Y en estas soledades invernales, cuando el viento frío hace palmotear el techo de mi casa, cuando en la calle escucho los gritos de los estudiantes en las marchas, cuando han pasado tantos años desde su muerte; me acuerdo de Ronald, mi alumno revoltoso. Y quizás sería posible rescatarlo entre tanto joven acribillado en aquel tiempo de las protestas. Tal vez, sería posible encontrar su mirada color miel entre tantas cuencas vacías de estudiantes muertos que alguna vez soñaron con el futuro esplendor de esta impune democracia.
Al pensarlo, su recuerdo de niño grande me golpea el pecho, y veo pasar las nubes tratando de recortar su perfil en esos algodones que deshilacha el viento. Al evocarlo, me cuesta imaginar su risa podrida bajo la tierra. Al soñarlo, en el enorme cielo salado de su ausencia, me cuesta creer que ya nunca más volverá a alegrarme la mañana escolar el remolino juguetón de sus gestos.
Porque sería lindo volver a encontrar al Ronald en aquella comuna de Maipú donde yo le hacía clases de artes plásticas en la media luna yodada de los setenta. Y él no estaba ni ahí con el arte, güeviando toda la hora, derramando la témpera, manchando con rabia la hoja de block, molestando a los más ordenados. Mientras yo trataba de enseñar el arte prehistórico mostrando diapositivas. Mientras yo le daba con el arte egipcio mostrando láminas de pirámides y tumbas faraónicas. Y el Ronald, insoportablemente hiperkinetico, aburrido de mi cháchara educativa, lateado, estirando las piernas de adolescente crecido de pronto. Porque era el más alto, el pailón molestoso que no cabía en esos pequeños bancos escolares. El payaso del curso, que me hacía la clase un suplicio, rayándose la cara, riéndose de mi discurso sobre la historia del arte. Hasta que llegué al arte romano, el arte militar del imperio. Entonces, por primera vez lo vi atento, mirando con asco las esculturas de esos generales, los bustos de esos emperadores, y los bloques de esos ejércitos tiranos. Por primera vez se quedó inmóvil escuchando, y yo aproveché esa instancia de atención para meter el discurso político, riesgoso en esos años cuando era pecado hablar de contingencia en la educación. Y el Ronald tan atento, participando, ayudándome en esa compartida subversión a través de la ingenua asignatura de las artes plásticas. Y luego, al terminar la clase, cuando todo el curso salió en tropel a recreo, al levantar la vista del libro de asistencia, el único que permanecía en la sala era Ronald en silencio ¿Y usted que hace aquí?¿Que no escuchó la campana del recreo? Y él sin decirme nada, me miró con esos enormes ojos castaños, estirándome la mitad de su manzana escolar, como un corazón partido que sellaba nuestra secreta complicidad.
Desde aquel día, ese bello despeinado, no se perdía palabra de mi oratoria antimilitar. Oiga profe, me decía para callado, hay que hacer algo para que se acabe la dictadura. Algo estamos haciendo Rony, no se acelere. Mientras tanto, usted tiene que estudiar, dar el ejemplo, y no andar quebrando los vidrios de la inspectoría, ni menos hacerle muecas a la directora. ¿Me entiende? Y allí, en medio del patio pajareado de niños, lo dejaba pensando, rascándose la cabeza rubia que brillaba como una flama limona esas lejanas mañanas de cristal, a fines del setenta.
Poco tiempo me duró esa estrategia de concientizar por medio de la historia del arte. Por ahí algo se supo, alguien escuchó, y sin mediar explicación tuve que abandonar las clases en esa comuna. Nunca más vi a Ronald Wood, jamás supe qué pasó con él en los crispados años que vinieron. Nunca me enteré si también lo habían expulsado de ese colegio al igual que a mí.
Solamente el 20 de mayo de 1986, me llegó la noticia de su asesinato en medio de una manifestación estudiantil en el Puente Loreto. Ese día, recién me enteré por la prensa que Ronald estudiaba para contador auditor en el Instituto Profesional de Santiago, que tenía apenas 19 años esa tarde cuando una maldita bala milica había apagado la hoguera fresca de su apasionada juventud. Ahí también supe que había agonizado tres días con su bella cabeza hecha pedazos por el plomo dictatorial. Casi no hubo funeral, lo sepultaron en secreto para impedir las manifestaciones.
Aun así, por muchos años creí reconocer su risa en las bandadas de estudiantes que alborotan el parque, las plazas, el río y la tarde primaveral. Creo que hasta hoy no me convenzo de su fatal desaparición, y lo sigo viendo florecido en el ayer de su espinilluda pubertad. Tal vez, nunca logre borrar la sombra de culpa que me nubla el recuerdo de sus grandes ojos pardos, aquellos lejanos días de escuela pública, cuando me regaló en su mano generosa, la manzana partida de su rojo corazón.
Por Pedro Lemebel
El Ciudadano