Poco sirven los calificativos de democracias liberales de mercado, elitistas y representativas para comprender las sociedades modernas, ya que ellas se definen más bien por vivir y existir en un “estado de excepción permanente” , afirma, Giorgio Agamben. Si el filósofo político italiano hubiera pasado por Chile o leído algunos hechos significativos relatados por la prensa chilena del mes de junio, hubiera encontrado evidencias incontestables para argumentar su tesis acerca de la “violencia pura” que se encubre detrás del Estado de Derecho contemporáneo.
“El estado de excepción incluso ha alcanzado su más extenso despliegue planetario. El aspecto normativo del Derecho (*la norma de derecho positiva misma: las leyes) puede ser así impunemente escamoteado y contradicho por una violencia gubernamental que, ignorando en el exterior el Derecho Internacional y produciendo en el interior un estado de excepción permanente, pretende, sin embargo, aplicar aún este Derecho”.
El párrafo anterior resume la tesis clave del filósofo italiano en su libro Homo Sacer, convertido desde su aparición, en una obra insoslayable de la filosofía política y la ciencia política contemporáneas.
Y como los debates y confrontaciones de ideas entre intelectuales son siempre estimulantes, los hombres y mujeres que buscan pensar por sí mismos podrán comprobar que el colega del pensador italiano, el francés Jacques Rancière, aporta un matiz importante a las apreciaciones de Agamben cuando se trata de analizar la cuestión del origen de la violencia institucional y sus razones.
Las reflexiones de Rancière acerca de las democracias contemporáneas nos permiten también tener una mirada crítica de la sociedad chilena debido al énfasis que éste pone en la condensación oligárquica de los poderes en las democracias de postguerra y en regímenes postdictaduras.
Jacques Rancière, en “La haine de la démocratie”, escribe: “No vivimos en democracias. Tampoco vivimos en campos de concentración como lo afirman algunos autores que nos ven a todos sometidos a la ley de excepción del gobierno biopolítico (se refiere a Agamben y a la influencia que sobre éste ejercen las tesis de Foucault). Vivimos en Estados de Derecho oligárquicos, es decir en Estados donde el poder de la oligarquía está limitado por el doble reconocimiento de la soberanía popular y las libertades individuales”.
Réplica importante es la que le hace Rancière a la implacable caracterización de Agamben. Rancière le otorga un lugar de honor a dos conquistas, fruto de las luchas que la humanidad libra desde el Renacimiento en Europa en contra del poder religioso y el monárquico. Por un lado, la que el origen y la fuente del poder político reside en los individuos ciudadanos y, por el otro, que éstos son sujetos libres (hombres y mujeres por igual) capaces de disponer de sí mismos y de acceder a la autonomía.
Ambos temas son de una pertinencia vital en el Chile electoral, ya que la soberanía popular es cercenada por el régimen político postdictadura con su modo binominal de representación que genera castas políticas más interesadas en la dieta parlamentaria que en el Bien Común. Además, el derecho de las mujeres a disponer libremente de su cuerpo no es reconocido por la legislación oscurantista, ya que niega el derecho a la mujer a interrumpir el embarazo (**), criminaliza el aborto terapéutico y, lo que es el colmo, prohíbe la distribución de la píldora anticonceptiva.
Agreguemos de inmediato que los denominados “pueblos sin Estado”, lejos de la “Civilización”, como el pueblo mapuche, también resistieron a la ocupación española, papal y europea en nombre de la libertad de decidir por ellos mismos frente al poder del agresor; contra la opresión del conquistador foráneo y por la defensa de su modo de vida y cultura. Los indoamericanos no necesitaron leer a San Agustín para saber que sus resistencias forman parte de lo que desde la Edad Media se ha dado en llamar las “guerras justas”.
Ahora bien, por disponer de recursos y de los intelectuales de la clase ascendente, el liberalismo anglosajón (****) pudo apropiarse del concepto de “libertad”, pero para definirla como “ausencia de interferencia” en la acción de las personas. Mientras que el socialismo y el republicanismo la definieron como ausencia de dominación entre los individuos. El concepto de dominación molesta a los progresistas-liberales, ya que éstos son amantes del mercado, por lo tanto del capitalismo.
Hagamos un paréntesis. Los liberales-progresistas aceptan como necesarias las consecuencias del régimen de producción capitalista: la desigualdad social y la división de la sociedad en clases. Por lo mismo, el progresismo liberal no cuestiona la estructura capitalista y sus principios de base: la explotación del trabajo asalariado y la búsqueda del máximo de lucro posible. Es así como toleran y se acomodan con el poder de las oligarquías capitalistas, sus constituciones y los abusos y violencias generados bajo los “Estados de Derecho” o por el Estado imperial.
Yendo al grano y conforme a las apreciaciones de ambos pensadores, no es sorprendente que quienes se definen como progresistas en Chile, hayan aceptado participar en un debate acerca de la “seguridad ciudadana” organizado por uno de los mentores intelectuales de la oligarquía. El poder que ésta detenta es tan fuerte y omnipresente que el patrón del El Mercurio, representante de los poderes fácticos, políticos y mediáticos pauteó el debate de Paz Ciudadana en un tema sensible como la “delincuencia”, complejo e imposible de aislar de la estructura social y económica capitalista del Chile postdictadura.
Lo peor es que los candidatos de izquierda tampoco pudieron resistir a la tentación de sacarse la foto en Casapiedra (símbolo del poder oligárquico mediático y empresarial), legitimando de paso a Agustín Edwards como el benefactor patronal del orden público.
Al no imponerse límites éticos y al diluir sus posiciones acerca de la violencia sistémica, la izquierda política se borra ella misma del escenario electoral dejándole el protagonismo a los progresismos-liberales de Frei y Enríquez-Ominami y al conservatismo liberal de Piñera.
Pero lo que más hubiera retenido la atención de los teóricos del pensamiento político del siglo XXI son tres hechos del mismo calibre, marcados por la violencia sistémica en un país cuya Constitución es de origen oligárquico, en un Estado que pretende ser de “Derecho”.
Pero, ¿por qué Agamben? Simple. Éste afirma que bajo la apariencia de la norma de Derecho se esconde la violencia pura que busca disciplinar e imponer identidades, doblegando cuerpos y espíritus. La biopolítica es la aplicación del poder sobre los cuerpos incluso para “salvarlos”, según el discurso del poder, sostiene Agamben apoyándose en Foucault. Así se reprime incluso por razones aparentemente benévolas, como fue el caso en la represión a los miembros de ANDHA Chile acampados en el Mapocho donde se mandó a desalojar con violencia por razones “humanitarias”, según la técnica, la retórica y la práctica gubernamental. Violencia difusa, sistémica; pero efectiva.
La misma violencia se aplica sistemáticamente en la Araucanía a las comunidades mapuche. Allí, el dispositivo de poder por donde fluye la violencia bajo el manto de la legalidad incluye a los empresarios del agro, las corporaciones forestales (vinculadas a El Mercurio), los miembros del poder judicial, algunos medios y las fuerzas policiales. Las barreras policiales de identificación y perfilaje en las rutas y caminos son el pan cotidiano de quienes circulan en la región. Los medios “hacen bien su trabajo”, equiparando la fuerza policial armada mortífera y sofisticada con los palos y azadones de los comuneros mapuche.
La violencia que emana del aparato estatal chileno asentado en una legalidad no descontaminada de su pasado dictatorial se expresó recientemente de manera brutal en el pueblo de Tambillos. Esta vez TVN informó de “incidentes graves entre carabineros y trabajadores de Tambillos”. En el pueblo de Tambillos las fuerzas especiales de carabineros reprimieron a las familias de trabajadores mineros en huelga por “entorpecer el paso de los camiones de la minera”.
Lo más probable es que en el Congreso Mundial de Ciencia Política que se realizará en Santiago entre el 15 y 17 de julio los nombres y la obra de Giorgio Agamben y de Jacques Rancière sean citados a menudo por los intelectuales chilenos como prueba de erudición. Pero se necesitará una buena dosis de coraje y de honestidad intelectual para aplicar sus teorías y conceptos a la realidad social y política chilena y sacar las conclusiones necesarias.
La oligarquía chilena y sus nuevos aliados, los liberales-progresistas, son un obstáculo para la democratización de la sociedad chilena.
Por Leopoldo Lavín Mujica
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(*) La explicación es mía.
(**) El aborto es una opción extrema y una decisión difícil para la mujer, pero es ella quien debe decidir libremente de un proceso que ocurre en su cuerpo. Ella tiene la última palabra.
(**) Las sociedades donde la oligarquía manda tienen Constituciones oligárquicas y sistemas de partidos organizados en función de la exclusión de una buena parte del electorado popular. Los liberales-progresistas son fuerzas marcadas por la voluntad de asimilarse al modelo que le es funcional a las fuerzas conservadoras, el neoliberalismo les conviene a los dos. El discurso acerca de las libertades individuales de la ideología liberal se detiene donde comienzan los límites del capitalismo. Conservadores y liberales progresistas confluyen en la defensa de las fuerzas del mercado. El liberalismo anglosajón considera la libertad como flujo sin trabas a la circulación de discursos, personas y sobre todo de mercancías. La libertad se detiene donde comienza el orden del capital. No hay ni democracia ni libertad dentro de la empresa. El capitalismo es jerárquico y sin regulaciones no conoce límites éticos.