injusta sociedad que vivimos. Negar esto no tiene ningún sentido, solo implica engañarse a sí mismo, borrar de un plumazo las lecciones de la historia.

La razón para indicar esto es que revela que hay dos argumentos sin ningún sustento para detener la violencia en las movilizaciones. El primero es que los medios de comunicación nos mostrarán como violentistas, y deslegitimará nuestras luchas. Absurdo, teniendo en cuenta que siempre, haya o no haya violencia, los medios de comunicación existentes desplegarán su artillería contra las demandas populares y se las arreglarán para deslegitimar sus formas de reivindicación. El segundo, vinculado al primero, es el que apunta a que sólo el carácter pacífico de las movilizaciones puede otorgar ganancias para el movimiento. Insensato, pues el carácter amnésico de las razones vinculadas a este argumento dejan de lado que las mayores conquistas sociales de la historia, chilena y mundial, tienen siempre dosis de violencia, unas más que otras; también es un argumento hipócrita, cínico y suicida, ya que deja de lado la más elemental de las verdades que sabe cualquiera que haya ido a alguna marcha: la violencia “legítima” del Estado y los poderes fácticos siempre ha sido y será implacable con las luchas del pueblo, la represión es la forma de violencia más cotidiana y típica de quien tiene el poder y no quiere ceder ante el pueblo. Y cuando este poder lo detentan los sectores vinculados al gran empresariado, adquiere ribetes colosales, es capaz de llenar estadios nacionales como centros de tortura para que los rotos no se crean dueños de su historia.

Pero, a diferencia de esos dos argumentos, existe una razón de peso para cuestionar las formas de violencia que existen, y esta razón es política. El asunto es que la violencia que se desata en las manifestaciones es, por un lado, aislada y demasiado marginal, y por otro lado, carece de toda perspectiva política más allá de la rabia. Esto último decanta en violencia irracional, destrucción sin sentido de mobiliario, lo que conduce al rechazo de quienes sostienen su “legitimo” derecho a protestar en paz. Pero más allá de que ese derecho debiesen exigírselo a Carabineros, me parece que es entendible.

¿Cómo plantearse la cuestión de la violencia entonces? Es un asunto que amerita una reflexión en sí misma, pero antes de cerrar este escrito, me parece que hay una forma bastante evidente: como autodefensa del derecho a protestar. Para ello es necesario generar un trabajo político e ideológico serio en el movimiento estudiantil, que vaya más allá de la palabrería. Se debe instalar la convicción de que la protesta y el alzamiento popular es un derecho que no hay que pedirle a nadie, sino ejercerlo. Hay que liquidar de raíz y combatir hasta el cansancio las opiniones cobardes que titubean ante las razones del poder, que se arrodillan ante el “orden social”, que se rinden ante la necesidad de los “automovilistas” de tener la calle despejada para contaminar libremente la ciudad.

La movilización debe ser en la calle, debe molestar, debe presionar, debe generar descontento, debe ser DIGNA. Y si ello topa con la voluntad caprichosa de un Presidente o de los medios de comunicación que lo secundan, y significa que las fuerzas del orden intentarán reprimir, la autodefensa amerita cualquier forma de violencia, pero para defender el derecho a movilizarse, no para saciar la rabia destruyendo cualquier cosa, no para la cámara y las fotos, sino para las mismas masas, rechazando el vandalismo vacío que se concentra en “matar un paco” como si implicara una victoria política de alguna especie inentendible, y apuntando en todo momento a fortalecer los sectores revolucionarios de verdad, entendiendo que en el largo plazo está la verdadera riqueza a la que debe apuntar quien aspira a cambios verdaderos. Ese largo plazo se construye pateando el tablero cada vez que la acumulación de fuerzas lo va permitiendo, como ahora.

Notas:

[1] Otra cosa distinta, es que coyunturalmente, casualmente o por mera fortuna, haya un par de días en que los medios de comunicación se inclinen levemente por los movimientos populares. Pero a la larga siempre la tendencia es la contraria. Para luchar contra ello el camino no es la “buena onda” del movimiento, sino una lucha clara y directa contra la falsa libertad de expresión en que se escudan dos empresas para mentir a gran escala.

[2] Quiero aclarar que no tengo reparos contra los “carnavales”, si estos contribuyen a la masividad de la movilización. También creo que idealmente la alegría (no la fiesta) debiera ser siempre un componente de la movilización popular. Lo que arruina eso es la clase dominante y su represión, no la “seriedad” del movimiento.

Por Sebastián Osorio

14 septiembre 2011

Publicado en www.lachispa.cl

Texto -de origen externo- incorporado a este medio por (no es el autor):


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