¿Qué está pasando en Chile? Está pasando de todo. Dos ejemplos claros son que se pretende formular una nueva Constitución Nacional, y que están siendo enjuiciados muchos poderosos, culpables de robar y engañar a todos los chilenos. Pero al mismo tiempo es como si no pasara nada: los mismos personajes gobernando y legislando, y junto a ellos los mismos grandes empresarios abusando del país y sus gentes. El hecho de que estos políticos y empresarios que llevan tanto tiempo en el poder nos roben y nos engañen es muy grave, pero no es lo más grave. Esos robos y engaños son síntomas de una enfermedad mucho mayor: la profunda estupidez del cortoplacismo que sigue hoy en día destruyendo los recursos naturales del país y la vida de las personas que lo habitamos, poniendo en serio riesgo las posibilidades de un futuro saludable para Chile. Si seguimos con la industrialización destructiva de nuestros bosques, nuestros valles y nuestras costas, de aquí a un tiempo podremos saber bien lo que es la pobreza y la desestabilización social.
Sin embargo, todo indica que se ha llegado a un punto crítico en el que ya la mayoría de los chilenos se ha dado cuenta de que hay que hacer un cambio radical. Como país hemos adquirido una experiencia única en materias políticas y sociales: fuimos pioneros con el triunfo democrático del marxismo, vivimos luego la decepción y el miedo de la dictadura militar, y fuimos de los primeros en el mundo en adoptar una estrategia capitalista neoliberal que hoy por hoy rige en casi todos los países del planeta. Es muy posible que ya estemos preparados para darle un nuevo vuelco importante a nuestra historia: una Constitución que permita un recambio profundo de los actores políticos y en la que quede muy claro que el país debe pensarse a largo plazo (y, agregaría yo, con el respeto y la inteligencia como conceptos fundamentales, en lugar de la competencia).
El gobierno de Chile acaba de avanzar en la concreción de un acuerdo económico con EEUU y otros países (el denominado TPP) para que las megaempresas, principalmente norteamericanas, puedan tener más entrada en el país y sus riquezas. Esto es –si nos interesa el bien de Chile más que el de dichas empresas– una gran estupidez, es la misma lógica monopolizadora que se presta para el abuso, pero ahora con énfasis en beneficiar a grupos gringos. Parece un chiste, pero es algo que está ocurriendo ahora mismo. ¿Cuánto le debe este gobierno (o la coalición que gobierna Chile) al gobierno o la coalición norteamericana? No podemos saber bien qué otras cosas están en juego fuera de lo expresado en el discurso oficial, porque estos son asuntos que los políticos y diplomáticos tratan con suma discreción, aunque muchas veces sean obvios. Esta es otra razón por la que debe haber un recambio de la mayoría de los políticos chilenos, para que pasen a dirigir el país personas que no lleven tanto tiempo en negociaciones con Estados abusadores (como el norteamericano) y/o grandes grupos económicos, que son los abusadores por antonomasia.
Pero más allá de los presumibles compromisos de nuestros políticos con poderosos extranjeros, lo que esta clase de tratados muestra es la estrategia que hemos adoptado en estos tiempos: la estrategia de vivir lo más flojamente posible, cediendo nuestros territorios para que otros extraigan los bienes naturales y rogando para que después no disminuyan los puestos de trabajo, al tiempo que le bajamos los impuestos a sus productos, para que los chilenos compremos productos extranjeros (casi siempre manufacturados en países explotados), desmotivando al mismo tiempo nuestra propia producción. En definitiva, esta clase de tratados son atentados evidentes contra la autonomía de cualquier país, de manera que es necesario que el Chile determine, cuanto antes, rechazarlo, porque es evidente que lo mejor es potenciar la producción local, pero no para exportar, sino para que sea mayoritariamente consumida acá, por nosotros mismos (hoy las mejores frutas, por ejemplo, van casi todas al extranjero, mientras nosotros nos contentamos con manzanas harinosas y plátanos traídos de países más pobres).
Porque lo que se impulsa con este tratado es justamente lo que ha dado origen a uno de los grandes problemas del país: el apostar a vivir principalmente de nuestros recursos naturales, vendiéndolos barato u cobrando impuestos a los que estén dispuestos a hacer la inversión para extraerlos o producirlos. Es la famosa privatización de los recursos naturales, una estrategia que puede ayudar en tiempos difíciles (aunque lo dudo), pero que es a todas luces una idea nefasta para fundamentar una nación, porque los dueños concretos del territorio y las riquezas pasan a ser particulares que optan por su propio beneficio en lugar del bien común (les importa un huevo el país, ellos pueden vivir donde quieran). Así empiezan a llegar grandes compañías, nacionales y extranjeras, que intervienen irresponsablemente muchas zonas del país y piden las mejores condiciones posibles para hacer más y más rentable su negocio extractivo, productivo o comercial. Y acá es donde aparecen la mayoría de los políticos, que empiezan a tener como gran preocupación la protección de estas grandes empresas (en algunos casos, empresas de propiedad de los mismos políticos o de “amigos” suyos), al tiempo que van recibiendo de ellas “apoyo” económico para ser elegidos nuevamente y así mantener el poder. Evidentemente, no todo lo que se ha hecho en estos gobiernos democráticos es nefasto, pero a estas alturas ya han debido negociar demasiado, y se han convertido cada vez más en parte del mismo grupo con el que antes debían negociar. Es hora de que se vayan, es hora de que gobiernen y legislen personas con las manos limpias. Chile está lleno de gente inteligente, honesta y bien intencionada que puede tomar el lugar de la nefasta sociedad de políticos que ejerce hoy.
En este contexto Chile tiene en juego, entre otros, tres elementos de gran relevancia: la inteligencia, la autosuficiencia y la economía nacional. Los políticos y empresarios, para permanecer en el poder y sostener sus negocios, apuestan a la “estupidización” de las gentes (no por casualidad suelen ganar los políticos que ponen más y más grandes carteles); apuestan a una dependencia social del Estado y sobre todo de las grandes empresas; y apuestan, finalmente, a una “economización” de todo lo humano y natural que hay en el país. Pero es evidente que lo mejor para el país es el camino contrario: desarrollar tecnologías y manejos inteligentes de nuestros recursos (así como de nuestras vidas individuales); fomentar la independencia, tanto del país como de sus regiones e individuos; y humanizar la economía, pensarla de un modo más orgánico y no como una herramienta de miedo al servicio de los grandes empresarios y los políticos.
Debemos, por ejemplo (y urgentemente), repensar la lógica de la publicidad electoral. Se gastan millones de millones en carteles que no muestran más que los rostros sonrientes de los candidatos, en lugar de expresar ideas. Además, ya sabemos muy bien que es en esta fase publicitaria en la que muchos políticos se venden a los empresarios, que les financian las campañas a cambio de medidas que les sean favorables. Debería prohibirse todo cartel, salvo en lugares especialmente dispuestos para ello, y en esos lugares, así como en otras plataformas, debería predominar el contenido de las propuestas políticas en lugar de las dichas sonrisas. Porque es bien sabido que, después del miedo, no hay mejor modo de controlar a las masas que a través de la ignorancia. Y en estos tiempos de tecnología y conectividad exacerbadas, se suma como vehículo de ignorancia el arte de perder el tiempo en la contingencia noticiosa y la extensísima variedad de “entretenimientos” que se nos ofrecen a diestra y siniestra.
Pero decíamos que hoy está pasando de todo: muchas mineras están contaminando nuestros ríos, estropeando los delicados ecosistemas naturales y enfermando a muchos chilenos que viven valle abajo. Muchas pesqueras están destruyendo nuestros fondos marinos, agotando los peces y desplazando a los pescadores artesanales, mientras las salmoneras destruyen riquísimos ecosistemas submarinos con sus antibióticos. Muchas tierras están siendo devastadas por las plantaciones de pino y eucaliptus, secando las napas subterráneas, matando muchos ecosistemas y dejando sin agua a pueblos completos, en un proceso cada vez más difícil de revertir. (Varios países en el mundo han vivido la desertificación por el mal uso de sus tierras. Algunos hoy sufren de sequías y sus mil derivados, mientras otros han optado por reforestar con bosque nativo para recuperar los territorios y así poder usar de un modo sustentable una porción de sus tierras con cultivos medianos y diversos. Pero acá en Chile la ignorancia sistemática ha hecho que no sepamos reconocer la diferencia entre un bosque y una plantación de árboles para producir glucosa y chips. Y junto a la ignorancia está la pereza, la pereza de quienes han preferido plantar árboles que crecen solos en ocho o doce años, en lugar de mantener porciones de bosque nativo y trabajar la agricultura con procesos anuales, que requieren de mucho más trabajo… Cuando lo que siempre falta es trabajo.) Dicho de otro modo: Chile está siendo explotado por particulares (chilenos y extranjeros) para abastecer de materias primas al mundo, en desmedro del país mismo, haciéndole un daño importante tanto a su gente como a la vida silvestre, contaminando y agotando los ecosistemas. Y en esta misma lógica entran las hidroeléctricas, grandes negocios (de privados) de producción de energía mediante la inundación de territorios y la seca de ríos, gracias a la privatización de las aguas.
Por otro lado, hoy estamos una vez más realzando el nefasto tema de las “clases sociales”, cuando cualquier persona puede darse cuenta de que las clases sociales no existen: son un invento de los acomodados. Ahora, hablar de “clases sociales” es el primer paso para creer que existen. Y una vez que parece que existen, empieza la “identificación de clase”. Que la alta, que la baja, que la media. Y las teleseries y las noticias y los políticos tienden a reafirmar estas falsas identificaciones. ¿Por qué? Porque con la identificación de clase se fortalece la estructura desigual en la distribución de las riquezas.
En una sociedad tan desigual, con una brecha socioeconómica como la que tenemos nosotros, es esperable que haya delincuencia a pequeña escala. ¿Y qué está pasando hoy? Al desenmascararse tanta delincuencia a gran escala (tema del que hemos aprendido bastante en la última década, en buena medida gracias a la reforma procesal penal y la buena labor de algunos fiscales), es decir, delincuencia de cuello y corbata, aumenta también la rabia de los desplazados y la delincuencia a pequeña escala, lo que provoca a su vez la paranoia de la población (muchas veces fortaleciendo la identificación de clase, tanto entre los robados como los que roban) al tiempo que el delito, el robo y el engaño van instalándose como prácticas transversales de nuestra sociedad. Y lo peor es que cuando un grupo de poder no quiere soltar el poder, esta tensión paranoica puede resultarle finalmente cómoda, porque surgen temas muy importantes para discutir y combatir: que la delincuencia, que la pobreza, que el trabajo, cuando el origen de todos estos problemas tiene que ver con la manera en que se está pensando el país, que promueve la ignorancia y el maltrato constante a la población a través de un beneficio absurdo a las grandes empresas, en desmedro del propio pueblo de Chile. Entonces hay descontento, frente a lo cual los grupos de poder usan las fuerzas públicas para mantener a la población a raya. Le dan mayores atribuciones a carabineros y castigan más duro a quienes no acaten los dictámenes de los poderosos, logrando así instalar luchas de protestantes contra carabineros, luchas concretas del pueblo contra el pueblo, luchas que no tienen ningún sentido, pero que resultan muy beneficiosas para los poderosos, que nunca desprecian algún grado de inestabilidad, porque eso significa una población más sumisa producto del miedo, miedo a la pobreza, a ser estafado, a ir preso…
De vuelta a la democracia el país pretendió mayor “movilidad social” a través de la educación, pero la privatización también se ha hecho presente y la educación ha venido transformándose cada vez más en un negocio que desvirtúa el sentido de la educación, o la culturización. No es casual que el movimiento social más grande de las últimas décadas sea el que empezaron los estudiantes secundarios, movimiento que empieza con un descontento general y que durante su desarrollo le ha mostrado al país que esa famosa movilidad social suele quedar estancada en las deudas económicas que contraen los estudiantes y sus familias. Y entonces de vuelta al tema de las clases sociales.
Y como si esto fuera poco, los propios políticos no se arrugan al hablar de una “clase política”, aunque sea muy claro que de ese modo rigidizan el desarrollo social y el recambio en los puestos de poder. La pregunta es: ¿de qué “clase” me están hablando? Clase de pedantes, clase de corruptos, clase de necios cortoplacistas. Quieren hacerle creer al país que ellos son una clase diferente, que pertenecen a ella desde que nacieron y para siempre. Es una burla violenta, cargada de un autoritarismo perverso, tan grande y evidente que para muchos resulta inadvertido.
Y es que los grupos políticos que (¡afortunadamente!) negociaron el final de la dictadura militar, han seguido en el poder hasta hoy, un cuarto de siglo después. Y es sabido, desde hace varios siglos, que la permanencia en el poder es nociva tanto para los que ostentan el poder como para los pueblos gobernados. Salvo en casos excepcionales, la permanencia en el poder genera una adicción patológica: es la fama, el dinero y, en fin, el poder mismo, lo que enloquece. Los poderosos se convencen de que son personas muy especiales, superiores: ven sus caras en los diarios, sienten el reconocimiento de la gente, están siempre haciendo cosas importantes, y esto hincha sus yoes (sus egos) de un modo enfermizo, resultando muy difícil luego el desinflarlos. Por eso no quieren salir del poder: son adictos, y en su enfermiza adicción le hacen un daño inmenso a todo el país.
Pero, ¿existe la consciencia popular necesaria para echar a los políticos que se han aferrado al poder (con todas sus promesas y simpatías)? ¿Hay fuerza suficiente para resucitar el campo, alejarse un poco de las pantallas, prescindir de este consumismo demencial? ¿O es que acaso los grupos de poder están logrando su objetivo de estupidizarnos?
El país ha vivido un proceso muy complejo que lo tiene en esta tensa situación actual, situación crítica en la que podemos seguir avanzando ciegamente hacia un verdadero empobrecimiento, o bien generar un cambio importante hacia una sociedad más justa e inteligente. Es cierto que hoy las instituciones en general funcionan, que las carreteras conectan, que en la gran mayoría de los hogares no falta la comida, y que una avalancha tecnológica nos ha hecho sentir más modernos y conectados. Es cierto todo esto, pero también es cierto que los problemas psicológicos (mayoritariamente depresiones) son ya una verdadera epidemia, y es cierto también que las carreteras, la tecnología y todos nuestros bienes, los estamos pagando con la destrucción de nuestros recursos naturales y nuestra dignidad, ambos recursos tan necesarios como limitados.
La posibilidad de una nueva Constitución, sumada al hecho de que estamos siendo capaces de reconocer las muchas trampas y crímenes de los grandes empresarios y los políticos del grupo centroderechista dominante que sigue destruyendo el país, estos dos elementos, sumados al hastío de la gente en las ciudades (especialmente en Santiago) y el maltrato que ya tiene cansados a muchos pobladores de distintas localidades a lo largo del país, especialmente en zonas rurales, la suma de todos estos elementos, que más bien parece una multiplicación, puede dar como resultado un cambio importante en el país.
En estos tiempos han surgido muchos artistas que han sabido cantar o pintar o de algún otro modo mostrar esta situación nacional, y han surgido también muchas voces, por todas partes, que han dicho una y otra vez lo que yo he repetido en este breve texto. Hay también unos pocos actores políticos serios, como algunos independientes, como los diputados que vienen del despertar estudiantil. Y hay una historia. Chile se ha caracterizado por ser un país pionero, un país que se ha atrevido a hacerse dueño de su destino, pese a las muchas dificultades que ha encontrado para conseguirlo.
Estamos en una situación crítica. Está pasando de todo, y en dos años más estaremos celebrando dos siglos de una independencia que podría llevar comillas. Es un momento muy propicio para retomar el camino hacia un futuro más justo, más inteligente, más respetuoso entre nosotros, con nuestros vecinos y con la extraordinaria naturaleza silvestre del país, y, por supuesto, es un momento propicio para construir un país más independiente. Todo depende del pueblo, que es uno solo, que somos todos los chilenos, sin distinción de clases. Depende de todos nosotros hacer entender a los políticos que deben dejar voluntariamente el poder, hacer un pie al lado y reconocer que ya es tiempo de hacer las cosas de otro modo, y que ellos no son los indicados para realizar tales cambios. Y depende de nosotros exigir a los empresarios respeto con quienes trabajan en sus empresas, quienes consumen sus productos, respeto por todo el contexto natural y social que rodea sus proyectos económicos. Y si no hay respeto, la acción debería ser siempre, con mucho respeto, la expropiación. De todos nosotros depende nuestro futuro a largo plazo, que se sustenta en las muchas riquezas naturales que tiene el país (riquezas mucho mayores a las que tienen la mayoría de los países ricos o considerados “desarrollados”). Protestando pacíficamente, aprendiendo a reconocer a los pocos políticos que no son chantas, confiados en que irán apareciendo nuevos actores políticos honestos, inteligentes y respetuosos con el pueblo del que son parte. Pero principalmente respetándonos en el día a día, dejando de lado la pillería, la mezquindad y el clasismo, actitudes tan propias de la vida nacional actual.
Tenemos mucho por delante, pero es el presente el que nos requiere con mayor urgencia.