Hace poco más de un año, la Cámara de Diputados, por oposición unánime de la derecha política, rechazó una moción que venía a erradicar uno de los sustentos del actual modelo que limita nuestra democracia: el artículo 23 de la Constitución de 1980, que mantiene la inhabilidad de dirigentes sindicales, sociales y vecinales a ser parlamentarios, separando la construcción política social, de la institucional, pilar ideológico del estatus quo.
Este proyecto buscaba entre otras materias, superar la lógica gremialista enraizada en la Constitución impuesta, y permitir que organizaciones sociales y sindicales asumieran su participación política como derecho transversal y legítimo, con posibilidad real de disputa de poder institucional, lo que podría abrir las puertas a un aumento de la participación efectiva de la sociedad en política y, por tanto, poner en cuestión las bases de la “apoliticidad” instalada por el actual modelo.
El actual sistema de democracia capitalista radical aparejado a la idea del fin de la historia[1](algo que el autor portugués Boaventura de Souza Santos ha definido como una concepción democrática hegemonizante), instalada a mediados del siglo XX, tiende a reducir los espacios participativos, promoviendo la idea de contradicción entre movilización e institucionalización, bajo una apreciación positiva de la apatía política y una sobrevaloración del diseño electoral[2].
En ese marco, el pluralismo se concibe como una disputa entre élites, que implica la restricción de los modelos de participación en favor de un consenso, fundamentalmente electoral, para la formación de gobiernos, ilegalizando cualquier reflexión sobre un elemento disruptor del orden. Por ejemplo, aquellos que han sido parte de organizaciones sociales críticas y que legítimamente busquen disputar espacios de toma de decisión institucional.
Tomando en cuenta dicha reflexión, cobra total relevancia indagar en las propuestas de los candidatos a presidentes(as) y parlamentarios(as) respecto de ésta y otras medidas que abran alternativas de participación e incentivos a ella, como condición sine qua non del tránsito de una democracia representativa a otra participativa. A mi juicio, esta es tarea fundamental de lo que, muchos esperamos, sea el próximo gobierno progresista de Chile.
Si pudiéramos revisar algunas experiencias concretas en el camino para abrir espacios efectivos de participación gradual, es importante destacar que en enero del presente año, la Comisión Nacional de Participación y Fortalecimientos de la Sociedad Civil entregó su informe final a la presidenta Michelle Bachelet. En el se incorporan una serie de medidas interesantes y que pueden significar cambios profundos en lo que hemos venido comprendiendo por participación.
Una de las medidas más profundas que propuso el Consejo, es el reconocimiento de la participación como un derecho en la Constitución, lo que operaría como gran paraguas para habilitar la instalación de mecanismos de democracia participativa o semi directa en nuestra geografía política. Tal medida abre la posibilidad de proponer la implementación legal de medidas como la Iniciativa Popular de Ley, donde, bajo determinados requisitos, se posibilita a la ciudadanía organizada presentar proyectos de ley que les merezcan su atención.
Pero para cualquier mejora importante en materia de participación, ha de existir una voluntad política real sobre la materia, avanzando hacia un Estado más moderno en este ámbito, que incorpore instancias de participación efectiva y vinculante, que reconozcan lo avanzado con la Ley 20.500, pero también asuman sus limitaciones.
El momento político de Chile exige que el Estado impulse cambios estructurales que reconozcan en la participación un valor transversal, de raíz constitutiva, por ejemplo, en la elaboración de políticas públicas, diseño de planes y programas, para así avanzar hacia un paisaje de constante diálogo, que contemple herramientas para una participación factible, como presupuestos participativos o plebiscitos comunales.
Como muchos y muchas hemos dicho, más allá del diseño electoral en nuestro país urgen canales de participación donde la comunidad en su conjunto se vea beneficiada, redundando en aumento de confianza y vocación de construir un sistema democrático propio, dotado de amplia legitimidad, más original y justo, donde quepamos todas y todos.
(1) La frase “el fin de la historia” es acuñada en el libro El fin de la Historia y el último hombre, publicado en 1992 por el politólogo norteamericano de origen japonés Francis Fukuyama. En el texto se propone la teoría de que la historia humana entendida bajo el precepto de lucha entre ideologías ha terminado, dando inicio a una etapa histórica asociada a la democracia liberal y a la economía de libre mercado, que se ha instalado por sobre las viejas utopías comunistas que terminaron de sepultarse con el colapso de la URSS y el término de la Guerra Fría. Esta teoría fue parte del ascenso de la denominada revolución conservadora de la década de los 80’ y los 90’, con eslóganes como, No hay Alternativa al capitalismo de mercado, de la ex Primera Ministra del Reino Unido Margaret Thatcher.
(2) La tesis más influyente de democracia a partir de los años 40’ es la solución elitista esgrimida por el autor Joseph Schumpeter, ver SCHUMPETER, Alois Joseph. Capitalismo, Socialismo y Democracia. Ediciones Folio. España. 1984.