La revolución es uno de los conceptos más ampliamente tratado por la teoría social. Sus pensadores han intentado comprender las razones de fondo que motivaban a sus dirigentes a derrocar el gobierno por medio de la violencia o, simplemente, intentar dilucidar las justificaciones morales y políticas que éstas buscaban. Generalmente concordaban que al interior de las sociedades se producían ciertos clivajes permanentes que redundaban en una discrepancia irremediable entre el pueblo y sus problemáticas particulares, derivando esto en un profundo desacuerdo político acerca de cómo estaba transitando la sociedad. Muchas de las posturas revolucionarias se caracterizaron por presentar un conjunto de pensamientos cargados de utopismo y con un profundo acento sentimental. Los revolucionarios cartografiaron un modelo social ampliamente perfectible de las relaciones humanas en proyección futura, para posteriormente vehiculizarla hacia las masas y poder empujar a éstas a la acción revolucionaria. La sociedad que se perseguía implicaba más igualdad social, mayor conciencia de comunidad, mayor justicia social y un evidente fortalecimiento de la dignidad humana. Esta visión de una vida más dignificada y libre de todo tipo de coacción, era una justificación más que suficiente para soportar los efectos inevitables que producen los episodios revolucionarios, tales como el sufrimiento, la persecución, el caos y el terror. Pero sin revolución, las injusticias no sólo serían permanentes, sino que, por el contrario, muchas de ellas se verían seriamente agudizadas. Es decir, las actuales masas, privadas no sólo de cuestiones materiales sino que también de cuestiones valóricas, experimentarían un estado de sufrimiento corrosivo y permanente, que pronto daría paso a una masa futura distinta, dominada por un manto de felicidad continua.
Algunas teorías sociales anteriores a las II Guerra Mundial, llegaron a la conclusión de que las revoluciones se producían cuando ciertos beneficios provenientes del progreso de las naciones, deseaban desarrollarse de manera más rápida de lo que el sistema les permitía. Se producía así una tensión inexorable entre viejas elites y elites emergentes, situación que tiende a acelerar los episodios de polarización social. Algo así como que los valores tradicionales son cuestionados y una nueva propuesta social desafía al viejo tronco social.
Uno esperaría que estas reflexiones teóricas fueran empíricamente observables en la propuesta educativa del actual gobierno, pero tiendo a creer que tales modificaciones curriculares y profesionales responden más a temas ideológicos que a un verdadero cambio social. Se enfatizó en que era una de las transformaciones educacionales más transgresoras en el último tiempo, pero para que eso verdaderamente ocurra, habrá que esperar. Sin embargo, permítanme dudar de las buenas intenciones del Presidente y del ministro de Educación, Joaquín Lavín. Por ejemplo, no es menor el reducir las horas pedagógicas para Historia, Artes y Tecnología y aumentar Matemáticas, Lenguaje y Comunicación e Inglés. Pero lo que es peor y siguiendo un patrón conductual que se ha hecho sintomático en Chile, sin la consulta de los responsables en la formación intelectual de nuestra sociedad: los profesores. Sistemáticamente se advierte un menoscabo de la profesión docente en general, vapuleando la importancia que tienen los educadores en el crecimiento integral de los preescolares y el rol referencial que adquiere entre los propios adolescentes, que incluso, en muchos casos, reemplazan a las propias figuras paternas. Históricamente la derecha chilena se asocia con el conservadurismo la continuidad y al tradicionalismo social, pero no a los cambios y a la ruptura social.
Las tijeras ideológicas ya están operando y lo preocupante es que ahora apunta a disciplinas que colocan énfasis en la reflexividad, la crítica y en el papel de agentes sociales de cambio que asumen los individuos. Claramente no es una buena señal formativa, sobre todo en áreas tan sensibles como la calidad de la democracia, la actitud cívica y en la revaloración del sentido republicano.
Leí por ahí en un diario de circulación nacional de ultraderecha una columna de opinión de Gonzalo Rojas, catalogando la preocupación de la rama histórica como de horas más y horas menos, pero la respuesta la daré próximamente. Lo que sí puedo decir, es que esta polémica va mas allá de una simple carga horaria, se traduce en qué tipo de ciudadanos queremos generar. El retroceso cultural sobrepasa a la mal llamada “revolución educacional”.
Por Máximo Quitral
Investigador Inte-Unap