Concluyó la anestesia olímpica y ahora se viene la dura realidad. La fecha de la destitución definitiva de la Presidenta Dilma ya fue marcada para el 25 de agosto. A partir de ese día se consolida en Brasil el estado de excepción que impera hace más de tres meses. A pesar de que existe un complejo e interminable debate jurídico y político sobre los requisitos que debería poseer un estado de excepción, algunos aspectos de las circunstancias concretas permiten afirmar que Brasil instauró dicho estado desde el momento en que el Congreso decidió aceptar la acusación que apartó de sus funciones a una mandataria electa democráticamente por la mayoría de la población.
Durante las Olimpiadas las jornadas de protestas no fueron tan significativas como se esperaba. En parte, porque el gobierno ilegitimo previendo lo que podría suceder en un escenario de mayor exposición y visibilidad de los movimientos sociales ante la prensa internacional (teoría de la oportunidad política), montó un vasto operativo –convocando incluso a la Fuerza Nacional de Seguridad- para impedir que las manifestaciones crecieran paralelamente a las competencias. La presencia masiva de militares en las calles, plazas, parques y recintos deportivos, le imprimió a Rio de Janeiro un sello de control panóptico y ostensivo de sus habitantes. Los uniformados se encontraban en todas partes en actitud de vigilancia permanente, dando la impresión de un país en escenario de emergencia o peligro inminente.
El estado de excepción se presenta como un dispositivo legal de aquello que no puede tener una forma legal, que se sustenta en un subterfugio que contradice y niega la Constitución y las leyes de la república. El estado de excepción representa una interpretación antojadiza o arbitraria del propio ordenamiento jurídico que han definido el conjunto de actores de una nación. Es el caso la prohibición de manifestaciones en los estadios o recintos deportivos durante la realización de los Juegos Olímpicos, con la detención en el acto de quienes portaban carteles o camisetas contra el presidente o el gobierno interino.
De hecho, la administración de Michel Temer ha ejercido hasta ahora bajo el manto de sus plenos poderes para eliminar ministerios, secretarias, exonerar miles de funcionarios públicos y promulgar una larga serie de decretos y resoluciones con “fuerza de ley” para imponer en el país un proyecto de reformas para la superación de la crisis a partir de la supresión de garantías sociales y que atiende visiblemente a los intereses de los grupos empresariales nacionales y extranjeros, colocando en riesgo los avances conseguidos en las políticas sociales durante la última década.
Después de la destitución definitiva de la presidenta Dilma, la agenda que se impondrá va a implicar la instauración de reformas impopulares y regresivas, como es el caso de la eliminación o disminución de muchos programas sociales (Bolsa familia; Minha Casa, Minha Vida; Sistema Único de Salud; Farmacia Popular, Universidad para Todos, etc.), las nuevas leyes de tercerización y flexibilización, la extensión de la jornada laboral o los cambios que se pretenden incorporar al sistema de previsión social.
En su principal arremetida contra este último, el gobierno Temer quiere aumentar la edad mínima de jubilación y modificar los tipos de beneficios por muerte, asistenciales o para adultos mayores y deficientes de baja renta. En el caso de la modificación de la edad para jubilación, el proyecto propone subir el mínimo de 65 para 70 años entre los hombres y de 60 para 65 en las mujeres, siempre que existan más de 15 años de contribuciones a un fondo previsional. Aún más, el gobierno interino está proponiendo aplicar la desvinculación del reajuste de los beneficios al piso del salario mínimo, con lo cual resulta bastante previsible que si los miembros del equipo económico definen los reajustes por debajo del nivel de la inflación, el poder adquisitivo de los jubilados va a ser cada vez menor. Utilizando el argumento falso con respecto a la falencia del sistema previsional, la actual administración va a cargar el peso del ajuste sobre la espalda de los trabajadores y los jubilados.
El carácter impopular e ilegítimo del gobierno Temer refuerza por tanto la tesis sobre el urgente e imprescindible antagonismo contra dicha orden, pues se encuentra suficientemente consagrado el axioma de que si los poderes públicos violan los derechos garantizados por la Constitución, la resistencia a la injusticia y al atraso no solo es una prerrogativa sino que también es un deber de todos los ciudadanos. En el caso de Brasil, la rebeldía se impone como una acción ineludible para recuperar la convivencia democrática y la protección social conquistadas con mucho esfuerzo hace más de treinta años.
Después de la tregua impuesta por las Olimpiadas, ciertamente la mayoría de la población volverá a tomarse las calles en defensa de la democracia y de los derechos humanos, sociales y laborales. Esta lucha representa una oportunidad para que el pueblo brasileño asuma con dignidad el protagonismo para derrotar a las fuerzas golpistas y participar decididamente en la construcción de un país más justo, inclusivo y soberano.
Fernando de la Cuadra, doctor en Ciencias Sociales. Editor del Blog Socialismo y Democracia.