Hay un momento muy especial en la vida de muchas personas y éste es el instante que escucharon por primera vez una canción de Congreso, o El Congreso como se autodenominaba este grupo musical en sus comienzos. En mi caso particular recuerdo muy bien ese momento. Estaba en una pensión de calle Victoria, en Valparaíso, y un día en la pieza que compartía con tres estudiantes más, alguien puso la radio y estaba sonando «¿Cómo vas?». Quedé pa’ dentro. La voz del vocalista parece que venía de muy lejos, pero a la vez, era tan cercana como si esa voz también viniera desde adentro de uno mismo.
Corría el año 1972, y era esa pregunta tan simple la pregunta que yo me hacía a los 19 años de vida, y era también la pregunta que uno veía en los rostros de la gente en la universidad, en los mercados, en las micros. ¿Cómo íbamos el ’72?. ¡Imagínense! Luego encontré en El Musiquero -la mejor revista de música popular que yo haya conocido- algunas referencias a El Congreso, y vino el año 1973 muy luego. Y yo siempre me preguntaba ¿Cómo voy?, acordándome de la canción que no volví a escuchar por muchos años y que nunca olvidé.
¿Por qué la gente se enamora de las canciones de El Congreso? Creo que la pregunta da para varias tesis filosóficas. Pero yo me atrevería a decir algo que para mí es muy simple y muy primordial. Porque son canciones únicas. Algún simplón podría decir que todas las canciones son únicas, pero creo que la mayor parte de la música popular que se hace en Chile y sus alrededores y se difunde por radios, canales de televisión y días de la música en grandes parques dominicales, privilegian algo que se llama mercado, y para eso es mejor repetir fórmulas archisabidas y súper probadas, en vez de andar haciendo “canciones únicas”.
De esto, harto sabía don Teodoro Adorno (de la famosa Escuela de Frankfurt) quien lo deja muy claro en su ensayo sobre Música Popular. La música popular pasa a ser una mercancía más en el mundo de las transas, en el mercado. En tanto mercancía, a un producto ya probado hay que sacarle el jugo lo máximo que se pueda. Si vende su canción, háganme más canciones así, que así lo impone la ley de la oferta y la demanda. Si no vende, hágame otro paradigma musical y seguimos hablando.
Se le idolatra al mercado. Es el consumo de la música popular que hace que montones de tipos y tipas inútiles vegeten en sus radios, canales de televisión, sellos discográficos, administraciones de salas de música, etcétera. Parte de la pega de este ejército de moldeadores del gusto popular, es no dejar en lo posible, y por ningún motivo, que las “canciones únicas” les desordenen el mono del gusto popular, pues de ese gusto popular que ellos sobreexplotan, hacen su salario.
Para ese tipo de consumo, las “canciones únicas” se agotan en sí mismas, son inimitables, no son comerciales, son arte y no artificio. Los moldeadores del gusto popular venden artificios, no les interesa el arte. De vez en cuando se les pasa por ahí una Violeta Parra o un Frank Zappa o un El Congreso. Pero, en la medida de lo posible, se les encapsula, se les combate, no se les toca mucho, son demasiado “únicos”. De hecho, desde el año 1972, nunca más volví a escuchar en la radio ¿Cómo vas? Es decir, nunca más volví a saber como iba.
El martes 23 de noviembre, todo un bagaje de fotografías, discos, partituras, etcétera, de El Congreso y su historia fue donado a la Biblioteca Nacional. Tuve el honor de participar en esa entrega. La entrega de una obra única, inimitable, de arte verdadero.
Esa tarde escuché más de una vez entre los participantes la frase “…la primera vez que escuché a El Congreso…”. Y ciertamente siempre era una confesión de amor.
Por Mauricio Redolés
El Ciudadano N°92, primera quincena diciembre 2010