En estos días se ha llevado a cabo un episodio más del nacional espanto cotidiano que vivimos las y los mexicanos. Un rancho, como miles en México. Alguien en el fondo podría decir que es diferente, porque aquí se encontraron pertenencias de decenas de personas, algunas desaparecidas, con cartas, con huesos, con cenizas que sabemos que un día fueron alguien.
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Como miles en México, podría repetirse
Ante el golpe de realidad inmediatos, surgen discusiones. Algunas son problemáticas y profundas; llenas de elementos que buscan reconfigurar las condiciones en que se desarrolla nuestra realidad. Muchas otras, sin embargo, son simplemente estériles. Diré todavía más: son sórdidas, ridículas o instrumentales.
A lo largo de estos días, he hablado con diversas amigas y amigos en nuestra tierra. Lo hice, por un lado, por un intento de escuchar otras voces, distintas a las que me son comunes y compartidas; pero por otro, para establecer una línea de respeto hacia quienes han sufrido una desaparición cualquiera.
Las respuestas, múltiples y variadas, se han dirigido hacia un mismo sitio: tenemos que permitir que nuestra indignación aflore. Que se convierta en la semilla de nuestra dignidad futura. Que exija el esclarecimiento de los hechos -los ciertos- en el germen de un mejor mañana. Y, al mismo tiempo, que no deje espacio para aquellos que intenten aprovecharse de este terrible episodio para la eternización de las condiciones que ellos mismos crearon, alimentaron y fomentaron. Más aún, que no deje espacio para que se finjan víctimas cuando no son sino victimarios.
Esta tensión parece no dejar feliz a nadie. Por un lado, lo que el grupo de buscadores y buscadoras encontró en Teuchitlán no es, ni remotamente, algo excepcional en nuestro país. Por otro, debería preocuparnos, antes que cualquier otra cosa, que no lo sea. El viraje punitivista de algunas personas de izquierda -que presentan la idea de que si alguien en realidad era sicario, o vendía droga, o se vestía de una manera e iba a ciertas fiestas, justifica entonces que fuera ejecutada extrajudicialmente- sólo se puede comparar con la carroñera desvergüenza de quien se finge sorprendido porque esto suceda. Más aún, que como en el famosísimo cuento de Monterroso, quieren que las condiciones se repitan para seguir teniendo noticias de exterminios en el mañana.(1) Para publicar sus libritos en el instituto de investigaciones jurídicas, para hacer sus marchas en las calles cobrando al político en turno, para indignarse gratuitamente y sin peligro en Facebook, en el café o sesudos artículos de opinión o para decir que “México está muy mal” y que debemos votar por ellos.
Las desapariciones son, siempre y en cada vez, un asunto totalmente terrible. En nuestro continente, han sido históricamente utilizadas de manera sistemática por las dictaduras impulsadas por Estados Unidos para acabar con la disidencia interna no sólo político-electoral, sino a cualquier forma de resistencia social y político económica.
No se trata del único caso, claramente. El control de grupos delincuenciales por parte de la Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) que está plena y totalmente documentada y aceptada, ha repetido ese tipo de estrategias para eliminar las resistencias internas por parte de la población de nuestros pueblos. Porque la delincuencia organizada no es, contrario a lo que algunos indican, un asunto de “maldad” de ciertas personas, sino un negocio gigantesco que beneficia y privilegia los intereses del norte global para mantener sus formas de vida y cumplir con sus necesidades en un mercado controlado por ellos.
En este sentido, resulta necesario entender que existe un proceso de apoyo institucional que se da no sólo en los gobiernos locales de nuestros países, sino también y especialmente por parte de empresas, inversores y gobiernos extranjeros -en nuestro país, el de Estados Unidos, en África el de los países europeos y en Asia el de China, Japón y Rusia- con mira coloniales y de clase. La delincuencia no sólo es permitida, sino alentada e impulsada porque es un magnífico negocio, que permite incluso, romper la legalidad de otras partes de quienes apoyan, impulsan y pagan para mantenerlo.
Un ejemplo muy sencillo: existen espacios geográficos de nuestro país, territorios completos, en donde el gobierno nacional o local tiene el paso vedado. Donde algo tan simple como hacer una campaña de vacunación es imposible, porque el estado no tiene la capacidad de ingresar sin bajas y conflictos. Pero ahí, podemos encontrar, lo sabemos quienes vamos a esos lugares, en cada tienda productos de las grandes empresas transnacionales. Por repetir algo conocido sobre ciertos espacios de Chiapas, a veces no es posible tener agua potable, pero si tomar un refresco de cola. ¿En realidad vamos a fingir que esas empresas consiguen esos espacios de excepción para vender a una comunidad empobrecida sus refrescos? ¿Vamos a continuar negando que se construyen esos espacios para lograr ventajas descomunales y obtener cuartos oscuros donde pueden beneficiarse de manera ilegal en cada aspecto posible?
Existe una tendencia a simplificar los problemas complejos de nuestros tiempos. Establecer soluciones sencillas que realmente no funcionan, sino que tan sólo muestran que se “está haciendo algo”. Esto lleva a que algunas personas -en nuestro país, fue Felipe Calderón- utilicen ese tipo de discursos para establecer regímenes de terror que permitan el impulso de sus propias preferencias como si fueran resultado necesario de las condiciones sociales. La idea de la mano dura se utiliza como una promesa de mejorar algo que no tienen ninguna intención de mejorarse, y que puede tener, como lo muestra El Salvador, un supuesto éxito, siempre que quitemos elementos importantes de la ecuación, que se colocan como si fueran estorbos para esa estrategia (el rechazo por ejemplo, de los derechos humanos realizado por estos gobiernos se dirige no a mejorar la seguridad, sino a impedir que podamos como sociedad, oponernos mañana a lo que ellos quieran, porque hemos renunciado a esa protección). De esa forma, no se trata del fin del crimen organizado, sino de su estatización.
Cuando encontramos las fotografías de las personas desaparecidas en nuestro país. Que lo son siempre por la delincuencia organizada, sea esta en el sector privado (el narco) o en el público (los espacios de “mano dura” del estado), existe siempre una narrativa de criminalización que muestra que nadie estaría a salvo. No hay ninguna forma en que alguien sea una víctima perfecta. Todos sin excepción, rompemos las leyes en nuestra vida diaria. Incluso el señor que mira mi frase, molesto, diciendo que él no lo hace, sería un criminal si se le revisara con intención de hacerlo así.
Pensar de forma simple estos problemas, lleva a narrativas dicotómicas y maniqueas, donde hay unos que son “buenos” y otros que son “malos”. Los buenos serán siempre víctimas, reales o potenciales, mientras que los otros serán siempre victimarios. Las “madres buscadoras” no soportan, lo sabemos, un análisis inquisitorial, como tampoco lo hace la Presidenta, el Fiscal o el ejército. Pero contrario a lo que esas formas intentan presentarnos, no se trata de encontrar a las víctimas perfectas o a los verdugos puros, sino de observar los elementos estructurales que hacen posible la existencia de este horror cotidiano.
Cualquier otro intento está, lo sabemos bien, condenándonos a repetir este ciclo hasta el cansancio. Y merecemos, como sociedad, algo mucho mejor que eso.
(1) “En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada. Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.”
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