En estos días en que la elite chilena discute acaloradamente acerca de la libertad de prensa, aparece con fuerza el espectro que acompaña a este ciclo político desde sus inicios: la hipocresía. Su aparición es fantasmal, no se muestra directamente, pero su sombra aparece detrás de cada una de las palabras que conforman el guión de los personajes que dramáticamente, cuál más, cuál menos, defienden hoy la libertad de expresión.
La acción de la Presidenta Bachelet no solo es un craso error político del cual saldrá, inevitablemente, peor de como entró, pasando a la historia como la única Jefa de Estado en democracia que se ha querellado contra un medio, es además y sobre todo un gesto cargado de hipocresía política.
La primera de las hipocresías, que es la más notoria, es tal vez la menos importante: aquella insistencia gubernamental de que la ciudadana Michelle es quien interpone la querella, aunque dé como domicilio el Palacio de La Moneda y sea su ministro vocero quien explica esta esquizofrenia en los patios de la casa de Gobierno. Igualmente hipócrita es citar a un punto de prensa en París –la ciudad donde hace 225 años, tras la Revolución, se consagró constitucionalmente la Libertad de Prensa–, dispuesta a defender el derecho a querellarse contra la prensa y sostener el compromiso con la libertad de información, para una vez más no aceptar preguntas de la prensa.
Mucho más importante y, por lo mismo, agravante en hipocresía, es ver a la actual clase gobernante protestar contra un tipo de medio y un tipo de periodismo cuya existencia se explica en gran medida por las políticas de comunicación estatales que desde 1990 en adelante llevaron a cabo de manera militante y tajante los cuatro gobiernos concertacionistas. Desde entonces las políticas públicas de comunicación han tenido un clarísimo objetivo: privilegiar a las corporaciones mediáticas, debilitar a la comunicación comunitaria, anular los medios públicos y así delimitar la pluralidad.
Estos privilegios se materializaron de diverso modo, por ejemplo, desregulando la concentración de la propiedad, permitiendo la consolidación de oligopolios mediáticos comerciales, pero, a la vez, prohibiendo por ley el crecimiento de los medios comunitarios y manteniendo a raya, vía Constitución, a los medios públicos (ver art. 19 inc. 12).
Una de esas corporaciones mediáticas que ha gozado de todo el privilegio de las políticas públicas concertacionistas es Copesa, dueña de la revista Qué Pasa. Y no solo con leyes, también con platas del fisco directo a la vena editorial de estos medios escritos. El avisaje estatal privilegia desde 1973 a Copesa y El Mercurio, y eso no cambió con la Concertación.
De los miles de millones de pesos que anualmente se destinan a la prensa escrita vía publicidad estatal, el 30% va al Grupo Copesa. Vale la pena, en ese sentido, releer el Informe de la Comisión Especial Investigadora sobre Avisaje del Estado que se constituyó en la Cámara de Diputados, para hacerse una idea de la magnitud de los montos con los cuales el Estado de Chile subvenciona desde 1990 a los grupos Copesa y El Mercurio, los mismos que en septiembre 1973 fueron autorizados, mediante el bando número 15, a circular de manera exclusiva en el territorio nacional, sin competencia (igual que ahora).
Aún más hipócritas resultan las palabras del ex Presidente Piñera defendiendo la libertad de expresión. Su gobierno dio uno de los golpes más duros contra la libertad de información en democracia, al hacer lo que ningún gobierno democrático ha hecho en Chile: cerrar el diario La Nación a modo de vendetta política. Se suma a este desfile de dobles discursos el Colegio de Periodistas, que en vez de condenar sin titubeos la acción absurda de la Presidenta, minimiza el hecho señalando que la acción penal “no es el mejor camino”, como si no fuera el peor de todos.
Pero el summum de la hipocresía recae en la revista Qué Pasa, que hoy enarbola la bandera de la libertad de prensa cuando su historia editorial engrosa la lista de la infamia periodística nacional por su papel en dictadura. Basta recordar algunas portadas suyas, como aquella que muestra al General Arellano Stark, criminal jefe de la Caravana de la Muerte, a portada completa, titulando: “General Arellano: la seguridad asegurada”.
En medio de todas estas hipócritas rasgaduras por la libertad de expresión, nadie recuerda que en nuestro país los periodistas y directores del periódico El Ciudadano, Bruno Sommer Catalán y Sebastián Larraín Saá, fueron condenados a tres años y un día de cárcel por el delito de injurias graves con publicidad, querella interpuesta por el ex diputado Miodrag Marinovic. Actualmente ambos se encuentran firmando mensualmente en el Patronato de Reos, como cualquier delincuente. El caso está siendo analizado por la Corte Interamericana, pero ni a la Presidenta, ni a Piñera, ni a Copesa, ni a la Concertación o a la derecha les preocupan en absoluto estas condenas por injuria contra periodistas, ejemplo extremo de ataque a la libertad de prensa.
Pase lo que pase judicial y políticamente con el caso Bachelet vs. Qué Pasa, el sistema de medios chileno no cambiará si no cambia el marco jurídico que lo sostiene y, en primer lugar, la Constitución. Mientras eso se mantenga inalterable, seguiremos viendo cómo los gobiernos se enojan cada tanto con los mismos medios que financian generosamente y protegen jurídicamente.
Entretanto, detrás del escenario de la hipocresía, la otra comunicación, aquella no subvencionada por la elite político-empresarial, se consolida día a día a pesar de las dificultades legales, económicas y políticas que enfrenta, apostando por proyectos periodísticos que sintonicen con una audiencia también cansada de tanta hipocresía.
* Columna publicada en El Mostrador, 7 de junio de 2016