El 18 de agosto el presidente de Chile, Sebastián Piñera, invitó a los corresponsales extranjeros a un almuerzo en el palacio de La Moneda. La regla era que todo lo que allí se hablara sería “off the record”, o sea, que no se puede citar ni atribuir. Una funcionaria dijo: “El Presidente los quiere conocer”, nada más. Piñera dice no creer en el “off the record”, así que en sus respuestas no incluyó una sola confidencia, ni se apartó una coma del discurso oficial.
Pero como en esos partidos de fútbol en que la TV muestra todo menos el juego, es legítimo contar todo lo demás. Por ejemplo, que a Piñera le dio una rabieta ante una pregunta que le molestó, cuando un reportero le corrigió algunas afirmaciones erradas. Por ello le respondió en un tono amenazante o por lo menos intimidatorio.
Este corresponsal se cuadró el único traje decente que tiene y, antes de ir a la cita presidencial, fue con su pinta de mormón a cubrir una manifestación estudiantil que terminó, como es habitual, con la policía arremetiendo contra los niños. Llegó así a La Moneda, con sus ropas húmedas e impregnadas de gases lacrimógenos y el líquido pestilente que riegan los carros lanza aguas. Tan hediondo que la taxista tuvo que abrir las ventanas de su coche.
Nadie preguntó por el mal olor, de la represión no se habló en el almuerzo, pese a que un policía le hizo tragar el humo de una bomba lacrimógena a un camarógrafo de la agencia Xinhua y a un fotógrafo de EFE le apuntaron un chorro de agua directamente al cuerpo. Inicialmente entraron los camarógrafos, luego los sacaron y les dijeron que debían esperar afuera porque después habría una breve declaración del Presidente sobre los temas más relevantes de la conversación. La mesa estaba servida de acuerdo al protocolo, austera. Vino blanco para la entrada de ceviche y mariscos sobre una especie de guacamole, y tinto para el plato de fondo, carne con un puré que recordaba la polenta, aunque dulzón.
Cuando todo terminó, le pregunté al camarógrafo de TeleSUR qué habían almorzado ellos, porque lo nuestro había estado bien. “Nada”. “¿Cómo nada?” “Nada, nos dejaron esperando allí una hora y media”.
Se me atragantó el postre con la novedad, y pensé en cómo ganarse la enemistad de los camarógrafos, que suelen ser despreciados y son, sin embargo, los dueños de la imagen.
Durante el almuerzo, como es lógico, Piñera hablaba, y yo me preguntaba cómo haría para comer. Más aún, para una persona cuyos almuerzos son todos de trabajo, yo quería saber cómo hace para alimentarse y le observé con atención: Engulle rápidamente, entre pregunta y pregunta. Rápido y eficaz. Así que comió tanto o más que muchos de nosotros, pero al estilo perro, y no probó ni un sorbo del vino que le sirvieron.
Piñera saludó a cada uno de los corresponsales con un apretón de manos, firme y mirando a los ojos. Pero me dio la impresión de que no veía los ojos que miraba. A todos les daba la mano, a todos les decía con firmeza “buenos días”, a las mujeres además les daba un beso, y a unas pocas, las conocidas, las saludó sin la mano. Ni una sola sonrisa o gesto de afabilidad.
A cuatro cuadras de donde ocurría el almuerzo, un centenar de colegiales no pudo almorzar: Esperaban frente a un cuartel policial que liberaran a sus compañeros detenidos por querer marchar en paz por las calles de Santiago. Como se negaron a marchar por donde quería la policía, por calles laterales y escondidas, los atacaron. Eran unos cinco mil los que se encontraron en la Plaza Italia, el punto de celebraciones y protestas de la capital chilena. Cerca de las seis de la tarde, fieles como las mujeres que van a la cárcel los domingos, allí estaban los estudiantes esperando a sus amigos presos, con el estómago tan vacío como el del camarógrafo de TeleSUR.
Qué ajenas están ciertas personas al mundo que los circunda, pensé yo durante ese almuerzo frío en La Moneda, un almuerzo en que no daban ganas de comer. El clima palaciego, formal, sin gracia, chupamedias, intimidante, no favorece el placer del apetito. Pocos días antes estuvimos en la “zona roja” mapuche, en los caseríos de las comunidades que reclaman las tierras que el Estado de Chile les arrebató, comiendo sopaipillas recién hechas en la casa del Lonko, en una ruca llena de humo. Me comí cuatro, acompañadas de un mate enriquecido con yerbabuena y servido, a la usanza mapuche, en una tacita de peltre. Sentados todos, mapuche y winkas, alrededor del fogón, con la bandera mapuche de adorno, sobre el piso de tierra desnuda. Tan lejos y tan cerca.
Compartí otro mate en la cárcel de Temuco, con los presos políticos Mapuche, huelguistas de hambre. Su único alimento desde el 11 de julio. Uno de ellos, Luis Trancal, me contó sus peripecias, sereno, sin aspavientos ni lamentos. Tiene 34 años, ha vivido casi toda su vida adulta clandestino y ahora enfrenta decenas de años de cárcel por presunto terrorismo. Un terrorismo que no ha matado a nadie y al que jamás le encontraron armas. No hay cárcel bonita, menos en el invierno austral y menos aun en este tercer mundo en que vivimos, pero parecía más acogedora esa sala enrejada de la prisión, llena de familias preocupadas y presos empalidecidos pero firmes y amables a su modo.
Mientras los corresponsales le preguntaban al Presidente sobre la cooperación antiterrorista con Colombia, las tasas de inversión, los progresos de la reconstrucción y el robusto crecimiento económico del país, en las calles de Santiago se desarrollaba otro drama más: La ola de arrestos del llamado “caso bombas”. Para quien ha vivido en países donde funciona el Estado de derecho ciertas cosas resultan insólitas. El fiscal a cargo del caso, Alejandro Peña, habló de 60 mil escuchas telefónicas. Ese detalle, presentado como un triunfo, hubiese despertado la alarma pública en cualquier parte, pero no fue tema del almuerzo en La Moneda. Es un tema molesto, que rompe la armonía, como los Mapuche o los estudiantes, o los empleados públicos despedidos.
Sesenta mil escuchas telefónicas son muchas escuchas telefónicas. Es raro que nadie se pregunte qué recursos y personal se requiere para grabar y procesar 60 mil escuchas secretas. Y no son las únicas. En el caso de Héctor Llaitul, acusado de atentar contra un fiscal, se habló de 20 mil. Todo esto recuerda la película alemana “La vida de los otros”, y las masivas intromisiones de la policía política de la RDA en las vidas de sus ciudadanos. Más interesante que la película, sin embargo, es la patética confesión de ex oficiales de la policía política de la RDA acerca de la acumulación de toneladas de datos imposibles de procesar. Es lo que pasa cuando la seguridad se convierte en obsesión del Estado. Es lo que pasa cuando no se confía en el pueblo y se quiere controlar todo y a todos.
A Llaitul se le quiere sentenciar a 103 años de cárcel por la agresión al fiscal y unos incendios. Ni un muerto, recordemos, ni un arma. Esto contrasta con la “pena” infligida al cabo de Carabineros Walter Ramírez: Tres años de libertad vigilada por el asesinato a bala, por la espalda, del estudiante universitario mapuche Matías Catrileo, con un arma del Estado destinada a proteger a la ciudadanía. De eso tampoco se habló en el almuerzo presidencial.
Con el pasar de los días hemos ido conociendo las “pruebas” presentadas contra los 14 peligrosos “anarcoterroristas”. Conversaciones telefónicas que no prueban que alguien quisiera poner bombas, que es al fin y al cabo de lo que se les acusa, sino más bien que se comparten ideas transgresoras. ¿Es ese el verdadero delito que se está reprimiendo? Un programa de TVN, Informe Especial, parece confirmar esta presunción: Quien alguna vez fue combatiente o subversivo, debe arrastrar una culpa permanente, y quien piense diferente al poder, debe vivir con miedo.
Para nuestra sorpresa, uno de los “nidos terroristas” allanados el 14 de agosto, la casa okupa “Sacco y Vanzetti” del barrio Yungay, tiene sus ventanas abiertas de par en par, o mejor dicho destrozadas. Es un predio del Instituto de Salud Pública, ahora liberado de sus ocupantes ilegales. Unos funcionarios del ISP andaban tratando de entrar y tapiar las ventanas, pero dos gruesos candados policiales se lo impiden.
¿Qué se veía por esa ventana? Una biblioteca, dos cuartos llenos de libros, y un mural en que hay una consigna: “La lectura es el arma de la liberación”. De todo eso hay imágenes, basta con ver TeleSUR.
Entre la consigna rebelde y la rebeldía puede haber abismos. Entre los gritos anarquistas y las bombas, también. Pero las palabras pueden dañar a quien las pronuncia, acusarlo, culparlo y condenarlo sin remedio. Hay preguntas peligrosas también, y por eso parece que en los almuerzos presidenciales es mejor atenerse a las tasas de inversión y el precio del dólar.
Por Alejandro Kirk
Periodista
Politika, segunda quincena agosto 2010
El Ciudadano N°86