Opinión de Felip Gascón i Martín y Lorena Godoy Peña, académicos Universidad de Playa Ancha (UPLA)
Lo que está en juego es histórico.
O Los gobernantes les imponen su estado de excepción o
ustedes inventan el suyo.
O se vinculan a las verdades que están saliendo a la luz o
ponen su cabeza en el filo del verdugo.
Escuelita Zapatista
En estos tiempos de pandemia mundial por la expansión del coronavirus, nuestra cotidianeidad se está viendo profundamente afectada, y no solamente por la crisis socio-sanitaria que atraviesa Nuestra América en su conjunto. Sentimientos de miedo, angustia y rabia se mezclan en esta nueva ecología de las comunicaciones, a través de la cual experimentamos y padecemos los efectos de esta sociedad del riesgo en la dosificación virtual de la otra pandemia: infoxicación, fake news, teletrabajo, zoomismo, educación a distancia on line, entre otras.
Por eso, abordar el caso de Chile, adalid del modelo neoliberal, resulta especialmente significativo si lo contextualizamos en la rebelión popular iniciada el 18 de octubre de 2019, y que eufemísticamente fuentes afines a la gubernamentalidad tildaron de “estallido social”, como estrategia de negación y clausura de un proceso de resistencia contra el modelo que, por lo menos viene intensificando sus hitos políticos desde principios de siglo, a partir de un nuevo ciclo de protesta social. Con nuevas formas de acción colectiva y la emergencia de movimientos sociales de nuevo tipo, mejor alfabetizados en la defensa de sus derechos humanos y sociales, con mayor capacidad de articulación entre las luchas territoriales del Wallmapu, los movimientos por la defensa del agua, contra la contaminación en las tildadas “zonas de sacrificio”, el derecho a la educación, no + AFP (Administradoras de Fondos Previsionales), vivienda digna y un largo etcétera que trató de cristalizarse en el movimiento por una Asamblea Constituyente (AC).
Dichos procesos de movilización han sido sistemáticamente criminalizados y reprimidos desde el discurso bélico de autoridad, declarando abiertamente la guerra contra un “enemigo poderoso”, desplegando con toda su crudeza el monopolio de la violencia estatal, a través de la acción descontrolada de las fuerzas policiales, la implantación del Estado de Excepción con toque de queda, la ocupación de las calles por las Fuerzas Armadas y la sistemática violación de los Derechos Humanos.
Al respecto, el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), en su “Informe Anual sobre la situación de los Derechos Humanos en el contexto de la crisis social” (17/10 al 30/11/2019), constata la existencia de 23 muertes ocurridas durante el estado de emergencia; 11.179 personas heridas, entre ellas 254 niños, niñas y adolescentes; 347 personas con heridas oculares, entre ellos 21 mutilados por estallido ocular o pérdida irreversible de la visión; 809 víctimas de violencia sexual, entre ellos 13 niños o adolescentes, 14 niñas o adolescentes, 3 personas de la diversidad sexual, 2 mujeres embarazadas, 1 persona con discapacidad; y 568 víctimas de tortura, tratos crueles, inhumanos o degradantes.
De esta forma, la metáfora criminal del “enemigo interno”, impuesta a sangre y fuego por la filosofía de la seguridad nacional en el discurso autoritario y en la práctica sistemática de violación de los Derechos Humanos durante la dictadura cívico-militar, se ha ido reformulando vertiginosamente, aliándose ahora con la pandemia viral. De ello dan cuenta los cerca de 2.500 manifestantes encarcelados durante la revuelta popular, a quienes bajo la imputación de diversos delitos justificados por la ley antibarricadas y anticapucha, se les aplican medidas cautelares considerándolos “un peligro para la sociedad”. Al efecto, cabe entenderlos como otras víctimas de la pandemia autoritaria -apodada popularmente como “Piñeravirus”-, presos políticos sometidos a encarcelamiento preventivo ilegal, excediéndose con creces el tiempo de investigación de 90 días, sometidos a un castigo ejemplificante y expuestos a un posible contagio por Covid-19, ante el hacinamiento carcelario nacional y sus nulas condiciones de prevención sanitaria.
De esta forma, el fantasma de la dictadura se refuerza y el virus se personifica desde la biopolítica del “distanciamiento social”, la “cuarentena selectiva” y la “nueva normalidad” que se pretende imponer, fortaleciendo aún más la evidencia de las desigualdades sociales, la estigmatización y represión de los grupos en resistencia y, por qué no decirlo, agravando la separación y enfrentamiento de clases, en un país cuya historia de larga duración y su racionalidad política han estado marcadas por políticas de exclusión, fragmentación social y segregación urbana, propias de estructuras de pensamiento colonial, patriarcal y clasista.
Cómo podríamos aceptar esa “nueva normalidad” con la que pretenden justificar el privilegio clasista de la productividad por sobre la vida. Mientras una minoría goza de su histórico e individualista distanciamiento social, gracias a la privatización de los derechos sociales básicos y los bienes comunes, la mayoría de la población sufre en el paradójico despojo de lo público, donde la escasez y la estrechez son la unidad de medida. Hacinamiento en los espacios domésticos, en los guetos verticales y en los servicios públicos, en el transporte; en los centros de salud, en el acceso a los test PCR o a los implementos de protección sanitaria básicos. Distanciamiento sí, pero temporal, en el acceso oportuno a resultados y tratamientos precoces contra el Covid-19.
El distanciamiento social evidencia la administración biopolítica y su camaleónico devenir necropolítico: ¿quién tiene el derecho de vivir y a quién se deja morir? Porque la pérdida o flexibilidad del empleo, la reducción salarial, el consumo de fondos previsionales y de cesantía, representan el castigo contra quienes asumieron la defensa del derecho a la vida digna. En ese contexto, no resulta nada paradójica la evidencia biopolítica que justifica la apertura de los grandes mall, con concentraciones de consumidores superiores a las 1.000 personas, al mismo tiempo que se reprime violentamente toda manifestación en las calles de más de 50 participantes, como ocurrió en la conmemoración de este 1º de mayo, Día Internacional de las Trabajadoras y Trabajadores, en que fueron detenidos ilegalmente múltiples dirigentes sociales y comunicadores en el ejercicio de su labor profesional, siendo retenidos algunos de ellos y ellas en celdas policiales hasta el día siguiente, sin protección sanitaria alguna.
Mientras tanto, en este recorte histórico al que asistimos, la eminente deconstrucción de los discursos bélicos e individualistas del neoliberalismo, nos abre a la emergencia de un proceso de solidaridad ya no tan subterráneo, que se organiza en territorios y comunidades en defensa de la vida, mediante experiencias de comunicación y educación comunitaria, de economía social y solidaria, cuidándonos entre todas y todos, resistiendo frente a la pandemia neoliberal “hasta que la dignidad se haga costumbre”.
Y para cerrar, parafraseando un mensaje zapatista que circula en las redes, la aberración de la “normalidad” es precisamente delegar en otros nuestra alimentación, nuestra protección, nuestra capacidad de cuidar de las condiciones de vida… una verdadera locura. Porque, como lo planteara el destacado pensador latinoamericano Hugo Zemelman, estamos tejiendo espacios de realidad historizados, que enrostran a la “academia de lo dado”, desde su pensar teórico, la siguiente interrogante: ¿cuáles podrían ser los supuestos teórico-metodológicos centrales que guíen a esta apuesta en la senda de una epistemología del presente potencial o de la conciencia histórica?