Al igual que los derechos humanos, la democracia debemos entenderla como un concepto integral. En numerosas ocasiones se reduce a una expresión de carácter netamente político ignorando otras variables. Aunque existan elecciones, que se cuenten los votos con la máxima pulcritud, se formen gobiernos a partir de esos resultados, etc., no pasaremos de una formalidad en tanto no tengamos en cuenta dos cosas. Primero, que en demasiadas ocasiones esto no pasa de ser un ejercicio formal cuando el poder real está en otro lugar. Y pienso, fundamentalmente, en los poderes económicos que a través del mercado “libre” como de ciertas instituciones (como el FMI o el BM) determinan las políticas nacionales ignorando la opinión pública mayoritaria, el bien común o los propios intereses nacionales, por no hablar de los programas electorales de los partidos. Esto, al menos para grandes áreas de nuestro mundo, es un dato incontestable. El poder financiero mundial es hoy, en gran medida, la expresión del poder real y efectivo y, desde luego, no es democrático: ni es elegido, ni se dirige a la sociedad ni persigue su bienestar. Esta tendencia se ha intensificado en los últimos 30 años.
Segundo, democracia política sin democracia económica, social o cultural es una democracia amputada, de muy baja calidad. Son componentes fundamentales para poder decir que vivimos en una sociedad democrática. Algunos autores han defendido la idea de que solo a partir de un determinado nivel de renta las sociedades pueden organizarse de forma democrática. Es decir, que los considerados pobres no pueden aspirar a la democracia. Es esta una visión bastante reaccionaria pero es que además, en sociedades supuestamente ricas, las grietas de lo que llamamos democracia pueden ser ingentes: la influencia determinante de los poderes económicos, la corrupción, los lobbies, etc., incluso el racismo, la xenofobia, la violencia organizada, constituyen todos ellos indicios de la fragilidad de lo que llamamos democracia. Por otra parte, es igualmente discutible que la introducción del mercado y el logro de determinados niveles de bienestar en una sociedad conduzcan per se, casi de forma inevitable, a una democracia liberal de estilo occidental. Hay más factores en juego.
Hay que ser cuidadosos. Hemos atestiguado, por ejemplo, una estrategia de traslación sistémica a entornos socio-culturales (imposición de las instituciones y mecanismos de una democracia liberal) que a veces confronta con una determinada civilización y cultura propias. Este factor es también importante. Creemos que todo pasa como en Occidente y no siempre es así. “Dos personas pueden dormir en la misma cama y no compartir el mismo sueño”, dice un refrán chino. Es aplicable en este caso. Tenemos casos dramáticos en los que ese empeño no ha tenido otro resultado que la inestabilidad, el caos, la pobreza y la destrucción, en suma, estados fallidos cuyo futuro se antoja problemático. Y quienes lo padecen son las sociedades locales.
Igualmente, podemos hablar de otro fracaso cuando la restauración democrática ha ido acompañada de políticas económicas que, por ejemplo, han diezmado el gasto público, aumentando la pobreza material de la gente. Esto se ha visto mucho en América Latina, donde las privatizaciones y otros fenómenos incrementaron la desesperación social. Esto abunda en la idea de la integralidad de la democracia porque esa contradicción entre las dimensiones política y socioeconómica refleja una quimera que puede dar lugar incluso a pasos atrás cuando la legitimidad electoral es insuficiente frente a la legitimidad cívica que viene determinada por la no adopción de políticas orientadas al bien común. En este contexto, la democracia se convierte en una coartada para hacer pasar por legítimas políticas que de otro modo podrían ser más contestadas.
La democracia es un proceso. Para muchas sociedades, la prioridad es la subsistencia económica e incluso física cuando se vive inmerso en la violencia que asola numerosas realidades. También cultural, en el que influyen factores como las creencias religiosas que determinan la significación de las responsabilidades sociales e individuales, tan decisivas, por ejemplo, en el comportamiento ante la corrupción, un fenómeno clave en el deterioro democrático.
En la democracia, tan importantes son las políticas orientadas hacia el bien común como la participación social o igualmente la selección de las élites. En el Occidente liberal se ha conformado la idea de que la combinación de pluralismo y la competencia electoral garantizan la soberanía popular y la legitimidad. La eficiencia de cualquier sistema político debe establecerse por su capacidad para propiciar desarrollo, libertad y seguridad a las amplias capas de la población. Ahí radica buena parte de una credibilidad muy cuestionada. El nivel de desafección civil en Occidente y la valoración de los respectivos gobiernos nos indican que la democracia se desangra y que requiere más autocrítica que autocomplacencia, anomalías que no se reparan simplemente señalando a otros.
Por tanto, más que alardear procedería una profunda autocrítica sin necesidad de recurrir a señalar con el dedo a un hipotético “enemigo” para blindar el liberalismo democrático como supuesto mal menor. Por el contrario, lo que procede es una profunda catarsis que haga inventario de los mecanismos que refuerzan la incompetencia sistémica y que deberían permitir una mejora sustancial de la calidad de una democracia que hoy se encuentra en horas bajas. Tanto nos refiramos a la baja fiabilidad de los líderes en las democracias occidentales, producto en buena medida de la crisis de los partidos políticos, como a la orientación oligárquica de las políticas que promueven.
Esa misma autocrítica habría que extenderla a nuestro proceder internacional, reconociendo los límites trágicos de operaciones de “libertad duradera” promovidas a sangre y fuego en los últimos años y que han derivado en dramáticos desastres.
Por Xulio Ríos
Director del Observatorio de la Política China.