Por Sergio Arancibia
El gobierno chileno expulsó del país, por la vía de un avión especialmente fletado para esos efectos, a 87 extranjeros, fundamentalmente venezolanos, que habían entrado ilegalmente al país. Casi simultáneamente el gobierno colombiano anuncio un plan para formalizar la situación de más de un millón de venezolanos que habitan en su territorio. Se trata de dos actitudes diametralmente distintas para abordar un mismo problema: la diáspora venezolana.
Para Colombia, atender y formalizar a un millón 700 mil venezolanos le implica un costo económico, logístico, social y político muy grande. No lo hacen porque necesiten esa mano de obra ni porque estén boyantes de recursos económicos que no encuentran a qué destinar. Incluso desde un punto de vista de seguridad nacional incorporar al país a una masa tan grande de personas de un país vecino, podría considerarse un problema.
Para Chile, esas 87 personas – y quizás los 1.000 o 1.500 ciudadanos extranjeros que están todavía entre Colchane e Iquique – no significan nada desde el punto de vista económico, ni social, ni político, ni infraestructural.
Para Colombia el problema no se limitó a aplicar las leyes y las normativas vigentes – que no están concebidas para un caso de crisis como el presente – sino que creó planes y disposiciones legales específicas. Chile, en cambio, se limita lavarse las manos frente a un problema humanitario como si se tratara de un caso burocrático común y corriente.
Para rubricar más aun la política pequeña y mezquina con que actúa el gobierno chileno, el ministerio de salud hizo pública la disposición de que los extranjeros que estén en Chile no podrán vacunarse contra el coronavirus. Si logran atravesar el desierto y escapar a los controles militares, enfrentan la posibilidad de quedar huérfanos de cualquier ayuda frente a la pandemia más fuerte que se conozca en los tiempos presentes. Todo esto contraría los más hondos sentimientos de generosidad y de humanismo que deberíamos exhibir como nación. Esta es una política que linda con la criminalidad.
Los venezolanos que entran por Colchane han atravesado medio continente, muchas veces a pie, para llegar a ese punto. Al salir de Venezuela han debido atravesar Colombia, Ecuador y Perú, y desde allí penetrar en territorio boliviano, desde donde atraviesan finalmente a suelo chileno. Se trata no solo de hombres en edad madura, sino también de niños, mujeres y ancianos, hombres y mujeres que lo han dejado todo, que han hecho esfuerzos sobrehumanos para llegar al punto en el cual donde habían depositado sus esperanzas de una vida mejor. Su andar por el continente tiene ribetes de alta heroicidad, que pocas migraciones han exhibido a nivel internacional.
El problema de la diáspora venezolana no se puede analizar meramente con los criterios legales previos a la crisis presente, ni tampoco se puede abordar con criterios políticos estrechos. Hay que analizarlo con los más altos sentimientos de generosidad, de solidaridad y de humanismo que puedan latir en el corazón de los chilenos. Los que retornan obligadamente a Venezuela arrastrarán un profundo sentimiento de dolor. Los chilenos que nos quedamos acá, nos quedamos con un tremendo sentimiento de vergüenza nacional.