Adorable vecino

Pareciera majadero, pero siempre enfrento este espacio con cierta premura (qué palabra más siútica)

Adorable vecino

Autor: Wari

Pareciera majadero, pero siempre enfrento este espacio con cierta premura (qué palabra más siútica). Quizás para un escritor, mantener esta columna con cierta dignidad literaria no es fácil. Sobre todo cuando recién instalado frente al compu, mientras garabateo estas letras, me golpea la puerta el vecino porque le afecta la música que envuelve esta narración. Y bueno, me digo bajándola al mínimo, no podría vivir sin música. Pero ahí aparece de nuevo, hundiendo el dedo en el timbre, y con furia asesina me grita que “aunque yo apague esa música, él la sigue escuchando”. Pareciera una frase romántica o un posible tema para otra crónica marucha, así lo pienso apagando mi pobre equipo, que ni siquiera es la súper máquina musical que tienen todos en este país. Y procedo a guardar los cedés de Bola de Nieve, Lucha Reyes o Violeta Parra. Entonces, intuyo que a mi vecino le molesta mi música por mis gustos musicales: Populares, políticos y también de cierta homosexualidad criolla. Si escuchara tecno a reventar las orejas, el tipo podría dormir en paz.

Bostezando y hastiado del hostigamiento, me digo que esta crónica la terminaré mañana, y me voy a la cama para ver una película. Pero esta vez el vecino regresa a patearme la puerta porque no resiste que a esa hora, cuando la gente decente duerme, yo vea “Priscila, la reina del desierto”. Puedo entender sus razones laborales, y parando el video me resigno a coger el teléfono y llamar a alguna amiga desvelada para fantasear un poco. Esta vez, el ogro me grita por la ventana que deje de hablar porque no puede conciliar el sueño. “Como voh soi artista…”, gruñe con los dientes apretados echando espuma. Y recién ahí me doy cuenta que el problema no es el audio. El tipo no soporta mi presencia en el edificio. Y esto lo confirmo cuando al día siguiente lo encuentro en la entrada y se me viene encima para golpearme gritando que no lo dejo vivir con mis ruidos.

“Te voy a sacar la cresta”, me grita a mí que, aterrado, no sé cómo reaccionar frente al monstruo. ¿Qué he hecho? ¿Qué le has hecho, Pedro?, me diría cualquiera que le contara esta pesadilla. Y nadie entendería que la triste respuesta es ser como soy, en fin… existir; sólo eso, existir. Es posible que los odios sobre las minorías en este país hipócrita se guarden bajo la almohada y sólo exploten cuando una situación doméstica los saca a flote. Es posible que, bajo esas risitas políticamente correctas que me soportan en esta ciudad se oculte una homofobia virulenta. Es fácil tolerar a los homosexuales, pero lejos, muy lejos, ojalá en una isla, o en ese gueto de “mafia cruel”, como nos calificó en su tiempo una senadora de derecha acosando a su doberman desde el parlamento.

Es fácil saber que existimos y hacer como que nada, pero constatar que tenemos voz, humor, risa y que algunas escribimos como diosas proletarias, izquierdistas, anarcas y maricones a la vela, no lo pueden soportar. Resulta ser una piedra en el zapato para cualquier vecino conservador de departamento céntrico que no quiere que sus hijos se encuentren en el ascensor con nuestras cejas depiladas.

Por decir lo menos, me sentí doblemente indefenso frente a esta máquina de agresión machista. Nunca aprendí a pelear o dar golpes de puño. Quizás por eso escribo. Y recuerdo la respuesta del artista Juan Dávila al contarle algo parecido: “Tú no necesitas golpear, Pedro, tu cara es un golpe para muchos”.

Después de darle mil vueltas a mi situación de fragilidad frente a la fiera vecina, pensé que este país –por suerte- era otro, que ya el tirano era un polvo maloliente, que la causa gay había logrado derogar el artículo 365 de la discriminación, y aunque me cuesta mucho, me dirijo a estampar la denuncia por amenaza y hostigamiento. Mientras camino por la vereda, me resuenan las palabras de mi madre diciendo: Nunca permitas que nadie te ofenda. Nadie tiene el derecho de golpearte. Si lo permites, toda tu vida de activista por los derechos humanos y esas cosas no habrá servido de nada. Ni siquiera el Premio Anna Setgher, que recibí hace un tiempo en Berlín, como defensor de las causas minoritarias.

Igual, no quería llegar al trámite de la denuncia, y menos seguir el asunto en tribunales. Pero la vida se me dio así. La homofobia es una engañosa peste que se camufla bajo la lengua de un país próspero y democratizado.

Otra vez me asalta el miedo; lo tuve también hace tiempo en Puerto Montt, cuando un tipo me apuntó con una pistola en la Feria del Libro. Por suerte, mis amigos del Frente Patriótico lo redujeron rápidamente. Ahora vuelvo a tener miedo, y ya no es por un torero.

Por Pedro Lemebel

El Ciudadano Nº110, segunda quincena septiembre 2011


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