Cuando se acaba el ravotril: Depresión y otros cuentos

“…Cola para el pesimismo, que la cara sale cara, que hasta la sombra sin ganas, que la espera hacia el abismo

Cuando se acaba el ravotril: Depresión y otros cuentos

Autor: Cesarius

“…Cola para el pesimismo, que la cara sale cara, que hasta la sombra sin ganas, que la espera hacia el abismo. Que marxismo, que fascismo, que la broma sanguinaria, que la espalda dromedaria, que el disparo hacia sí mismo…” (Chinoy)

Cuando leí hace muchos años atrás “El mundo feliz”, de Aldous Huxley, me quedó la optimista sensación de que toda esa visión futurista de la sociedad, estaba lejos de cumplirse. Al analizar dicho libro en enseñanza media, lo que más me llamó la atención fue la pastilla llamada “soma”, que usaban todas las personas en el mundo feliz, para caer en un estado de bienestar que les permitía evadir su realidad. A mis cortos años me pareció absurdo que la gente necesitara de pastillas para poder soportar su vida, y lo más increíble, que un mundo perfecto, lleno de tecnología y progreso fuera tan dañino.

En ese entonces ni siquiera había oído hablar de la depresión, sin embargo, al poco tiempo, un familiar muy cercano cayó en este estado, prolongándose por muchos años. A medida que fui creciendo, Chile se rindió al progreso, se llenaron las ciudades de modernos malls, la consigna se transformó en comer en restaurantes de comida rápida, donde también comes apurado y no queda mucho tiempo para conversar porque hay tres personas esperando por tu asiento. Todos tuvimos un celular para estar siempre comunicados, los niños y las niñas se transformaron en sinónimo de dolor de cabeza, fue más fácil tener mascotas porque comen “pelets híbridos” que producen caca sin olor y además no exigen nada. La gente comenzó a trabajar como alienados, para poder tener dos casas, dos autos, y una televisión en cada habitación (tiemblo al pensar en el libro también futurista, Farenheit 451, donde las autoridades quemaban los libros porque hacían pensar mientras que la tv idiotizaba a las personas, manteniéndolas sin reclamar en sus casas). En medio de esta locura por trabajar y hacer dinero, sólo algunos se atreven a ser padres, y la mayoría dejan a los niños desde los tres meses de edad en sala-cunas para que los críen desconocidos, mientras ellos trabajan, porque en las familias ya no quedan abuelitas o tías que suplan a las madres trabajadoras. Y luego estos niños tempranamente quedan a cargo de ellos mismos, calientan su comida en microondas y se acompañan con la televisión, internet y las redes sociales.

Se dejó de escribir cartas, cambiando el correo tradicional por el correo electrónico, transformando la visita del cartero en algo desagradable ya que sólo traía misivas de cobranza que evidencian el sobreendeudamiento generalizado. Los niños dejaron de jugar en plazas y calles, porque estos lugares se tornaron inseguros, además los padres ya no tuvieron ni tiempo ni ganas de jugar con los hijos -¿alguien tiene ganas a las 11 de la noche? ¿Y si no quedan ganas de jugar, quedarán para hacer el amor?- El Play Station y el computador terminaron con las escondidas y la pinta, el Facebook con la botellita y la escondida china.

La gente se empeñó por vivir sola y aislados en torres que vigilan la ciudad. Tener una carrera universitaria se transformó en la “única y digna” manera de “ser alguien”. Las carreteras se mejoraron, pero al mismo tiempo se multiplicaron los peajes, encareciendo viajar por nuestro país (de hecho es más económico veranear en el extranjero). Las casas grandes fueron vendidas a constructoras, que en el espacio de una vivienda construían veinte, con jardines diminutos donde no se puede ni siquiera plantar un poroto. Por esta disminución del verdor, desaparecieron las mariposas, dejaron de cantar las cigarras, se hizo imposible poder cazar una mantis religiosa o un simple saltamontes. No se criaron más aves en las casas, los niños conocen los pollitos o los patos en fotos, ya que sólo los ven desplumados y helados en los supermercados. Los cumpleaños infantiles por ser una molestia insostenible comenzaron a hacerse en locales de comida rápida y las parejas que se casan, a la primera e irreconciliable diferencia, (como es no coincidir en el lado de la cama que se desea dormir) se divorcian usando promociones grupales. Querer se transformó en sinónimo de comprar, y la culpa se nos esfuma adquiriendo cosas materiales, que repletan nuestros espacios de las casas. Junto a todos estos cambios rimbombantes, la palabra depresión comenzó a propagarse por todos lados, y no sólo eso, fueron sumándose nuevos trastornos sicológicos, como crisis de pánico, bipolaridad, crisis de ansiedad, depresión endógena, que fueron afectando a la población y, por sobre todo, a mis cercanos. Cuesta entender que la vida se transforme en sufrir, cuesta entender que mientras más avanzamos en tecnología, más alejados estamos de la humanización. Que mientras la medicina trabaja en aumentar la “esperanza de vida”, el estrés del progreso nos hace perder la “esperanza en la vida”.

Hace poco, en el concierto por Aysén, conocí a un músico chileno llamado Chinoy. El color de su voz y la potencia de sus letras me hicieron de inmediato fan de su música. Obtuve sus canciones y una en particular me robó el alma, Klara. Trata sobre la vida de mierda que vivimos, sobre la sociedad que no escatima esfuerzos en hacernos difícil el día a día. Luego toma un giro, narrando la intimidad protegida que vive una pareja al interior de su habitación, a salvo de la dureza de la ciudad.

Unos días atrás iba en el metro, rumbo al trabajo, escuchando feliz la canción de Chinoy. De pronto el metro, llegando a la estación El Parrón, paró en seco. Se apagaron las luces del vagón, comenzando a salir humo. La gente entró en pánico, sin importar la presencia de niños que miraban asustados. Entre todo el barullo, algunos pudimos ver que la gente que estaba en el andén, lloraba. Un hombre sacó la cabeza por la ventana y les preguntó qué había pasado, a lo que respondieron que una persona se había lanzado a la línea del tren. Al saber que alguien estaba bajo el vagón, sentí una angustia desconocida. Me desesperaba saber que mientras la gente trataba de salir y el tren estaba quieto, alguien sufría o había fallecido allá abajo. Me subió la pena a la garganta, sin embargo no todos reaccionaban así. Mucha gente gritaba por salir, reclamándoles a los guardias del andén. Si no le importa la persona que está abajo, cálmese al menos por los niños –le dije enojada a una señora-. La mujer estaba tan empecinada en salir, que ni siquiera me prestó atención. En un momento nos evacuaron, pudiendo salir para tomar una micro que nos ayudaría a continuar nuestro viaje. Delante del tren habían jóvenes sacando fotos al triste espectáculo, como si el show del reality de turno se prolongara a la vida real sin ningún respeto. Me fui pensando en la señora, quién sería, qué pena sentiría, tendría hijos, pareja, habría logrado su propósito de terminar con el dolor de vivir? La canción Klara habla de la ciudad atemorizante contrastada con la seguridad del hogar protector.

He conversado con personas que sufren bipolaridad, he leído y he vivido con parientes que sufren crisis de pánico. Todos coinciden en que la normalidad se pierde, se deja de ser quienes sabemos que somos, que los que te rodean dejan de ser los conocidos amistosos y que ni siquiera lo más sagrado que tienes, tu casa, es seguro. Uno pasa a ser su propio enemigo, porque es tu mente que te juega malas pasadas. Cuando tomas pastillas para poder despertar, cuando tomas pastillas para el día, cuando tomas para dormir, cuando no hay ni una sola razón que te provoque alegría, cuando no dan ganas de reír, ni de bailar, ni de amar, la vida es un dolor.

La realidad se ha distorsionado, esta vida vacía y a la vez llena de trampas mortales nos hace ver las cosas al revés. Hay personas con crisis de pánico que no pueden andar en el metro por las aglomeraciones y deben salir casi desmayados a respirar aire en la estación. Yo me pregunto, ¿podemos darnos cuenta que ellos son los normales que se sienten mal apretujados en el vagón, o nosotros somos los anormales que sí lo soportamos? Estamos acostumbrados a resistir, obligados por resignación al sacrificio, a creer que es normal que un obrero o una asesora del hogar o cualquier persona que gane poco sueldo, no tenga dinero ni siquiera para ir al cine a distraerse. Definitivamente es más económico comprarse una botella y emborracharse.

Recuerdo el caso de una señora, quien después de perder su casa y su negocio, cayó directo al alcohol. Su familia la retaba porque no era capaz de vencer esa adicción, -tan poco glamorosa- por los vómitos y el olor nauseabundo a trago. Esta misma persona superó su problema en alcohólicos anónimos, dejando a su familia satisfecha. El dolor que la hizo alcoholizarse siguió carcomiéndole el alma, optando por el discreto Ravotril; No tiene olor y te sumerge en un mundo donde lo malo no te puede tocar.

Bendito Ravotril. Bastan unas pastillitas para sentir bienestar y sortear la realidad. Para tener dulces sueños y luego, qué importa, si también hay pastillas para despertar. Hemos perdido la capacidad de mirarnos desde arriba, de perdonarnos, de saber cortar con valentía lo que nos hace daño. El elegante Ravotril para los ricos y su genérico Clonazepam, para los pobres, se agota en el mercado, mientras que las farmacias se multiplican. ¿Alguien querrá realmente que nos sanemos, si el negocio que reporta nuestra hipocondriaca sociedad deja ganancias estratosféricas a los laboratorios?

A las horas del accidente en el metro la noticia ya estaba publicada en internet. Aseguraban que la señora fue trasladada con vida a un servicio de urgencia, y que ella no se había lanzado, había caído casualmente. Más abajo, comentando la noticia, escribía furiosa una testigo del hecho, preguntándose por qué mentía la prensa y la empresa Metro, siendo que ella había visto como la mujer se había intentado suicidar. Le pedí información a mis amigos bomberos, cuya Compañía había concurrido al rescate. Ellos me respondieron que la señora había salido caminando y que ellos tienen prohibido hablar de suicidio, porque esa acción es un delito. ¿Un delito? – ¡Por Ford! ¿Después de todo ese momento doloroso, de tomar una decisión porque estás deshecho y no encontraste ayuda, debes quedar detenido? Imaginen si alguien llega a esa determinación por deudas no consiguiendo acabar con su vida, ¡sólo falta que le cursen una multa!

Esta es sólo una muestra de cómo las cosas son implacables, en vez de acoger y consolar, hasta la iglesia católica asegura que dios te condena porque te suicidas, rechazándote en su reino. Hace poco, mi hermano viajó a Perú, llegó hablando maravillas de esa sociedad preocupada de cosas esenciales, como una buena educación y el respeto. Cuando estuve en Uruguay, vi que era como Chile de los años ochenta; las carreteras eran precarias, había pocos malls, la gente tenía los zapatos gastados y no se observaba mucha modernidad, pero me quedó la sensación que eran todos calmados y felices. Palpé en sus calles que tal como los peruanos, lo esencial está en lo opuesto a lo esencial de los chilenos. Otro aspecto importante; la gente estudia sin estresarse y no eres alguien por lo que estudiaste. La mayoría de las personas aprenden de oficio y no todos quieren ser médicos, abogados o ingenieros, porque esas carreras no tienen sueldos obscenos.

Nadie nos impuso nada, fuimos nosotros mismos quienes acordamos que progreso era esta forma histérica de vivir. El verdadero progreso va por dentro, en trabajar con buenas acciones para sacarle brillo al alma. Hace poco leí un artículo, donde tres personas distintas; un científico francés convertido al budismo, una monja española dedicada a ayudar a los niños de Tucumán y un hombre común creador de una ONG que trabajaba por los niños de la India hablaban del camino a la felicidad. Los tres coincidían en que la felicidad parte preocupándote por ayudar a los demás. El egoísmo atrofia el corazón, la generosidad abre los sentidos, te llena de amor, te hace pleno.

Por mi parte, a mis 36 años, me he sentido a salvo de la pandemia depresiva, y no porque no tenga problemas, de hecho creo que a veces me sobran. Me ayudó mucho crecer en una casa grande, llena de rincones secretos, donde mi abuela llenó de flores, árboles y frutales el jardín. Vi nacer pollitos, alimentaba gallinas, jugaba con barro y andaba en bicicleta sin importar si me la robarían. Mi casa tenía una salamandra donde calentar la tetera, tomar mate y hacer panes tostados. Tuve y tengo una tía que me leía cuentos todas las noches, me entrevistaba para saber qué pensaba y me inculcó el valor de compartir y aceptar a los demás. Mi madre es profesora de escuelas pobres donde aprendí que mis carencias no eran nada al lado de muchos niños que realmente no tienen nada. Mi padre llenó mi vida de música andina, chilena y latinoamericana, explicándome las injusticias que viven los pueblos. Y por último, mi abuelo me introdujo al mundo de la fantasía y de la literatura, mundos que -les prometo-, realmente nos ayudan a ser felices.

Por Karin Artigas

El Ciudadano


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