Por Emilia Dominique Esperguel García
Asesora Jurídica OTD Chile, estudiante de licenciatura en Ciencias jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile, ex asesora de la Convencional Constituyente Alondra Carrillo.
Nuestra comunidad LGBTIQ+ se ha transformado en una comunidad que, a punta de muertes y suicidios, ha obtenido el reconocimiento de derechos y garantías mínimas, las cuales a la población cisgénero y heterosexual llevan larga data en la historia de nuestro país. Las políticas públicas para nosotras, lamentablemente, no llegan como una cuestión preventiva, sino que reactiva; tal es el caso de la reconocida ley 20.609 (Ley Antidiscriminación o Ley Zamudio, como es conocida popularmente) que fue ingresada el año 2005 y aprobada el año 2012, luego del asesinato motivado por la orientación sexual y afectiva de Daniel Zamudio, apellido que quedó ligado a dicha ley.
Respecto si la violencia ha disminuido en contra de las comunidades LGBTIQ+ es un asunto que siempre está en tela de juicio, algunas y algunos señalan que sí y otros que no. Otros tantos dicen que ahora conocemos de más casos debido a que tenemos más herramientas para medir estos ataques, herramientas de las cuales prescindíamos anteriormente, sin embargo, podemos señalar de forma objetiva que las denuncias con motivo de diversas formas de violencia han aumentado de forma sostenida.
Si caminamos por el parque San Borja, es una de las tantas frases que podemos encontrar inmortalizada en las paredes es: “Marica, existe y resiste”, la cual cobra sentido únicamente si, en un primer caso, eres marica y has visto que tu existencia (en el sentido más amplio de dicha palabra) se ha visto condicionada, ya sea por tu “propia” voluntad o por alguna causa ajena a nosotras, nosotros y nosotres: sea cual sea el caso, en ese momento nuestra existencia se transforma en una resistencia cotidiana. Un segundo caso en el cual dicha frase cobra sentido es si eres cercano o cercana a algún, alguna o algune marica que se encuentre en resistencia.
Y al unísono escuchamos una respuesta: “¿Resistencia contra qué?”, levantándose un primer cuestionamiento por parte de quienes no habitan nuestras comunidades, y nosotras entregamos respuestas apresuradas, ansiosas por validar nuestras consignas, enumerando cada una de los aspectos en los cuales se encuentra nuestra resistencia: salud, educación, en el acceso a la vivienda, en seguridad social, en el acceso al trabajo formal, en el acceso y ejercicio de otros derechos fundamentales, problemas de nuestro núcleo familiar, lidiar constantemente con la dimensión bipolar de las calles que vacila entre la amabilidad y la hostilidad, y así sucesivamente, una tiradera de situaciones que termina resumiéndose en nuestro día a día, en nuestras vidas, desde lo más cotidiano hasta lo más excepcional.
En ese contexto, no nos resulta extraño que en el borrador de Nueva Constitución se garantice el derecho a una vida libre de violencia de género, para nosotras las disidencias y diversidades sexuales y de género es evidente el alcance y contenido de dicha norma; sin embargo, para un grupo de nuestra sociedad el avanzar en ese tipo de reconocimiento no resulta tan obvio y nuevamente se levanta el cuestionamiento de ese tipo de planteamientos, en definitiva, lo evidente se vuelve difuso y lejano.
Y es que, finalmente, este grupo de personas a fin de cuentas tiene garantizado su derecho a una vida libre de violencia, con la única diferencia que la fuente de dicho derecho no es una norma constitucional ni mucho menos legal, incluso me atrevería a señalar que en esos casos no estamos hablando de derecho, sino que un privilegio otorgado por el patriarcado, un privilegio construido con el paso de los años y que, hasta hace algunas décadas, no existía cuerpo normativo que se atreviera a cuestionarlo.
¿Será que ellos nunca han vivido las consecuencias de que su nombre social no coincida con su nombre registral? ¿Será que ellos nunca han sentido el baño público como un lugar de posibles agresiones de diversa connotación? ¿Será que ellos no cargan con el dolor de no ver envejecer a las personas mayores de su comunidad? ¿Sintieron, siquiera, la necesidad de hacer comunidad? ¿Sienten necesidades? ¿Será que ellos no ven las consecuencias del uso de la silicona industrial en sus cuerpos? ¿Será que ellos no lamentan cada mes un asesinato nuevo, a veces, más de uno? ¿Será que ellos no se sienten inseguros en las calles, aunque sean las 10 am? Y en realidad, esas no son interrogantes tan preparadas, son cuestiones que las personas trans y no binarias vivimos en nuestro día a día, cuestiones que mientras estamos reunidas entre nosotras conversamos con una fluidez que se sorprenderían, no es nada muy rebuscado, es nuestra realidad.
En este punto me permito afirmar que existe una diferencia conceptual pero fundamental sobre cómo entendemos la violencia, cómo abordarla y cómo erradicarla. Me explico, para quienes tenemos vidas que están constantemente en peligro por la violencia “ajena”, esta se levanta como un sistema complejo y las acciones no son más que una mera materialización de dicho sistema: un golpe, un asalto, un insulto, las agresiones sexuales, las burlas y gritos en las calles, las redadas aún existentes, vernos privadas de acceso a ejercer derechos fundamentales, todo aquellos es parte de un mismo sistema de violencia frente al cual nuestra única opción es el autocuidado, recurrir a nuestras comunidades e intentar sobrevivir.
Mientras que por otro lado, tenemos una población que no se enfrenta a la violencia como algo estructural, sino que la conciben como “hechos aislados”, los cuales son una excepción a una existencia pacífica, donde la posibilidad más cercana de vivir esta violencia como un sistema que acecha sería vivirlo desde una mirada ajena, vivirlo porque tu hija, hije o hijo podría vivir esta realidad, a un primo, un tío, un ex compañero de curso; pero ellos nunca son ni serán ese hijo, primo, tío o ex compañero de alguien más.
Y todo esto resulta muy curioso, porque como hemos repetido una y otra vez: las cuentas no calzan. Todas las disidencias sexuales y de género hemos sido o conocemos a alguien que ha sido víctima de violencia de género, pero son muy pocos aquellos que reconocen o se asumen como agresores; bien sabemos de los famosos pactos de silencio que se dan en las diversas esferas de la vida en sociedad, ya sea dentro de la familia, entre círculos de amigos, en las mismas relaciones, por mencionar algunos ejemplos. De esta manera construimos la idea de la violencia fantasma, vemos agresiones, pero no agresores, y en el peor de los casos se somete a la víctima de violencia de género a una sobreexposición mediática.
¿Quién mató a Daniel Zamudio? ¿Y a Ignacia Palma? ¿Y a Nicole Saavedra? ¿Y a la travesti del barrio que un día dejaste de ver? ¿Y a Anna Cook? ¿Y a nuestras compañeras trans día a día? ¿Sabemos sus nombres? ¿O los sabíamos y los olvidamos? ¿O nunca los supimos?
Esta columna tiene como objetivo visibilizar la importancia del derecho a una vida libre de violencia de género, además de demostrar que este derecho tiene como objetivo prevenir, actuar, reparar y erradicar dicha violencia. Hacer énfasis que el articulado propuesto por la Convención Constitucional se hace cargo de señalar que esta se puede dar tanto en el ámbito público como privado, y ser ejecutada tanto por particulares, agentes del Estado o instituciones; como también señalar que tenemos la oportunidad de fijar las bases para trabajar en la reparación histórica que merecen las personas trans mayores, aquellas sobrevivientes de este sistema cisheteropatriarcal que día a día intenta borrarnos del mapa.
Esta reparación histórica a nuestras compañeras trans sobrevivientes es una de las principales demandas de la comunidad trans, es una causa tan anhelada por todas aquellas personas que todos los días vemos cómo las vidas de nuestras compañeras trans son arrebatadas por el transfemicida amparado bajo el silencio cómplice del Estado, mientras vivimos con el temor de ser el próximo nombre por el cual se exigirá justicia.
Por una vida libre de violencia de género, para dejar de sobrevivir y comenzar a vivir con dignidad, apruebo.