Comenzaré de la premisa que todas somos feministas, sin ir en desmedro de ninguna por
supuesto. Pero si somos feministas… ¿somos realmente sororas?. Para adentrarnos en esta discusión, creo que lo más importante es definir primeramente, el concepto de sororidad.
Según la RAE (La Real Academia Española), sororidad significa: “Relación de solidaridad entre las mujeres, especialmente en la lucha por su empoderamiento”. ¿Y cómo podríamos definir empoderamiento? Empoderamiento, según la misma fuente se define como: “Acción y efecto de empoderar”, y a su vez, empoderar
es: “Hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido”.
Sobre la base de lo anterior y desde mi percepción, definiré a una mujer sorora como:“Aquella que es solidaria con otras, que entiende que somos un grupo históricamente desfavorecido, por lo tanto es consciente de la necesidad de empoderarnos a través de la empatía y las acciones colectivas, para alcanzar dignidad e igualdad social”. Con esto no
quiero revictimizarnos, sino partir de una definición para que el concepto de sororidad quede claro desde un principio.
¿Somos mujeres sororas? ¿Realmente solidarizamos entre nosotras? ¿Nos ponemos en los zapatos de otra mujer cuando ella ha vivido alguna situación traumática, incómoda o inapropiada? ¿O finalmente la terminamos juzgando por cómo terminó esa situación?.
Para situarnos desde una perspectiva crítica, y llegar al punto necesario para darle respuesta a las preguntas anteriormente planteadas, haré un pequeño barrido histórico y conceptual. Machismo, es aquella creencia donde el hombre prevalece por sobre la mujer sólo por el hecho de ser hombre, sin considerar capacidades, habilidades o
condiciones inherentes a una persona que no debiesen estar condicionadas por su sexo.
Para mí, y esto lo expresé por primera vez en un conversatorio de género del que fui parte hace un tiempo atrás, el machismo es una enfermedad social. La asimilo en gran medida con el alcoholismo, porque las dos son enfermedades que dañan a una persona y al entorno que las rodea, y mientras se normalicen ambas en un determinado ambiente,
es muy difícil superarlas. No obstante, ambas tienen una gran diferencia, cuando comprendes que eres alcohólica/o y comienzas a rehabilitarte, es mucho más difícil dejar atrás ese hábito que cuando tomas consciencia de que eres machista y quieres cambiar tus prácticas. Pero aunque el machismo sea más fácil de superar, tenemos una marca
histórica que arrastramos día a día.
Nosotras, mujeres del siglo XXI, fuimos criadas en el siglo pasado. En un país tercermundista donde el machismo y el poco acceso a la cultura y las artes predominaban (y aún predominan). Y dicha crianza la recibimos de otras mujeres, porque en la mayoría de nuestros hogares con suerte había un padre “presente”, lo escribo entre comillas
porque criar no significa aportar con una remuneración mensual. Criar es conocer a una persona en su desarrollo, saber qué siente, cómo se desenvuelve tanto en la esfera pública como en la privada, guiar su aprendizaje en todo ámbito no sólo en el académico, sino también en lo social y emocional, y ese trabajo principalmente lo tuvieron las mujeres en nuestro país (y lo siguen teniendo). Pero a pesar de que nos criaron nuestras madres
y abuelas, muchas de ellas bastante empoderadas para su época, se siguieron repitiendo patrones de género, ya que la ausencia de una figura paterna, y los estereotipos nacientes a partir de ésta, también dicen bastante.
Probablemente, a muchas nos limitaron en base a estos modelos desde la crianza: con el uso de vestidos en vez de pantalones, con los colores diferenciadores en relación al sexo, con los típicos regalos de navidad y de cumpleaños que para niñas se relacionaban principalmente con labores del hogar y el cuidado; y para niños con labores físicas o
externas al hogar. Donde muchos/as quizás fueron obligados a usar ropa, colores o a tener ciertos comportamientos.
En definitiva esto nos marcó, nos condicionó, y en cierto modo nos persigue hasta el día de hoy. Sin embargo, puede ser que muchas nos sintamos cómodas con varios de estos patrones en la actualidad. Puede ser que nos guste hacernos las uñas o vestirnos a la moda, pero lo importante aquí es que éstos no se vuelvan una cruz ni una obligación. Ahora eres adulta, empoderada y puedes resolver con qué te quedas de estos estereotipos y con qué
no, porque éstos pasaron a ser una elección basada en tu libre albedrío y no en una imposición. Ahí está tu derecho a decidir y mientras tu decisión no le quite la libertad a otra persona, no hay nada de malo.
Pero, ¿cómo se revierte el machismo cuando venimos de un contexto patriarcal donde ese libre albedrío se ve intimidado, cuestionado y condicionado constantemente? Desde mi perspectiva primero, se debe admitir que estamos insertos en una sociedad machista y a partir de esto, debemos generar cambios en nuestro actuar, en el cómo nos
relacionas con nosotras mismas y con nuestro entorno.
Y es así que como sociedad estamos avanzando en muchas direcciones. Por ejemplo, cuando creemos que no son importantes los estereotipos en los juguetes. O cuando, como profesores/as, instamos a participar más a las niñas de las áreas científicas y a los niños más de las áreas humanistas. O cuando ya no compramos ropa celeste o rosada,
sino del color que a la persona le gusta. O cuando por fin nos ponemos a nosotras y a nuestras emociones como prioridad, entre otras muchas ejemplificaciones en donde se evidencia un avance social importante en igualdad de género, a pesar de que debemos ser conscientes que aún queda mucho más por progresar.
Con la sororidad ocurre exactamente lo mismo, debemos tomar consciencia que nuestras acciones, y la forma de relacionarnos con otras mujeres, tienen un gran impacto en el rompimiento del paradigma patriarcal. La sororidad va entrelazada totalmente con la superación de esta enfermedad social.
Entiendo, que como mujeres que hemos nacido en un contexto machista, sigamos replicando ciertas conductas. Por momentos, es inevitable no hacerlo porque somos personas contextuales, nuestra realidad nos amolda y dicha realidad es desigual. Pero debemos comenzar ya a tomarle el peso a estas acciones.
Una vez que ya somos conscientes de las prácticas que estamos ejerciendo y de la importancia de la real sororidad, vamos también generando un mundo mejor, de apoyo mutuo entre nosotras, para empoderarnos cada vez más y lograr, de una vez por todas, la igualdad y dignidad social. Esto no quiere decir que en ocasiones no seguiremos
replicando el machismo, lamentablemente puede que de forma inconsciente lo hagamos porque no somos perfectas, porque queramos o no, somos parte de la enfermedad, pero lo importante es evitarlo. El contexto nos condiciona, pero no nos determina.
Para ejemplificar lo anterior, y para que no quede duda de las prácticas que debemos intentar cambiar, hice un listado de situaciones en donde podemos promover la sororidad:
Somos sororas por ejemplo, cuando creemos las historias de acoso o abuso sexual que hemos escuchado de otra mujer y le creemos por el sólo hecho de tener el privilegio de escuchar esa historia. Entendiendo que para que alguna de nosotras haya tenido el coraje de contarla, sobrellevando en silencio quizás años esta situación, es porque en definitiva está buscando apoyo, escucha activa y soporte emocional. No debemos cuestionar, sino escuchar abiertamente y denunciar.
Somos sororas cuando apoyamos las crianzas de madres solas sin sostén familiar, creando redes de cooperación y colaboración entre nosotras.
Somos sororas cuando entendemos que la decisión de abortar es de cada una. Somos sororas cuando no cuestionamos el vestir de nuestras compañeras y entendemos, que al igual que los hombres, tenemos el derecho de decidir qué ponernos, cómo y cuándo. Sin caer en los estereotipos, incluso de lo que la sociedad cree que somos las
feministas, y que a veces también nosotras replicamos.
Somos sororas cuando no competimos con otras mujeres. Cuando no envidiamos a nuestras amigas, sino que las admiramos, las cuidamos, las escuchamos y les entregamos tiempo de calidad.
Somos sororas cuando nos alegramos por los logros de otras, sin sentir celos de por medio.
Somos sororas cuando salimos con amigas y luego de llegar a nuestras casas, no nos dormimos hasta que todas hayan avisado que llegaron bien a las suyas.
Somos sororas cuando no nos tratamos de “putas o maracas” por disfrutar de nuestra sexualidad como nos plazca y entendemos que tenemos libre albedrío de tener relaciones sexuales dónde, cuándo y con quién queramos. Y lo que menos necesitamos es reprimirnos entre mujeres y seguir reproduciendo conceptos denigrantes que por años
nos han menoscabado.
Somos sororas cuando nuestras parejas nos son infieles y no culpamos a la persona que estuvo con ellas, sino que a nuestras parejas por no haber respetado nuestro acuerdo de exclusividad, si es que lo teníamos.
Somos sororas cuando al momento de ver algún tipo de agresión, en el contexto que sea, hacia una de nosotras, vamos inmediatamente en su defensa (intentando también resguardar nuestra seguridad) aunque sea que la misma agredida te deje mal o te recrimine por ser entrometida, porque en ese momento, tienes que entender que ella
también está siendo víctima de esta enfermedad social llamada patriarcado.
Estas situaciones son sólo algunos de los ejemplos que nos puede llevar cada día a ser más sororas y respetuosas entre nosotras.
Esta columna es una invitación para todas. Tomemos conciencia de estos patrones y revirtámoslos, porque a pesar que la responsabilidad no es sólo nuestra, hay mucho que podemos aportar para sanarnos como sociedad.
Nos criaron para competir, para destruirnos entre nosotras, pero ya es tiempo de cambiar este paradigma.
Empoderarnos también significa apoyarnos, respetarnos, admirarnos y valorarnos entre mujeres…
Vanessa Rodríguez Pesce. Profesora de Educación General Básica,
Mención en Matemática y Comprensión del Medio Natural.
Universidad de Santiago de Chile.