Dr. José Antonio González Pizarro
Escuela de Derecho UCN, Antofagasta.
Los últimos acontecimientos referidos al coronavirus, ahora declarado pandemia por la OMS, nos ha traído las imágenes y discursos de la clausura de las fronteras nacionales, en varios países. Mientras Rusia aplicó la medida en la frontera con China, y los chinos la señalaron en Wuhan, como ciudad cerrada, para contener el contagio, el resto de naciones tanto en Europa como en América del Sur, han comenzado a cerrar sus fronteras, en sus dimensiones terrestres, marítimas y aéreas. Los mismos elementos que han caracterizado a la globalización, apertura comercial, conectividad y flujos de capitales y personas, ahora, se han visto, por la emergencia sanitaria, potencialmente peligrosos. Charles Darwin enseñó a mediados del siglo XIX no solo el espíritu de conservación y la sobrevivencia del más apto, sino la lucha por la vida de la especie. Ante el temor y temblor, del que hablaba el filósofo danés Kierkegaard, todos entendemos de modo implícito, mecánico, las medidas implementadas para frenar el contagio.
Sin embargo, esta disolución del sentido de humanidad, es la pérdida del sentido de fraternidad, sea en la dimensión cristiana o en la más secular, proveniente de la revolución francesa de 1789. Y esto nos lleva a reparar, antes que hiciese la aparición el coronavirus, en los Estados que han amurallado sus deslindes con países vecinos. Son muchos que, por razones geopolíticas o bien ideológicas/religiosas e incluso bajo supuesto comercio ilícito de mercancías y personas, han amurallado sus fronteras, es decir, las zonas que separan de modo terrestre a dos países. El temor hacia los “otros”, derivado de crisis humanitarias o bélicas que se han traducido en innumerables flujos migratorios ha llevado a levantar alambradas en la frontera entre Hungría y Serbia, en el año 2015. Previamente, por motivos geopolíticos, Israel comenzó su valla de púas contra Palestina en el año 2002. Los resquemores ideológicos y étnicos se han concretado en la frontera que el Presidente turco Recep Tayyip Erdogan, comenzó a erigir en las fronteras con Siria, Irán e Irak. El peligro de los kurdos organizados en el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), con representación en Turquía, estimados de terroristas, que procuran levantar su propio Estado. Lo mismo puede observarse en los recelos étnicos y religiosos entre India y Bangladesh, el problema que derivó de la división religiosa entre hindúes e islámicos, que llevó a la India y Pakistán a separar con una valla a las ciudades de Jammu y Cachemira, o bien con naciones que coinciden en lo religioso y sin embargo, recibieron como legado colonial- en este caso británico en 1893- una frontera impuesta, como es el caso entre Pakistán y Afganistán.
A mediados de la década pasada, en el 2015, Wendy Brown llamó la atención a esta separación cada vez mayor de países que hacen manifiesto su oposición al vecino, levantando muros, de modo paradojal, al proceso de interconexión en que nos hallamos, y tituló su obra Estados amurallados, soberanías en declive. La necesidad simbólica de expresar el valor de la soberanía decimonónica ante el derrumbe de facto de tal noción, sea por la mayor intervención de organismos multilaterales o por la injerencia de empresas multinacionales. Y hoy, tenemos en el continente americano, el denodado esfuerzo de Donald Trump de reforzar la frontera sur con México, en una frontera amurallada. En la actualidad son cerca de 70 las fronteras que están amuralladas.
La idea no es nueva. El imperio chino levantó su Gran Muralla, durante varias dinastías desde los Qin, pasando por los Han hasta los Qi, y prosiguieron. Era defenderse de las invasiones procedentes desde la Mongolia, principalmente de las incursiones de los xiongnu, plantea el sinólogo francés Jacques Gernet. Los romanos hicieron lo propio, v.gr. el muro de Adriano en Gran Bretaña, de costa a costa.
En el siglo XIX, el pensador y político español Juan Donoso Cortés, famoso por su “Discurso de la Dictadura”, planteó el aislamiento de España ante las consecuencias de la revolución democrática de 1848. Le escribe al general Ramón María de Narváez, duque de Valencia, jefe del gobierno, el 8 de junio de 1849: “Lo que España debería hacer sería cortar materialmente sus comunicaciones con el mundo, levantando hasta el cielo los Pirineos”. Planteamientos que buscaban atajar la circulación de las ideas, y que Carl Schmitt llevó a las últimas consecuencias de que lo político se zanjaba en la diferencia entre amigo/enemigo, o sea, quien debe ser considerado incluido y quien debe ser excluido. Lo político es entender esta dimensión bélica en la agrupación humana. La soberanía se vinculaba con la guerra a través del concepto clave Smittiano, el decisionismo.
Empero, esta dicotomía entre los extranjeros y los nacionales, se expresa de diversas maneras, para estimar al foráneo, al que no debe ser incluido en la percepción del nosotros, sino en el distante de ellos.
Hay países que han llevado la segregación al interior de su propio territorio e incluso ciudades. Los británicos dividieron Belfast en 1969 en el barrio católico y el barrio protestante.
Esta división de la urbe, condujo a dos investigadores de la Universidad de Harvard, Douglas Massey y Nancy Denton, a demostrar en 1988 de qué manera la segregación espacial constituyó desde la segunda década del siglo XX, una política de marginación para las poblaciones afroamericanas. Una segregación espacial que nos abruma en América Latina y en Chile, trayendo estas viejas nociones que hemos reseñado, y como vino viejo en odre nuevo, vuelven a retumbar en nuestros oídos, cuando nos internamos en una crisis social, económica y/o cultural.
El coronavirus nos debe enseñar- y podemos formarnos juicios, leyendo, cotejando informaciones- de qué manera podemos afrontar, en la unidad de la especie, bajo el dictado de la cooperación y la solidaridad, o bien, buscando el chivo expiatorio, aislándonos, no solo a nivel mundial, sino en el país, en la ciudad, en nuestro barrio.