Vas ahora en dirección al sol que es la única semilla. Vas feliz a ver “eso” que según Enrique en ti, es “desesperación pura”. Eso mismo que para tu madre es “algo un poco divertido”. Ya estás en ese misterio, en medio de él y desde allá nos sonríes. Desde el mismo lugar desde donde nos sonrió y nos sonríe Carlos Fernández Salamanca. Y Carlos en el patio de su casa, por allá atrás de los cementerios, me decía el año ’88: “Tienes que conocer a Gonzalo, a él le gustarían tus tangos”. Y el misterio se llevó a Carlos y a su compañera mediante una curva hambrienta en Curacaví.
Entonces te vi, compañero.
Estábamos en un hotel de Viña del Mar y me acerqué y te hablé de Carlos. Y tú lanzaste al aire un alarido y dijiste “¡Carlitos!” y te tomaste la cabeza. Y gritabas ¡Carlitos! y los demás poetas nos miraban como diciendo: “¿Qué le habrá dicho Redolés a Gonzalo Rojas que está gritando así?”. Y me abrazaste y me pediste que te hablara de la última vez que había visto a Carlos.
Años después te llamé a Chillán para decirte que había resuelto cierta musicalización para “Al Fondo De Todo Esto Duerme Un Caballo Blanco”, te conté que era para un disco que se llamaría “Bailables de Cueto Road” y que te la quería cantar, y te pedí permiso para grabar la canción en el disco y para grabar nuestra conversación y te la canté al teléfono y en la grabación resultante se escucha tu voz y tu risa, y me contabas cómo alguien en Valdivia había hecho una postal con esos versos y cómo esos versos y ese caballo inspiraban a los artistas, decías y reías con esa risa que no era de viejo ni de joven, sino de niño. Porque tenías esa curiosidad por cierta búsqueda que todos perdemos a cierta edad. Algo así como “ese vino de las palabras que uno dice de niño” como diría Roque Dalton (cito de memoria o de no memoria) en “Lo Que Me Dijo Un Loco”. Tú, nunca perdiste ese vino, y desde allí tu sonrisa con la que vas hacia el sol.
Gracias a Fidel, pude entrevistarte por más de una hora en el patio de tu casa un marzo de hace pocos años. La entrevista la registró Guillermo y con entusiasmo de niño de tercero básico, prontamente trajiste unos cuadernos para leernos tus más recientes poemas, humeantes, frescos, en su propio horno de universitario con espirales. Y pudimos deleitarnos y cachar esa cachaña permanente entre la palabra y la no palabra, entre la presencia y el abandono, entre la hermandad y la furia. Como cuando trataste a la Organización de Estados Americanos de Ministerio de Colonias.
Así pasó la tarde y yo no podía creer cuando me dijiste que hiciéramos un recital juntos. Te sugerí que invitáramos a Manuel Sánchez y su guitarrón. Ya todo eso no es una deuda, porque ahora, en este instante, vas hacia el sol.
Siempre creí y creo hoy veintisiete de abril del dos mil once, y creeré mañana, en tu búsqueda que nos enseñó a ir, a ir, a ir, a ir siempre hasta las últimas fronteras entre las cosas y las palabras que nos inflingieron desde guaguas como una forma ortopédica de amor. Y de tanto ir, decidir entonces buscar en los graznidos de las aves la repetición de nuestras propias palabras.
Y nos muestras desde cada uno de tus libros, desde tu amistad con Violeta, desde tus conversaciones con el compañero De Rokha, desde tu imagen que nos habla y encanta en el documental de Soledad Cortez, nos muestras siempre las fronteras entre lo que es y lo que francamente no es. Todo con una fuerza increíble puesta a girar en el cosmos, y giro yo con usted lector o lectora, y giramos con la noche de Santiago, con los recuerdos de un niño muy pequeño que veía llorar a los adultos mientras daban la vuelta por una plaza. Lloraban por un misterio que los sorprendía. Ahora, Gonzalo, rompiste ese misterio. Puedes gozarlo.
Por Mauricio Redolés
El Ciudadano Nº101, primera quincena mayo 2011.