La reciente crisis del gas, que movilizó a la región de Magallanes, concitando una amplia y extendida simpatía ciudadana en todo el país, deja en evidencia una vez más la frágil relación entre el aparato del Estado (expresado en el gobierno central) y las regiones.
Más allá del porcentaje del alza gasífero o la cantidad de subsidios que se otorgaron, la raíz del conflicto está instalada en la sensación de abandono que existe en las regiones de parte del gobierno central. Esta sensación ambiente, que cala hondo en el Chile profundo, tiene una dimensión política que impacta materialmente, y a la vez permea la subjetividad de los espacios regionales/locales.
Ello sumado a la convicción existente en regiones, de que no se es partícipe en la toma de decisiones que afectan directamente en la calidad de vida de las personas y al hecho que las regiones deben estar permanentemente mendigando migajas, para tener mejorías en infraestructura y servicios públicos, lleva a los ciudadanos de regiones, a tomar distancia de los designios de la capital.
Se agrega, que los recursos son siempre escasos cuando se trata de gastar fuera de Santiago. A modo de ejemplo, el subsidio que el Estado otorga para cubrir el déficit del Transantiago, ha ido progresivamente aumentando desde el 2007. El gasto acumulado, para encarar el fracaso de esta política pública en el área de transporte, supera largamente los requerimientos de la población magallánica en materia gasífera.
La rebelión de Magallanes no es un hecho aislado. La crítica al centralismo se ha hecho muy patente también en la zona afectada por el terremoto y tsunami del 27 de febrero. Lo lento de la reconstrucción, producto de la burocracia central y de la falta de dispositivos a nivel local para resolver materias urgentes, empujan dicha crítica. Antes el extremo norte demandaba mayor atención; hoy los puertos de la Región de Valparaíso, reclaman una ley específica. El Plan Arauco, también duerme el sueño de los justos.
En fin, se nos ha hecho creer históricamente que el centralismo es una fatalidad inevitable. Se le ha naturalizado como el único orden posible. Mayor ingerencia o deliberación de las regiones respecto a su propio futuro, no está en la agenda política inmediata. Las banderas de la participación y la descentralización, como base de un Estado democrático, han sido permanentemente desplazadas por ingenierías electorales, que la reducen al plano de periódicas elecciones, tras las cuales vuelven al archivo donde habita el olvido.
Sin ir más lejos, producto del último cambio de gabinete, dos circunscripciones y un distrito, tendrán que acoger a parlamentarios designados por las directivas partidistas. Este ejercicio (legal, pero no legítimo), agudiza el problema.
El centralismo, no es una fatalidad, sino una construcción histórica. Promover otro orden, otra forma de relación entre el gobierno central y las regiones, por tanto es otra forma de construir Estado. Para ello se requiere la configuración de una ciudadanía activa y protagónica. Para eso se requieren un, dos, tres Magallanes.
Por Alexis Meza Sánchez
Secretario de Redacción