“En los años ‘60 del siglo XX Chile mostraba una tensión entre su desarrollo político y su insuficiente desarrollo económico” (A. Pinto).
La modernización reimpulsada desde los años ‘30 se mostró ambivalente: Incluía y excluía; integraba y segregaba. La industrialización, ofrecida como basamento económico de aquella, buscó abrirse paso en medio de orientaciones conflictivas respecto de la distribución de sus frutos. Cuando campesinos y pobladores entraron en escena en los años ‘60, densificando la expresión popular, la tensión sólo pudo aumentar. En la base estructural de ese proceso, había realidades que trascendían ese solo período y explican el recorrido aún inconcluso de una modernización incluyente. El retraso agrario, propio de una antigua concentración de la propiedad de la tierra que el proyecto modernizador no tocó sino bastante después, no dio lugar a un campesinado medio o una pequeña industria rural, sino que aportó a una acelerada migración campo ciudad, que terminó construyendo anchos bordes de una ciudad popular (marginales, sub-proletarios, callampas o pobladores) y una cantidad importante de actividades económicas pequeñas en sus intersticios (una economía popular). La reforma agraria en los sesenta/setenta buscó enfrentar esa piedra de tope del progreso económico y social.
También el proceso reveló relaciones dependientes con los agentes internacionales. Las exportaciones, como en el siglo XIX, siguieron siendo primarias (cobre). Su propiedad extranjera significó excedentes económicos que emigraron. La tecnología importada aumentaba la productividad puntual, pero desplazaba trabajadores a empleos menos productivos, evidenciándose la falta de una tecnología apropiada, abultando los servicios de baja retribución. Y, mientras avanzaba, la industrialización fue apoyándose en grados de desnacionalización que aumentaron el retiro de excedentes.
La copia de las pautas de consumo de los países ricos, precozmente instaladas en el siglo XIX, entre las clases medias/altas produjeron primero una modernización en el consumo que en la producción. La chilenización y nacionalización del cobre, la participación en mercados latinoamericanos, las políticas de distribución del ingreso, la participación del Estado en proyectos industriales más complejos, expresaron la búsqueda en clave neo-capitalista o semi-socialista frente a estas limitantes.
Esa tensión entre modernización/inclusión se había expresado en la dinamización de la propia industrialización, como salida a la impasse de la orientación de la economía del siglo XIX: Modernización por la vía de las exportaciones primarias: agrícolas y mineras. La pérdida del efecto dinámico del comercio exterior más las guerras, crisis de los años ‘30 y desplazamiento del salitre natural también mostraron las vulnerabilidades y dependencias externas: Flujo de excedente salitrero que había emigrado desde las últimas décadas del siglo XIX como, desde antes, aquel que fluyó a través de las casas comerciales inglesas que controlaron el comercio de exportación-importación.
Pero los problemas se convirtieron en crisis en los años ‘30, porque la sociedad proveniente del siglo XIX ya no podía resolver las dificultades sin considerar la presencia socio-política de otros grupos: empresariado industrialista, grupos medios acrecentados, creyentes en el progreso y la técnica, grupos proletarios más exigentes de derechos sociales y otros que se hacían eco y portavoces de idearios más democráticos e inclusivos. La industrialización apareció, así, como alternativa reactiva y luego programática. Se replanteó, así, en nuevas condiciones la cuestión del orden social y económico que había estado en los albores de la nación independiente, aunque sólo como lucha intra-elitaria, sin pueblo, en medio de los propósitos básicos de generar la chilenidad, y un orden institucional adscrito a fronteras físicas y subjetivas.
En ese terreno largo de las disputas/reacciones hacia una modernización económica con inclusión social son posibles de situar los Programas de Frei Montalva y Salvador Allende. Pero en esa historia es también inteligible la dictadura militar. Representó la idea de que la modernización económica necesitaba suprimir los idearios de la modernización política que habían puesto en cuestión la concentración económica y la propiedad privada. Refundar el orden, por eso el recuerdo de Diego Portales, y de allí las loas al ejemplo de Asia (leído de manera parcial).
Así, la dictadura fue una salida social y política regresiva a los problemas acumulados y a las expectativas sociales generadas. Sobre ese fondo, el neoliberalismo chileno de manera precoz y radical debilitó al Estado desarrollista, providencial y keynesiano que se había ido conformando anteriormente y empujaron la constitución de un nuevo empresariado, no necesariamente nacional, compitiendo en el mercado mundial y al que se le asegurará y ampliará su propiedad (privatización de empresas públicas) y sus campos de inversión (seguridad social, salud, educación, concesiones). Ello significó reprimir la expresión de los grupos que le habían dado legitimidad al anterior accionar estatal.
Ello tuvo como efecto primero, una regresión social y económica radical hasta avanzada la década de los ‘80. Luego, un conjunto de mejoras: Crecimiento sostenido durante un ciclo largo; aumentó tasas de ahorro e inversión; expansión de las exportaciones; dinamización del sector agrícola; equilibrios macroeconómicos. Sin embargo, los problemas acumulados vuelven a establecer puentes con el pasado y son la otra cara de la moneda: Acentuación de la heterogeneidad productiva y tecnológica con desmedrada posición de pequeñas empresas; baja expansión de oportunidades laborales calificadas y seguras; segregación en el acceso a los servicios sociales; fuertes diferenciaciones territoriales y procesos de concentración espacial; gran transnacionalización de la economía y el cobre y retiro de excedentes hacia el exterior; sobre-explotación de los recursos naturales y rasgos de una economía primaria rentista. Un Estado que vocifera libertad económica pero que se torna dependiente de los poderes económicos y del mercado.
Todo ello contribuye a la acentuación de fracturas sociales que se sostienen en un fuerte desequilibrio de poder, estableciéndose una conexión orgánica entre el modelo de crecimiento y la democracia de baja intensidad.
El rol más incluyente del Estado entra en crisis. Demasiado cerca de los mercados y el gran empresariado; demasiado lejos de la sociedad civil y el trabajo; actuando sobre los elementos más epidérmicos de las desigualdades sociales. A ello se le superpone el reclamo indígena de un Estado-Nación mal levantado al desconocer la realidad y territorialidad étnica así como las tensiones con regiones que buscan posicionar la descentralización de manera profunda, recuperando aspectos del proyecto federal derrotado a principios del siglo XIX.
Por Raúl González
Docente y coordinador del Programa Economía y Sociedad de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano
El Ciudadano N°88, segunda quincena septiembre 2010