Se pueden ganar elecciones, gobernar con mayorías relevantes y apellidarlo, eufemísticamente, triunfo democrático. Jesús Ibáñez, uno de los sociólogos más influyentes en lengua castellana, solía iniciar sus clases alertando: desconfíen de las mayorías electorales. Son resultado de un marketing político compuesto de emociones, miedos y un estado de excitación provocado por odios y el temor a una catástrofe identitaria. Como ejemplo, subrayaba: si 100 millones de moscas comen mierda, la mierda es buena, ni se aconseja para el consumo humano. En otras palabras, convencer a los ciudadanos de vivir en el infierno y prometer el paraíso o comer mierda depende de crear las condiciones para hacerlo viable.
No se puede analizar el triunfo electoral de Donald Trump desde una visión cortoplacista. Su éxito es el resultado de una estrategia nacida bajo el paraguas de la guerra fría, en la década de 1970. Fue un ataque concéntrico al estado de bienestar, a las políticas sociales y los procesos de redistribución de la riqueza. El globalismo y la nueva derecha emergen en ese periodo y con mayor relevancia en EU.
Su primer objetivo fue cambiar los criterios que debía poseer el candidato republicano para acceder a la Casa Blanca. Fundaciones privadas fueron desplazando a estrategas y consejeros del partido, al tiempo que ganaron protagonismo personajes cuyo ideario contenía una profunda crítica al sistema político, sintetizado en el llamado síndrome de Vietnam.
Así, en los extramuros del Partido Republicano nacieron las plataformas neoconservadoras. Su discurso era simple, pero efectivo. Ante una sociedad devastada por la derrota en Vietnam, Laos y Camboya, sometida a tensiones internas, y un relajamiento moral, se requería un hombre dispuesto a recuperar el tiempo perdido.
La elección de Ronald Reagan (1981-1989) no fue casual. Fue el resultado de la estrategia diseñada por los think tanks. Ellos tomarían el poder real. Los siguientes candidatos republicanos están cortados por el mismo patrón. George H. W. Bush, (1989-93) George W. Bush (2001- 09) y Donald Trump (2017-21) (2024-?). Hombres sin atributos, pero vitalistas. Ante cualquier problema recurren a una triada: familia, Dios y patria.
Con sus peculiaridades, fobias y anecdotario, les unen con el Partido Demócrata: el anticomunismo y el considerarse destinados por la providencia a llevar la paz al mundo libre. Baste ver la coincidencia a la hora de aplicar sus políticas contra Cuba, su apoyo a Israel y sus políticas migratorias. Sin embargo, los candidatos republicanos comparten el pensarse como seres dotados para revivir el denostado American way of life o estilo de vida estadunidense.
El lema de Trump: Make America Great Again (“haz a Estados Unidos grande otra vez”), es homologable al discurso planteado por Ronald Reagan en su campaña electoral de 1981. “Estados Unidos debe recuperar su condición de factótum del mundo libre, luego podrá consultar a los aliados”.
Guardianes de Occidente siembran el miedo, identifican los peligros y a continuación se erigen como la única alternativa militar capaz de enfrentar con opciones de éxito al enemigo. Si fue posible derrotar a la URSS, los estadunidenses deben estar seguros de que Trump derrotará a China, como sea: aplicando aranceles, atizando conflictos, crisis diplomáticas o desde el insulto y la descalificación.
Oriente versus Occidente. Samuel Huntington sintetizó las nuevas guerras como un “choque de civilizaciones”. Personajes como Jeane Kirkpatrick, Irving Kristol, Paul Wolfowitz, Robert Kagan, Lulu Schwartz, Condoleezza Rice y Clifford May desplazaron en la década de 1990 a los elefantes del partido Republicano, les quitaron poder y capacidad de decisión. Trump es el último eslabón, consecuencia de una política de desgaste dentro del partido; baste ver cómo un hombre fuerte del aparato, ex combatiente en Vietnam, el senador John McCain III, fue ninguneado hasta lograr su insignificancia política.
Hoy, el Partido Republicano está en manos de empresarios del cibercapitalismo, las plataformas digitales y la inteligencia artificial cercanos a fundaciones como el Instituto Estadunidense de la Empresa, Fundación para la defensa de las Democracias, Fundación Heritage o Proyecto para el Nuevo Siglo Estadunidense. Expertos en prospectiva no pueden vaticinar nada. Siempre existe el factor sorpresa.
Pero, sin caer en teorías de la conspiración, en Estados Unidos llevan décadas sometiendo a los ciudadanos a la guerra neocortical. Eliminar la capacidad de pensar hasta provocar la derrota del pensamiento. El objetivo, dirán sus mentores, consiste en “paralizar en el adversario el ciclo de observación, de la orientación, de la decisión y de la acción […]; en suma, anular su capacidad de comprender”. ¿Cómo si no dar crédito a las afirmaciones de Trump? Ahí están los fundamentos de su triunfo.
Sólo dos ejemplos: los inmigrantes haitianos se comen a perros y gatos o Kamala Harris es comunista. Ahora es tiempo de atar cabos y expandir la guerra neocortical en las redes. El ejecutor del plan: Elon Musk. La condición humana está en peligro y los síntomas no auguran un futuro mejor.
Por Marcos Roitman Rosemann
Columna publicada originalmente el 27 de noviembre de 2024 en La Jornada.
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