Por Javier Sandoval
Estamos sufriendo de primera mano los efectos del cambio climático, sequías, lluvias torrenciales, aumento de temperatura, lo que a su vez viene aumentando los riesgos de desastres en zonas rurales y costeras, ciudades y pueblos. Las grandes catástrofes se multiplican, generando un enorme costo social, ambiental y económico, así como un deterioro continuo de la calidad de vida de los barrios, poblaciones y comunidades. Acá el estado en su conjunto viene siendo desbordado por una serie de desastres dichos naturales (inundaciones, incendios, deslizamientos de tierra), en cuyo origen y agravamiento están el modelo productivo extractivista y el modelo de ciudad neoliberal.
Es urgente acelerar el cambio de paradigma del Estado frente a la prevención de desastres y el aumento del riesgo ambiental. Las autoridades están al debe en esta materia, pero ya no podemos seguir esperando que todo venga del nivel central: ¡basta de ser reactivos y complacientes, basta de esa lentitud inaceptable frente a las urgencias sociales y ambientales! .
En el Biobío es hora de crear un modelo territorializado de gobernanza ambiental integral, que incluya conservación y regeneración ambientales, planificación territorial, planes de infraestructura, y gestión del riesgo y emergencia.
Necesitamos sacarle trote al Estado y en particular al gobierno regional. Aquí las autoridades se felicitan pero los fondos públicos fueron saqueados y la gente se enfrenta periódicamente a situaciones cotidianas cada vez más ingratas, inseguras e injustas en todo orden de cosas. ¿Dónde han estado todos estos años quienes controlan el Estado? Ahora frente a las cámaras y los afectados por sus malas decisiones, hablan de prevención y resiliencia, pero sus palabras ya no dicen nada.
La clase dirigente regional ha promovido un modelo de ciudad y territorio hecho a la medida de los intereses empresariales, acallando la voz de los habitantes y reduciendo las atribuciones del Estado. Nunca hubo tanto desarrollo inmobiliario ni tampoco tantos déficit de vivienda. Para asegurar la circulación global de mercancías nos han convertido en una zona de sacrificio ambiental y social. ¿Cuánto afectan las catástrofes a la economía? ¿Cuánto cuesta el enorme gasto en emergencias y reconstrucción? ¿Quién pagará esa cuenta? ¿Quién nos devuelve la vida que perdimos?.
La planificación por cuencas, la gestión del riesgo, los planes maestros como soluciones basadas en la naturaleza, y la restauración ambiental deben dejar de ser adornos y ser pilares de nuestras políticas públicas, ambientales, sociales y productivas. Si defendemos los humedales y los cursos de agua, y los ayudamos a regenerarse, haremos que las ciudades resistan mejor el cambio climático. Si permitimos que la agricultura sustentable y la vegetación nativa regrese, ayudaremos a que la humedad y ciclos del agua disminuyan las catástrofes y las comunidades incendiadas rodeadas de pinos o inundadas en quebradas tengan donde habitar de manera segura.
Luchamos contra la corrupción y contra la inercia administrativa, que reduce la función pública a gestionar emergencias y no enfrentar las causas de los problemas. Pongamos el foco de la inversión pública en la regeneración ambiental, el trabajo codo a codo con la ciudadanía y el resguardo de la infraestructura ecológica. Para remediar el daño producido no nos sirven las medias tintas, el poder de decisión debe volver a la gente y de ahí nace la voluntad política que necesitamos para recuperar la región del Biobío para las grandes mayorías sociales.