Hoy, como cada 8 de marzo, el despertar tuvo un gusto distinto. Es el único día del año en que sentimos que la calle es totalmente nuestra, porque no solamente la asaltamos, copamos y transformamos, sino que además lo hacemos con intención de protesta: es el día de la huelga general feminista.
La huelga en nuestro país es una herramienta reservada legalmente para las y los trabajadores del sector privado en el marco de una negociación colectiva reglada. Como ocurre en todo ese periodo de negociación, la huelga es un mecanismo más que contempló el legislador para permitir a los sindicatos paralizar y con ello adquirir una mejor posición de fuerza respecto de quien constantemente dirige su quehacer, sin que pueda despedirles por ello. Y eso es todo. Si bien está en la ley, y su alcance se ha ampliado por la doctrina, no es casualidad que este sea el lugar de su consagración. Efectivamente, la palabra huelga no aparece como un derecho en ninguna parte de nuestra actual Constitución, y de hecho, sólo se menciona una vez, a propósito de la libertad de trabajo y su protección, de la siguiente manera: “No podrán declararse en huelga los funcionarios del Estado ni de las municipalidades”.
La huelga para la Constitución de la dictadura es un asunto que amerita silencio y una referencia de prohibición. Y si legalmente se permite en ciertos casos, es únicamente para quienes trabajan formalmente y en el ámbito privado. Aquí entonces la segunda trampa: el silencio también incluye a las mujeres, ya que ni la ley ni la constitución reconocen a aquellas que sostienen el país como trabajadoras. Todas las que día a día alimentan a sus hijes, las que ordenan la cama en que descansa quien al día siguiente saldrá al trabajo, las que lavan la ropa, limpian los baños, visten a la tercera edad, todas ellas que sostienen sus hogares, no son trabajadoras a ojos de la ley, y menos aún tienen derecho a la huelga.
Si bien en la actualidad puede parecernos claro que estas labores son trabajo, quienes construyeron el modelo económico y quienes lo han perpetuado han realizado acciones positivas para ocultarlo e invisibilizarlo. Por eso seguir exigiendo el reconocimiento del trabajo doméstico y de cuidados no es superfluo, al contrario, es fundamental y mínimo, sobre todo considerando que el problema de la violencia en todo ámbito laboral hacia las mujeres está lejos de disminuir y se relaciona no sólo con el modelo económico vigente, sino también con la manera en que normativa e institucionalmente se aborda el trabajo de quienes cuidan y sostienen la vida, ya sea en espacios de trabajo formal como en el informal.
Sin ir más lejos, el año 2022 se realizó un estudio en América Latina que daba cuenta de que en el caso de los trabajos formales, en que las relaciones laborales se caracterizan por un vínculo de dependencia y subordinación, un 78% de las trabajadoras chilenas reconocen haber experimentado algún tipo de violencia laboral. Además de ello, un 33% de las mujeres reconoce haber vivido violencia sexual en el lugar en que presta servicios, más del doble que señalan haber experimentado los hombres.
Una situación de riesgo similar a la previamente mencionada viven las trabajadoras que no poseen siquiera herramientas jurídicas para protegerse, como son aquellas que realizan los trabajos reproductivos de sus hogares día a día, o trabajadoras informales que arriesgan su salud y vida sin protección y reconocimiento estatal de sus labores, siendo por el contrario, criminalizadas. Un trabajo sin horario, sin posibilidad de denuncia, y sin medidas de protección, es finalmente mas allá de un trabajo, como ha sido dicho, una herramienta de perpetuación de violencia y desigualdad.
La propuesta de texto emanada por la Convención Constitucional reconocía explícitamente los trabajos domésticos y de cuidados y su lugar central en la economía. Además, dictaba la creación de un Sistema Nacional de Cuidados para avanzar en desmantelar esta estructura que perpetúa la inequidad de género y acentúa la violencia hacia mujeres y disidencias. Es por ello que, aun con las críticas y autocríticas que hacemos al proceso señalado, muchas vivimos hasta corporalmente el pesar del rechazo.
Hoy, ad portas de un nuevo proceso de cambio constitucional, el sentimiento es de desconfianza y preocupación, sobre todo porque las bases de éste fueron fijadas a puertas cerradas y, convenientemente para algunos sectores, se ha definido una integración que contempla en una buena parte a representantes de quienes han validado y reafirmado institucionalmente el sistema de silencio y opresión que ha sido descrito. Por ello, si bien es innegable la fragmentación de los movimientos sociales desde el 04 de septiembre, y el legítimo decaimiento de quienes estuvieron por meses sosteniendo la revuelta en las calles, y hospitales y hogares en la pandemia, no puede ser una posibilidad abandonar por completo nuestra posición de resistencia, menos considerando el fuerte avance que ha tenido en los últimos años la ultraderecha.
Justamente este año se cumple medio siglo desde el golpe de Estado cívico militar, y como bien declara la Coordinadora Feminista 8 de Marzo, la huelga tiene un carácter de memoria. No es una memoria abandonada, lejana, sino una memoria viva. Somos quienes presenciamos la impunidad por cincuenta años, quienes vivimos los embates de la mirada ciega del sistema de dictadura a nuestro trabajo. Somos quienes no pueden paralizar sin consecuencias, quienes no tienen horas de descanso. Por eso, así como la huelga legal mejora la posición de quienes negocian, levantar la huelga general feminista es una vez más una oportunidad no sólo de reivindicar nuestra posibilidad de paralización, sino también de mostrar nuestra posición de fuerza de cara a un proceso que debería pertenecernos, y que no puede obviar aquellas normas que se disputaron por las feministas todo el 2022 para avanzar en la lucha contra la precarización de nuestras vidas.
Por Naiara Susaeta Herrera