Lentamente se fue imponiendo en el debate político-público del país la idea de la Asamblea Constituyente. Que se haya instalado en la discusión no implica que genere consensos y que el país, sus actores y su élite dirijan sus esfuerzos hacia su implementación. Al contrario, mientras para algunos ello “implica un salto al vació”; para otros, es la solución a la crisis “en la política” que se ha instalado en el seno de la sociedad chilena. Como en la mayoría de los temas del país no hay consensos ni acuerdos entre los actores. Una Constituyente sin consensos mínimos es inviable políticamente.
La tesis de la Asamblea Constituyente se instala de manera muy débil desde el mismo día en que empieza la re-democratización a principios de los noventa en torno a los sectores que no forman parte de la Concertación. Es más, era una idea que formaba parta de la Alianza Democrática en los ochenta. Pasó el tiempo y comenzó el modelo político post-autoritario a mostrar sus falencias y a generar las condiciones para la actual coyuntura. Fue en las presidenciales pasadas cuando el asunto comenzó a formar parte del debate con mayor intensidad. Meo y Arrate instalan la discusión.
El ciclo político que se abre con Piñera ha hecho posible que la idea de una Asamblea Constituyente se haya instalado con mucha fuerza en el debate nacional; y que, en el parlamento ya existan algunas iniciativas.
Es la movilización social-ciudadana liderada por los estudiantes, la que no sólo ha dado visibilidad pública a los problemas que ha abierto el modelo económico y político dominante durante las dos últimas décadas, sino también ha puesto a la vuelta de la esquina la solución: Asamblea Constituyente.
Se ha escrito mucho sobre lo conveniente y lo inconveniente de llamar y realizar una Constituyente. Sin duda, formará parte de los programas presidenciales del próximo año. Será esta coyuntura la instancia en la que se definirá el destino de la Constituyente; y finalmente, la estrategia política que se imponga. No olvidemos, que en Chile prima el pragmatismo y el cálculo político.
La coyuntura actual está dominada por una doble crisis; la que se manifiesta “en la política” y la que se genera “en el modelo económico”. Mientras la primera, se expresa a nivel de la representación, de la participación y de legitimidad política; la segunda, se expresa en la desigualdad y en el abuso del capital.
El diagnóstico común y ampliamente difundido en la oposición y en amplios sectores del oficialismo es que la actual crisis “en la política” requiere para su solución reformas políticas de largo alcance. Aquí empiezan las diferencias. Para el Gobierno la respuesta tiene que ver con su agenda política que está centrada en la participación –voto voluntario, inscripción automática, primarias, elección directa de Cores, iniciativa de ley, etc.-; y para la oposición, se relaciona con el cambio al binominal y con la Asamblea Constituyente.
Por lo menos, hay un amplio consenso en que hay que impulsar reformas políticas. Eso, ya es algo.
Sin embargo, las grandes diferencias aparecen cuando se confunde medios con fines o forma con contenido. Aquí, las estrategias políticas son diversas –y hasta opuestas- no sólo entre gobierno y oposición, sino también entre las distintas oposiciones existentes. Nuevamente, las divisiones de Chile se hacen evidentes.
En esa encrucijada, las estrategias oscilan entre la Constituyente y la Reforma amplia de la Constitución. En este punto se materializa la confusión entre forma y contenido. Mientras la forma tiene que ver con el método que se usa para fundar el nuevo orden político –en el contexto de un nuevo ciclo-, el contenido se relaciona con el tipo de cambios políticos a impulsar.
La solución, por tanto, tiene que ver con los contenidos que se van a proponer para resolver la “crisis en la política”; es decir, con las reformas políticas concretas que se van a impulsar y con el modelo político que se va diseñar para los próximos veinte, treinta o cuarenta años. Lo relevante son los fines y no los medios; el contenido y no la forma.
¿Acaso, para cambiar el binominal se requiere de una Constituyente?; ¿Acaso, para nacionalizar los recursos naturales se requiere una Constituyente?; ¿Acaso, para asegurar educación, salud y pensiones de calidad y garantizados constitucionalmente se necesita una Constituyente?; ¿Acaso, para eliminar el rol subsidiario del Estado se requiere una Constituyente?; ¿Acaso, una Constituyente va a solucionar el desgano ciudadano, sus tendencia hedonistas y su deseo de comprar y consumir?; ¿Acaso una Constituyente va a cambiar la correlación electoral de fuerzas y los comportamientos electorales?; ¿Acaso, una Constituyente va conducir a que la derecha baje su piso electoral que oscila en torno al 45%?; ¿Acaso una Constituyente va terminar con las tensiones y divisiones que han dominado por siglos a la sociedad chilena?
Lo que sí es evidente, es que el país requiere reformas políticas profundas y que hay que fundar un nuevo modelo de convivencia socio-política que no sólo haga posible que la diferencia se exprese y pueda resolverse de manera institucional, sino también que las mayorías puedan implementar su proyecto.
En definitiva, se puede lograr lo mismo por medio de una reforma constitucional profunda. Lo único que se necesita es voluntad política y consensos mínimos. Justamente, el patrimonio del que Chile carece y que a lo largo de siglos ha conducido a que mucha sangre corra por nuestra tierra.
Por ello, discutir y centrar el debate en que la actual Constitución tiene una base ilegítima no sólo no tiene sentido político, sino tampoco viabilidad. Ello no permite avanzar. Esa discusión es tan torpe como ponerse a discutir sobre el origen –también- ilegítimo del modelo de desarrollo. No olvidemos, que ambos fueron impuestos por el pinochetismo a punta de bala y sangre. No porque un sector social haya impuesto su visión del mundo por medio de la fuerza, hoy, los vencidos de ayer deban obrar de la misma manera. De hecho, en el juego democrático eso no vale.
La discusión, por tanto, debe tener un giro. Y ese cambio, está orientado por tres preguntas: ¿Cómo generar unidad, consensos y gobernabilidad para construir otro Chile?; ¿cómo se pasa de la agenda individual a la colectiva?; y ¿cómo se genera una mayoría social y política para avanzar hacia un Chile inclusivo?
Si no hay respuestas, Chile seguirá condenado a la desconfianza y a la guerra interna. ¿Se puede desconocer que nuestro país tiene como estado natural de convivencia el conflicto y sus desbordes recurrentes?
Lo importante, por tanto, es que hay que impedir que la “crisis en la política” se transforme en una “crisis de la política”. Y para ello, hay que avanzar hacia un nuevo pacto político y definir el método a usar para abrir el nuevo ciclo político: ¿Asamblea Constituyente o Reforma Constitucional?
Por González Llaguno