Corrí por los pasillos pensando en que nada de lo que vendría podía ser bueno. Una sensación extraña me recorría, mezcla de felicidad y miedo, parecida a cuando te salvas de morir atropellado por una fracción de segundo. Escondí el cuaderno robado entre las grietas del corredor más insalubre del pabellón y corrí a mi habitación para entregarme a los brazos del modecate. Como se imaginan, nuevamente era feliz. Drogado hasta la idiotez, dejé que pasara una media hora y me integré a los otros lunáticos, en la rutina de ejercicios que estaban desarrollando en el patio.
¿Les conté que el manicomio era un lugar triste? Como toda cárcel, no hay ningún misterio en eso. La pintura descascarada y el moho de las paredes; techos con goteras en invierno y cucarachas en verano. Y si bien los árboles del patio deberían conferirnos alguna especie de descanso visual a los reclusos, los barrotes de cada ventana los volvían una pesadilla, al otorgarles el aura de lo inalcanzable.
Francamente, pienso que a nadie le importábamos. Ni siquiera a nuestras familias, si no, no estaríamos ahí. Nuestro manicomio debía ser para la sociedad como una bodega cerrada por años en la que se acumulan muebles viejos, papeles, artefactos descompuestos, ropa de toda clase y juguetes rotos. Todo revuelto en un caos fétido y putrefacto. Alfredo, mi compañero desfigurado, decía que éramos la caja de Pandora, que si algún día nos llegaban a liberar a todos juntos, aumentaría la maldad en el mundo, pero que si nos liberaban solos, por separado, terminaríamos siendo absorbidos por la comunidad bien pensante.
Después de la innecesaria rutina de ejercicios en el patio, volví a mi habitación para drogarme. Sin embargo estaba intranquilo, esperaba a cada momento ver aparecer al Dr. Stop y a su amigo el enfermero bajo la derruida puerta de mi celda. En algún momento, más pronto que tarde, querrían recuperar lo suyo y aunque no se hubieran dado cuenta de mi robo, vendrían a mí de todos modos, pues lo quisiera o no, era uno de los principales sospechosos. Llegó la noche y nuevamente se empezaron a oír los gritos de los internos en una cacofonía no sin cierto orden. Unos gritaban por costumbre hasta que nuestros carceleros los golpeaban sin piedad. Se hacían indiferenciables los gritos de locura de los gritos de dolor. Baste decir que nos golpeaban por cualquier cosa, con especial ensañamiento si orinábamos nuestras piezas o nos defecábamos encima. Pero lo peor no era la violencia, sino la capacidad de acostumbrarse a ella como si fuera algo natural.
Alfredo decía que la violencia era el estado original del mundo y que después habíamos degenerado hasta volvernos blandos. Claro, a él no lo golpeaban, su cuerpo quemado les inspiraba repulsión y apenas se acercaban a él. La fealdad era su mejor escudo. Alfredo charlaba y charlaba, mientras yo en la litera superior me hacía mierda la vena, soñando con reptiles antediluvianos que se comían unos a otros; soñaba con los violadores del pabellón contiguo, los imaginaba en una orgía sangrienta entre ellos mismos hasta que sólo quedaba uno.
Quería acabar con el frasco antes de que me lo quitaran. Han escuchado la frase, “arrebatarle un dulce a un niño”. Nadie podía ser tan cruel, excepto Dr. Stop, que seguramente andaría buscando a ciegas su droga perdida. Al día siguiente, cuando nuevamente me tocara compadecer en su despacho, se daría cuenta instantáneamente de mi robo, pues repararía en mis brazos llenos de moretones, producto de las reiteradas inyecciones. Podía incluso imaginar a mi doctor diciéndome de forma severa: “Parece que has tenido algo de acción muchacho, pero esas cosas no se hacen”.
De todos modos estaba perdido, así que decidí no pensar en nada. Alfredo dormía como un bebé, el bebé más feo y horroroso del planeta sin duda. Me enterneció mirarlo así, con toda la piel abrasada, descansando a pesar de los aullidos desgarradores que se colaban a nuestra habitación y decidí jamás volver a comer carne asada en lo que me quedara de vida. Una decisión estúpida, claro, pero a veces la amistad está conformada de sólo eso: una suma de pequeñas naderías. Así que me seguí inyectando hasta que perdí el conocimiento o me dormí.
Continuará…
Por Dr. Strange
El Ciudadano Nº134, octubre 2012