El concepto sociológico de la crisis de representación se ha convertido en un tópico, no sólo en Chile, sino también en todo el mundo. Parece evidente que las autocracias, las democracias representativas y los sistemas de partido, propios del siglo, están dando muestras de agotamiento en este primer decenio del siglo XXI. No trato de ser apocalíptico, como Oswald Splengler, en su obra La decadencia de occidente, inspirada en la derrota alemana, en la Primera Guerra Mundial, sólo me basta una simple lectura de las noticias para visualizar algunos fenómenos que evidencian el fracaso total de los sistemas de partidos y de regímenes políticos, propios del siglo recién pasado. “Todo lo sólido se desvanece”, como lo sostenía Carlos Marx; la historia es dinámica y no puedo más que alegrarme de la muerte de lo viejo, aun cuando lo nuevo aún no aparezca claro.
Digamos las cosas con claridad: la democracia en nuestro país no es representativa: sólo es una fórmula para la alternancia en el poder de combinaciones caducas, que sólo representan ideologías y partidos del pasado, es decir, Socialdemocracia, Democracia Cristiana y conservadores y fascistas de distintos pelajes. Si bien estas combinaciones no están muertas, en su agonía no hacen más que atrasar el advenimiento de lo nuevo.
Es muy difícil explicar a quienes quieran seguir creyendo en falacias que, el presidente de Chile, cualquiera que sea, representa apenas el 27% del electorado potencial, es decir, 2/3 de que quienes compondrían la soberanía popular –suponiendo que exista– no han elegido nunca un presidente de la república, por consiguiente, ¿por qué habría de representarlos? Si usamos los términos correctos en ciencia política, esta realidad sería una democracia elitista o, más claramente, una oligarquía vitalicia, o, en términos de la cultura clásica griega, una plutocracia, o por último, para ser más actuales, una “bancocracia” –son los banqueros los únicos dueños del poder en todos los países del mundo.
En el caso de los diputados y senadores, que no tienen ningún poder en el presidencialismo exacerbado chileno, la mayoría de ellos no tiene ninguna legitimidad electoral, pues son nominados por los presidentes de partido, verdaderos “Don Corleones” de la política, directivas nominadas a dedo, la mayoría conformadas por los mismos parlamentarios; los sesenta distritos, que se reparten, cada uno, dos sillones, tienen un propietario, como los antiguos dueños de fundo -es prácticamente imposible que un candidato joven, que no haya sido diputado, pueda desplazar al patrón-; de los senadores, mejor ni hablar: la mayoría se ha apropiado de sus circunscripciones y hay casos, como el de Eduardo Frei y el del ex senador Andrés Allamand, que se repartieron el cargo, sin rivales.
¿Qué pitos tocan los electores en toda esta fanfarria, llamada democracia representativa? Están todos encuestados, clasificados, se sabe perfectamente, en cada mesa cómo votan; son terrenos perfectamente cultivados. Antes los electores podrían ser catalogados de borregos o de corderos, trasquilados cada cuatro años, en Puerto Natales, por ejemplo.
Con los alcaldes ocurre algo similar, pues son verdaderos imanes en sus comunas: dueños del presupuesto, que pueden repartir beneficios a sus vecinos a su completo arbitrio; los concejales carecen de poder fiscalizador y sólo sobreviven si le hacen la corte al alcalde. Nada más torpe que aquellas encuestas que sostienen que Chile no es un país corrupto: lo estamos hasta los tuétanos y sólo nos consuelan las comparaciones con estados inviables –Haití, Venezuela, México, Colombia, y otros– genial consuelo de tontos; al igual que en 1910, estamos llenos de municipios podridos –baste recordar Colina, La Florida y tantos otros que dilapidan los recursos fiscales. Además de la corrupción, los municipios son responsables de una educación y salud de pésima calidad, lo cual retrata a un país leproso, donde los pobres son tratados como bestias para el matadero, representados en las escuelas y los hospitales.
A esta evidente crisis de representatividad se suma la de credibilidad. Si se deja de creer en toda autoridad, sea económica o política, es decir, las empresas del retail, en la mayoría delincuentes bien vestidos, ladrones caballeros; en los bancos, que han obtenidos abusivas ganancias; las calificadoras de riesgo, que nadie sabe cómo se las arreglan para entregar una “AAA” justamente a empresas que está a punto de quebrar –ejemplos hay muchos, la mayoría provocó la crisis subprime y, en Chile, La Polar– hay que ser muy cándido, como el personaje de Voltaire, para invertir sus ahorros en un sistema financiero –que es más bien “una cueva de ladrones”, como dice el Evangelio-.
Si nadie cree en el sistema económico, mucho menos en el sistema político; es difícil definir quién es más mentiroso, o los banqueros, o los políticos. Lo que sí se sabe es el que los segundos son marionetas de los primeros –de que Ángela Merkel está bajo las órdenes del Deusche Bank y Comercial Bank y Sarkozy del BNP.
Los políticos, sirvientes de los bancos, han aprendido mucho de sus amos en el arte de mentir, por ejemplo, en nuestro chileno, el 60% no le cree nada al presidente de la república, según la última encuesta de Adimark –puede usar a todos los diarios, que son sus serviles seguidores y cuanta cadena nacional se le ocurra, pero ya muy pocos confían en él– tal vez algunos fanáticos de la UDI y de RN y, a lo mejor, algunos ministros o fanáticos derechistas.
A los líderes de la Concertación aún les creen menos: son verdaderos muertos vivientes, que sólo su extrema soberbia les permite manejarse sin ningún pudor, cuando el 89% de los ciudadanos los rechaza por incapaces y por haber traicionado los ideales de igualdad social, que dieron nacimiento al socialismo. Esta concusión de cuatro presidentes de partido, sin militantes, ni ciudadanos, corresponde más bien a una zarzuela de pésima calidad, con tenores huecos.
Por Rafael Luis Gumucio Rivas