“La historia que contamos hay que volver a contarla, contársela a otros, contársela a uno mismo para encontrar la verdad y abrir el futuro.”
Revista Ñ
Sorprende hasta el día de hoy que después de las intensas movilizaciones (1983 a 1986) que antecedieron al proceso de transición política en Chile, haya sucedido un período de pasividad y desarticulación tan rápido, profundo y duradero como el que caracterizó a la década de los ’90 y hasta 2006, año en que ocurrió la “revolución de los pingüinos”.
Los movimientos sociales han sido siempre entendidos como momentos decisivos por sus protagonistas y la respuesta más común desde los grupos dominantes ha sido, lógicamente, criminalizarlos en términos éticos y tratar de impedirlos en términos político/jurídicos. Por eso la historia de los movimientos sociales es un campo historiográfico especialmente apropiado para rastrear las conexiones entre historia y política o, a nivel más general, entre las ciencias sociales y su entorno social.
La protesta colectiva fue siempre considerada un delito penal, y extremadamente grave, inclusive hasta recién consolidados los regímenes liberales en el mundo occidental, y hasta el colapso de nuestro orden oligárquico era frecuente y normalizado que la represión a través del uso del aparato coercitivo del Estado se hiciera cargo del malestar y de la protesta social.
Hacia finales del siglo XIX, las viejas interpretaciones ideológicas, al modo de Tocqueville, venerado por las perspectivas liberales, dan paso a otras perspectivas renovadoras, influidas esta vez por la psicología –y el psicoanálisis– como la teoría del contagio emocional, y el estudio del comportamiento de las masas, cuya irrupción en la política levantó una mezcla extraña de esperanza, miedo y asombro, desplazando, en gran medida, al de las elites intelectuales de los movimientos. En los albores del siglo XX y de la mano de la psicología conductista, del funcionalismo, del marxismo y de la historia económica/social, los procesos estructurales (cambios económicos y sociales) y los psicosociales (teoría de la privación relativa) representaron sendos avances en el conocimiento del comportamiento colectivo.
En ese ámbito intelectual ingresan en escena las nuevas ciencias sociales, fundamentalmente la sociología, la antropología, la psicología y la ciencia política, aportando al estudio del conflicto social enfoques mucho más conceptualizados que los usuales en la historia, y ampliando la gama de los hechos sociales susceptibles de ser considerados como formas de conflicto. Quizá si la última gran mutación se fraguó a finales de la década de los ’60, con el incentivo intelectual que supusieron los llamados Nuevos Movimientos Sociales [en adelante NMS], ante los que las teorías tradicionales del funcionalismo y del marxismo estructuralista mostraban insuficiencias explicativas notorias.
En ese ambiente social e intelectual [Movimientos por los Derechos Civiles, Protestas Estudiantiles contra la Guerra de Vietnam] se originaron en Estados Unidos las llamadas teorías racionalistas, que consideraban que la decisión de participar en un movimiento tiene su origen en una acción racional –con una evidente vinculación con el conductismo–, y que eran la capacidad de movilización de recursos y las oportunidades políticas las claves para explicar el movimiento y la forma en que se desarrollaban. Por su parte, en Europa occidental en la década de los ochenta se desarrollaron explicaciones menos estructurales, muy influidas por la psicología constructivista y, en general, por el creciente desapego hacia las técnicas cuantitativas y los análisis estructurales; es la llamada teoría de las identidades colectivas, que convierte a la cultura y las formas de sociabilidad al nivel emotivo/vivencial, si se prefiere, concretadas en la construcción de determinados marcos interpretativos en el eje explicativo central.
Ambas posturas teóricas, “elección racional” e “identidades colectivas”, asumen que los movimientos sociales distinguen, además, dos niveles de acción colectiva: la dimensión manifiesta [protesta, manifestaciones, huelga] y la dimensión latente de organización y comunicación en la base, donde el actor desarrolla su vida cotidiana. También e inevitablemente, en ambas concepciones teóricas, los actores son reducidos, por una parte, a manifestaciones instrumentalistas y, por otra, a manifestaciones expresivo/culturales de la acción social.
Soy de la opinión que, para el caso latinoamericano en general [Ecuador, Bolivia, Colombia] y chileno en particular, debiésemos tener presente el hecho que no es lo mismo usar esas categorías analíticas para estudiar el desarrollo de nuevas formas de acción colectiva, luchas, combates y acciones sociales emprendidas bajo el imperio de las dictaduras militares, en el marco de un modelo de desarrollo agotado y que ha generado un malestar que se expresa con fuerza cuestionando los pilares del modelo y exigiendo cambios estructurales en democracias de baja intensidad, o compararlas con las acciones llevadas a cabo en la Europa post/industrial, cruzada por crecientes procesos de ampliación de las autonomías políticas de la sociedad civil en un contexto democrático/liberal o enfrentada a efectos de crisis del Estado de Bienestar y a la caída de los socialismo reales, o en Estados Unidos donde se desarrollaron luchas por la ampliación de la ciudadanía y por los derechos civiles de las minorías.
Los ayer llamados NMS, su desarrollo y sus manifestaciones en Chile, resultarían incomprensibles y poco significativos si en su análisis no contemplamos la reconstrucción del contexto histórico y social específico que antecede y acompaña su evolución, esto porque al intentar reconfigurar el papel que tuvieron las acciones colectivas y movilizaciones sociales de carácter popular durante la década de los ochenta, en pleno proceso de institucionalización del régimen civil/militar primero y de transición política pactada después, el cuerpo teórico utilizado, en función del problema interpretativo, de contextualización y representación en relación a los NMS, no logra explicar cabalmente las realidades de estos movimientos, dado que es una teoría que no parte del reconocimientos del contexto propio y particular en donde las acciones se desarrollan, dificultando explicar el porqué y el cómo de la acción, en el caso específico de la sociedad chilena, fundamentalmente por la utilización mecánica de cuerpos teóricos que no dan cuenta de las diferencias culturales, de los modos de organización, de las formas ideológicas que comparecen en ellos y de los particulares sustratos sociales e históricos del sujeto popular chileno.
Además, por ser una teorización que no ha estado ajena a las experiencias políticas de los teóricos que las elaboraron y cuyo rendimiento está estrechamente vinculado a concepciones políticas y estratégicas de la forma cómo debía evolucionar el conflicto y la transición pactada a la democracia, privilegiando teórica y prácticamente “lo político” por sobre los factores sociales que pudieran tener este tipo de acciones. Por lo cual, como es evidente, las respuestas dadas por la teoría social, no fueron ni han sido las más adecuadas, no obstante, han resultado en el pasado reciente política y consensualmente eficaces, aunque desde el 18/10 estas perspectivas zozobran a la nueva subjetividad contra/hegemónica que se está fraguando colectivamente y que pone en tela de juicio el modelo de desarrollo y todo su andamiaje ideológico/cultural.
Chile fue uno de los escenarios con mayor intensidad y cantidad de protestas sociales en la década de los ´80. En forma abierta y masiva, a partir de mayo de 1983 y a un ritmo sostenido, las calles fueron tomadas por distintos movimientos. Los NMS, fuertes y vigorosos, creaban plataformas de lucha colectivas mostrando una gran capacidad de organización y convocatoria, un enorme compromiso con los temas sociales y políticos, situación que auguraba el advenimiento de una democracia participativa, robusta y dinámica.
Los NMS que sostuvieron la lucha antidictatorial, y que el discurso de la transición política reconoce como una de las condiciones de posibilidad fundamentales –al menos en sus orígenes– para la propia transición, permitió la confluencia virtuosa de una pluralidad de mundos, tradiciones culturales y políticas. Esta pluralidad se tornó problemática para el modelo neoliberal económico y cultural que la transición política chilena asumió como propio. La administración, profundización, madurez y continuidad del modelo requería de una operación de disciplinamiento de la movilizada sociedad civil.
Recapitulando, durante la dictadura civil/militar irrumpió un vasto y complejo movimiento social/popular con base territorial en las poblaciones populares, notablemente diversificado en sus expresiones organizativas y en su accionar colectivo: ollas comunes, comunidades cristianas de base, comités de allegados, comités de DDHH, talleres culturales, mujeres temporeras, grupos de salud, grupos juveniles y culturales, entre otros. Esta base organizativa constituidas en verdaderas estrategias de sobrevivencia, se masificaron y movilizaron en las llamadas jornadas de protesta nacional entre 1983 a 1986. Las estrategias performativas que adoptaron los diversos grupos de pobladores durante las protestas nacionales llevaron a los actores políticos a interpretaciones divergentes, mientras unos desconfiaban del radicalismo e inorganicidad que exhibían, otros apostaron a convertirlos en punta de lanza de un movimiento insurreccional en ciernes. Los cientistas sociales, específicamente los intelectuales orgánicos, también se dividieron entre los que solo vieron en esos grupos “anomia”, retraimiento comunitario y disolución social y quienes percibían el surgimiento de NMS, viendo en ellos la ruta para la profundización del nuevo sistema democrático que se pretendía construir colectivamente en la post/dictadura.
Las condiciones de la transición política no fueron favorables para la continuidad y desarrollo de esas nuevas expresiones del movimiento social/popular. La movilización electoral, instalada ya con fuerza al finalizar 1986, en función de un cambio institucional “por arriba”, si bien es cierto, catalizaba una expectativa genéricamente democrática, daba preponderancia a otros actores, particularmente a los partidos políticos, a las FFAA y al poder corporativo de los grandes grupos económicos. Del mismo modo, las reivindicaciones de los NMS vinculaban la demanda política con cambios estructurales inmediatos, lo que desde luego no estaba en el itinerario de la ingeniería política de la transición. Ya en el período posterior al plebiscito de octubre de 1988 se pudo constatar una importante desmovilización de las organizaciones sociales y una evidente falta de orientaciones claras para el momento político.
La gestión posterior de los gobiernos de la ex Concertación no hicieron otra cosa que corroborar este propósito matriz, esto es, la transición política se hace “por y desde arriba”. En definitiva, el oficialismo concertacionista de la época y los gobiernos de derecha que le sucedieron, a fin de cumplir su parte en los acuerdos, se han empeñado todos estos años [“no son 30 pesos, son 30 años”] en desmovilizar a la ciudadanía, al pueblo en rebeldía y, de ese modo, contener las demandas identitarias, el diseño y ejecución de políticas redistributivas, las severas críticas a la corrupción como modo de operar -particularmente la crítica va dirigida al maridaje dinero/sistema de partidos políticos-, y las reformas estructurales que pongan fin al modelo económico que ha pisoteado la dignidad de las grandes mayorías.
Ad-portas de cumplirse cuatro meses del llamado “estallido social”, la sociedad chilena está lejos de recuperar su antigua normalidad neoliberal, se apronta a confrontar un año complejo, capaz de fijar las coordenadas de las próximas tres décadas, y el desafío una vez más como en los ochenta, es si la salida hacia el nuevo pacto social, será desde y con los de abajo o, como atávicamente ha ocurrido en la historia nacional, “por arriba” y quedando inmune los victimarios del estallido social más importante de las últimas décadas; ojalá hayamos aprendido del pasado, para mirar con optimismo el presente y el futuro cercano.
Por Antonio Almendras
Historiador y Cientista Político