¿Han notado cuánto tiempo de nuestro intenso y rutinario día invertimos o gastamos en tomar decisiones? Desde las más pequeñas y triviales (como abrigarse o no en las mañanas, luego de ver a un ojeroso Iván Torres que aún profesa la ciencia meteorológica), hasta las más complejas y trascendentes (como decidir el colegio donde matricular a nuestro hijo amado); desde las más económicas (como sentarse en una plaza de barrio de vuelta a casa) hasta las más caras (como cambiar el auto o pedir un crédito de consumo); desde las más íntimas (como reírse o no de un chiste desabrido del Decano) hasta las más públicas (como escribir o no esta columna de opinión).
Como sea, en cada uno de estos casos, tomar decisiones debe ser comprendido como un derecho, una verdadera conquista democrática y moderna fruto del ejercicio libre y soberano de la razón; bien ganada, por cierto, pero, por Dios que agotadora y deprimente resulta en muchas ocasiones. Con todo, por más que nos quejemos, tomar decisiones debe valer la pena, por algo parece más un privilegio de unos pocos y una herramienta desconocida o poco útil para muchos, a lo largo de toda la historia de la humanidad.
En Pedagogía decimos que enseñar y aprender a tomar decisiones es un fin educativo en sí mismo, un fin formativo de alta relevancia. Decimos también que representa el desenlace natural y evolutivo de habernos emancipado de nuestros padres o de los otros adultos, después de sortear con relativo éxito un conjunto de hitos y exigencias que el entorno familiar y social nos impone (pese a que todavía observamos hombres y mujeres que –en el marco de sus relaciones amorosas- aún no caen en la cuenta de este dato histórico). Tomar decisiones representa también el proceso de construcción de pensamiento autónomo en las nuevas generaciones, un pensamiento con incipiente identidad propia, que les permita gradualmente ser capaces de cuestionar y transformar el tipo de sociedad que tenemos, que les permita agrietar y desprenderse de formas de poder y opresión que resultan de la práctica social habitual en que unos imponen a otros formas de pensar, de sentir, de creer, de amar. En este derrotero, en consecuencia, resulta difícil negar que, entre poder tomar decisiones y no poder tomarlas, el desarrollo humano emancipador tiende al sano y legítimo ejercicio de discernir qué nos parece bueno o malo, deseable o indeseable, necesario o innecesario, realista o impracticable, etc.
Probablemente, a la hora de diseñar y defender una educación de calidad ésta debiera ser definida esencialmente por la capacidad de tomar decisiones que gradualmente posibilitemos y potenciemos en las nuevas generaciones, decisiones de racionalidad valórica y de sentido que tengan que ver con sus propias vidas, también con las vidas de los otros, también con la vida de cada uno de nosotros en relación a nuestro contexto social y biológico, en la perspectiva de pensar y recordar el pasado, vivir y valorar el presente, de imaginar y construir el futuro.
Por supuesto que un rasgo no menor de esta capacidad a transmitir y formar a través de la educación es la reflexividad y la dialogicidad con la que se sustenten y vivencien tales opciones y, sobre todo, la necesidad de ser responsable de las consecuencias éticas y políticas de las decisiones que se toman. A partir de dicha responsabilidad se comprende también la necesidad de aceptar las consecuencias de nuestras propias acciones, con la prudencia de quien ha tenido éxito, pero también con la serenidad de quien no ha acertado en su decisión y debe manejar su frustración cuando las cosas no resultan. En este último caso, es bueno recordar que lo que hoy no sirve puede servir mañana y viceversa, eso es lo que llamamos una realidad cambiante e impredecible, esa es, en suma, la realidad más real.
Otros elementos de esta cierta “pedagogía de la toma de decisiones” –como desafío formativo relevante- no pueden fácilmente dejarse de lado. Me refiero, por ejemplo, a proveer de información para tomar decisiones; contar con modelos adultos positivos que saben tomar decisiones (profesores, padres, etc.); reconocer lo importante de lo urgente para priorizar en qué dirección y cuándo tomar decisiones; crear condiciones equivalentes, justas y claras para tomar decisiones en el conjunto de los ámbitos de la vida humana (no sólo en cuánto a la ropa del joven o a qué amigos tener, sino en todas sus dimensiones y diferencias humanas, esto es, lo religioso, lo corporal, lo emocional, el lenguaje, la sexualidad, etc.).
Si sumamos todos los elementos anteriores que describen el valor y la necesidad de educar a las nuevas generaciones en la capacidad de tomar decisiones, estaremos en mejores condiciones de valorar esa frase que mi padre solemnemente me enseñó a mí y que mi abuelo le enseñó a él alguna vez: “si algo te puedo dejar, hijo mío, es educación”. Nosotros precisamos ahora –en tono pedagógico crítico- que lo mejor que podemos dejarle a las nuevas generaciones en términos de educación de calidad es justamente la capacidad para pensar y tomar decisiones, para recordar y tomar decisiones, para soñar y tomar decisiones, para coexistir y tomar decisiones.
En un año de grandes decisiones electorales -decisiones de país, se dice- vale la pena preguntarnos por las promesas de educación de calidad que nuestros y nuestras candidatas formulan:
¿En cuál de los ofertones presidenciales y senatoriales se ha puesto al centro de la educación el desafío pedagógico de formar a las niñas, niños y jóvenes del país en el oficio todavía revolucionario de pensar y tomar decisiones de modo crítico y democrático?
¿Cuándo será dicho y explicitado que el grueso de las supuestas mediciones de calidad, léase SIMCE, PSU, INICIA, evaden el problema crucial de este país de formar en la escuela pública la capacidad de tomar decisiones sobre la base del discernimiento ético y la responsabilidad social?
¿Quién de ustedes, señores y señoras candidatas, le “pondrá el cascabel al gato”, vale decir, ayudará a los padres y madres de Chile a sentir orgullo cuando vuelvan a decir: “si algo te puedo dejar, hijo mío, es educación?”.
Las cosas por su nombre… esa ya es una decisión de entrada.
Por Domingo Bazán Campos
Pedagogo Universidad Academia de Humanismo Cristiano