Cuando se habla de violencia en Chile, en el contexto de octubre, último año de la década del diez en este siglo XXI, cabe la pregunta ¿de qué estamos hablando? Podemos hablar de la violencia en singular o existen las violencias en plural. En definitiva ¿qué es lo que vemos, cómo expresamos lo visible? ¿Cómo la explicamos? ¿Por qué aquello que representa un problema social, para algunos, puede ser la solución a un problema para otros? Así, como la guerra es un crimen organizado, y no solamente una forma no pacífica de resolver conflictos como se endulza, el ejercicio de la violencia tiene autores intelectuales y materiales.
La violencia es la diferencia entre lo potencial y lo efectivo, y el espectro de violencia aparecería, cuando por motivos ajenos a nuestra voluntad no somos lo que podríamos ser o no tenemos lo que deberíamos tener, abriendo una explicación para determinar la existencia de las violencias en plural, es decir, el fenómeno de la violencia cultural, estructural y directa, ampliando la explicación de la violencia física más allá del campo de lo visible.
La violencia la podemos definir como el uso o amenaza de uso de la fuerza o de su potencial, abierta u oculta, con la finalidad de obtener de uno o varios individuos algo que no consienten libremente o de provocarles algún tipo de mal físico, psíquico o moral, tal como se expresó con la declaración del gobierno de estados de excepción, emergencia y toque de queda por varios días en Chile con la presencia represiva de militares y policías en las calles de varias ciudades del país. Así, la violencia no es solamente un determinado tipo de acto, sino también una determinada potencialidad, que no se refiere solo a una forma de “hacer”, sino también de “no dejar hacer”, es decir, de negar potencialidad.
Las violencias están presente cuando los seres humanos se ven influidos de tal manera que sus realizaciones efectivas, somáticas y mentales, están por debajo de sus realizaciones potenciales, así lo han sostenido hace años, diversos investigadores por la paz. Entonces la violencia se puede expresar en nuestra economía, si es de subsistencia o no, si se explota a grandes mayorías para beneficio de una ínfima minoría. El 1% de la población en Chile concentra más del 27% de la riqueza. ¿Esto es violencia? Sí, es violencia estructural.
En Chile podemos evidenciar los efectos de siete reformas estructurales en tiempos de dictadura y el impacto que hoy tiene para los chilenos el sistema de pensiones, educación, salud, vivienda, régimen laboral, regionalización, privatización de empresas estatales y transnacionalización de nuestros recursos naturales. Violencia estructural vigente, iniciada desde 1979, cumpliendo este año, en pleno estallido social, 40 años de violencias anidadas y entretejidas, visibles en la violación sistemática de los derechos humanos y expandiendo la lógica de mercado al conjunto de las relaciones sociales y, simultáneamente, la reducción del Estado y la atomización de la sociedad civil como efecto deseado. De estas violencias, Chile despertó y clama por el derecho de vivir en paz.
Pero ¿qué hace o justifica esta situación estructural en el Chile actual? Érase una vez un ‘ladrillo’, que importaron unos economistas chilenos desde Chicago, primero para convencer al candidato de la derecha (1970) y luego a la junta militar (post ‘73) en la necesidad elitista de cambiar la cultura país desde la economía. Una serie de supuestos de carácter ideológico, creencias, teorías o marcos explicativos del pensamiento político y económico neoliberal.
Hasta el día de hoy creen en la concentración de la riqueza como la mejor forma de satisfacer sus necesidades y, aunque parezca paradójico, creen que para el país es lo mejor. Creencia tan incomprobable como ‘la mano invisible’ de Smith. Creencia, postulado, dictamen, política económica, sin embargo, los datos científicos y nuevos enfoques económicos, hacer rato que dicen lo contrario. El ‘ladrillo’ no cabe en la economía circular, ni menos en el desarrollo sostenible.
Las ideas, recetas y políticas de shock que han alimentado la implementación del modelo neoliberal chileno son la más clara expresión de la violencia cultural que perjudica a Chile por décadas. Lo fue también implementar el ‘consenso de Washington‘ para el resto de las economías no adscritas a este recetario que, así mismo, han adoptado y adaptado los últimos siete gobiernos postdictadura. Siete gobiernos que no han podido ni querido transformar ‘el ladrillo’ en material de construcción sustentable para Chile, más allá de los deseos y promesas.
Las movilizaciones masivas pacíficas y los actos de minorías violentas, necesitan una reflexión equipada con otros lentes para comprender y abordar el fenómeno de las violencias, más allá de los discursos oficiales y las imágenes que difunden los medios de comunicación. Lo anterior parece algo de perogrullo, pero lamentablemente no es así. El discurso, que sale de la reflexión de las élites políticas y empresariales, cada vez es más simplista, cortoplacista, contribuyendo a que vivamos en una ‘sociedad del desdén’ o una sociedad del abuso sistemático, del abandono, arrojado cada uno a su propio destino en los márgenes del modelo imperante.
En la sociedad del desdén, donde la cultura del conflicto mal tratado, ha cimentado y hasta sacralizado valores y prácticas como la competitividad en detrimento del potencial de la colaboración; la acumulación de riqueza material, por encima de la riqueza espiritual, afectiva y moral; la racionalidad a ultranza, en desprecio de la emotividad; la preeminencia de los intereses y necesidades individuales, en desmedro de la solidaridad; el abuso de la fuerza como manera de dirimir controversias, en lugar del diálogo y la negociación; la hegemonización de los saberes en contraposición a su democratización; el ser humano como dueño absoluto de la naturaleza, contrario al uso racional de los frutos que nos regala la naturaleza; la exclusión e intolerancia, en lugar de apreciar la diversidad y la cultura de respeto mutuo.
Lo que se naturaliza en Chile, es la violencia cultural que justifica la violencia estructural y provoca la violencia directa. Entonces ¿quiénes ejercen la violencia directa en Chile? En primer lugar, se usurpa la potestad del Estado para convocar a sus fuerzas armadas y policía uniformada con el objeto de reprimir y aplacar a la población. Reprimen a ancianos, violentan a mujeres y niños, golpean y asesinan a ciudadanos indefensos, atropellan a manifestantes en las calles, disparan hacia hogares habitados y en plena vía pública. La violencia cultural la puso el actual presidente Piñera al declarar que ‘estamos en guerra ante un enemigo implacable’, otra de las versiones del ‘enemigo interno’ desempolvado de la doctrina de seguridad nacional.
Este campo de batalla que visibiliza a los actores de la violencia directa, también está poblado por el lumpen, por los soldados de las bandas de narcos, de delincuentes que saquean locales comerciales en un río de peces revueltos. Otro actor que ejerce de manera sistemática violencia directa, son ‘los monos’, células anarquistas, encapuchados, que llevan décadas especializándose en destruir la materialidad que representa al Estado o la propiedad privada de diversa naturaleza, contrarios a la izquierda tradicional estatista. Los anarcos han aprendido con los años a actuar como lobos (disculpando la nobleza de este animal para el ejemplo), ya que ejercen su violencia en solitario o en pequeñas manadas, saben colgarse de las manifestaciones pacíficas para rubricarlas en incendios y destrucción material. Son pirómanos, han aprendido a quemar la ciudad por sus cornisas y saben cómo alimentar de espectáculo pirómano los lentes de los medios de comunicación y las redes sociales. Saben que serán reproducidos una y otra vez.
Lo interesante de la violencia directa en Chile es que han existido casos documentados de uniformados, impostando a encapuchados y, a su vez, en la compraventa de armas con narcos y delincuentes, así como encapuchados incendiando la ciudad con plena libertad y con las fuerzas del orden llegando al lugar de los hechos fuera de tiempo y distancia. Así como en cifras podemos decir que el 1% más rico del país concentra el 27% de la riqueza, graficando la violencia estructural, también podemos indicar que el 1% más violentista del país, destruye un porcentaje no cuantificado aún de la riqueza patrimonial tangible, intangible y humana de Chile. Son cifras que nos abren a repensar ¿qué podemos hacer el 98% de una ciudadanía pacífica, democrática y republicana para llevar a Chile a un equilibrio óptimo, a una paz sostenible?
Contra esas violencias, la gran mayoría de chilenos despertaron acompañados de sus banderas, sus cacerolas, haciendo de éstas una verdadera orquesta nacional, cuyo partido o movimiento vivo es la paz, donde el liderazgo ha sido compartido por una ciudadanía empoderada con ideas y acciones claras. No es cierto que se trata de un despertar apartidista o que no cuenta con liderazgos, lo que ocurre es que no son liderazgos que la élite pueda domesticar o devolver al vaso de agua rebasado.
La ciudadanía organizada en este octubre multicolor, no solamente ha expresado indignación, sino que, articula con claridad, la emergencia de que, a partir del disenso masivo y mayoritario de los chilenos, se deben generar nuevos consensos que exigen unas nuevas reglas del juego en lo político, económico, social y cultural. Desde Arica a Magallanes, Chile insular y antártico de por medio, incluyendo a todos los chilenos en el extranjero, en lo político, vamos por una nueva Constitución Política, en lo económico, nos abrimos a una economía acorde al siglo XXI, circular, creativa, solidaria, innovadora, en lo social, nos manifestamos por el derecho de vivir en paz y, en lo cultural, apreciamos expandir la diversidad inclusiva de una nueva chilenidad.
Como ya lo expresamos en nuestra carta abierta sobre las cuatro dimensiones para una paz sostenible en Chile, sabemos que la construcción de la paz es un proceso dinámico y complejo, no exento de adversidades, crisis y conflictos, lo que, a su vez, nos brinda oportunidades de diálogos y negociaciones en diversos niveles, así como aprendizajes colaborativos e innovadores que maduran en mayor participación, generación de consensos, incorporación de disensos y/o puntos de vista divergentes, favoreciendo espacios para el equilibrio y la sostenibilidad de una democracia viva y propositiva.
Por Rolando Garrido Quiroz y Sergio Salinas Cañas
Miembros del Instituto de Innovación Colaborativa & Diálogo Estratégico (INCIDES).