Desigualdad, participación cultural y democratización en el desafío de la nueva constitución

Por Simón Palominos, Sociólogo.

Desigualdad, participación cultural y democratización en el desafío de la nueva constitución

Autor: Carlos Montes

En la presente columna quisiera ofrecer una entrada a las discusiones sobre el rol de la cultura en la nueva constitución a partir de los desafíos de la noción de participación. En este contexto, propongo que es necesario restituir la dimensión política de la participación cultural, condición fundamental para avanzar hacia una democratización sustantiva del campo cultural y de la sociedad chilena. 

En primer lugar, como muchas y muchos artistas, investigadores y gestores han indicado, asistimos a una crisis posiblemente terminal del modelo de desarrollo neoliberal en Chile, instalado durante la dictadura y luego profundizado por los gobiernos posdictatoriales. La principal característica de nuestro modelo de desarrollo es la profunda desigualdad de la sociedad chilena. Esta desigualdad se manifiesta en diversos ámbitos de nuestra vida social, como la concentración de la riqueza, la explotación de las distintas formas de trabajo, la destrucción del medio ambiente, la profundización de las violencias de género, y el racismo estructural hacia comunidades originarias y migrantes, entre otros.

Las desigualdades económicas, sociales y políticas también tienen un correlato en el campo cultural de Chile. Por ejemplo, la concentración económica se traduce en una distribución desigual de la educación y del capital cultural, lo que afecta nuestra capacidad de vincularnos y apreciar las diversas manifestaciones culturales. A raíz de lo mismo, la desigualdad también se traduce en la distinción entre prácticas que son reconocidas institucionalmente como legítimas frente a otras que carecen de ese reconocimiento, creando brechas simbólicas entre nuestras colectividades.

A su vez, las políticas culturales en Chile contribuyen a esta desigualdad operando bajo el principio del Estado subsidiario, el que no garantiza derechos culturales, sino que los repliega ante las fuerzas de un mercado colonizado por el capital transnacional y las élites locales. La cultura, este sustrato simbólico que creamos colectivamente, que permite la interpretación del mundo y con el que construimos nuestras identidades, se enfrenta así a un Estado que la imagina como una propiedad de individuos y nunca como atributo de comunidades. Por tanto, la participación en la cultura objetivada a través de este vínculo de propiedad es siempre reducida a un acto de consumo, a un intercambio de mercado que es objeto de políticas tales como subsidios a la oferta y la demanda, ejemplificados en los siempre insuficientes y precarizantes fondos concursables. 

Esto se corresponde con una operación de despolitización del campo cultural que caracteriza los discursos públicos sobre las culturas en el Chile posdictatorial. Las culturas son imaginadas únicamente como un espacio neutro, negando los conflictos inherentes de nuestra sociedad que se reflejan y se transforman a partir de nuestras prácticas simbólicas. Las instituciones públicas culturales en Chile intentan aplacar esta politicidad de la cultura insistiendo en la figura del encuentro, a través de convenciones, directorios, y otros mecanismos que mediante un empate político ocultan los antagonismos originados en la desigualdad de nuestra sociedad, impidiéndonos su abordaje y eventual resolución. Este modelo de gestión política en el campo cultural, basado en el principio neoliberal del estado subsidiario, que no garantiza los derechos culturales de la ciudadanía, y que es ciego a la desigualdad está también en crisis. 

Es posible abordar el problema de la desigualdad del campo cultural a través de la noción de participación. Una aproximación habitual en Chile consiste en su estudio a través de las encuestas de consumo cultural. Sucesivas encuestas confirman la desigualdad del campo cultural descrita. A modo de ejemplo, la Encuesta Nacional de Participación Cultural de 2017 indica que un 20% o menos de la población nacional asiste a actividades tradicionalmente entendidas como artísticas, tales como teatro, danza, y exposiciones de arte. Las mujeres y personas jóvenes presentan una relativa mayor participación, mientras que quienes poseen mayores estudios y recursos económicos superan hasta por diez veces la participación de las personas de menor educación e ingresos. Un elemento importante es que el instrumento contiene variables que permiten estudiar la participación desde una perspectiva activa, reconociendo algunas de las prácticas creativas de la ciudadanía. No obstante, el paradigma de la medición se enfoca hacia la identificación de carencias de acceso a un determinado repertorio de actividades legítimas, sin lograr capturar la diversidad de prácticas simbólicas que constituyen nuestras culturas, y por lo mismo, sin agotar la amplitud del concepto de participación.

En efecto, hablar de participación es hablar de mucho más. La noción de participación es fundamental para la teoría de la democracia y ha sido interpretada desde diversas posiciones conceptuales, que van desde el énfasis en el involucramiento formal con instituciones, hasta el vínculo en un nivel más amplio con la dimensión política de nuestras sociedades. En el primer sentido, la participación se reduce a una cuestión de democratización minimalista, formal o procedimental, que enfatiza la dimensión de acceso a bienes, servicios, y dispositivos jurídicos e institucionales. En el segundo, la participación se vincula a una noción maximalista de democratización sustantiva, donde las personas adquieren un rol fundamental en la organización de la vida en sociedad y disfrutan equitativamente de sus beneficios. Si bien ambas perspectivas son complementarias, en la primera la participación es pasiva, mientras que en la segunda se vuelve activa y equivale efectivamente al ejercicio de la ciudadanía misma. 

Este paradigma maximalista de participación no es totalmente ajeno a las políticas culturales de Chile. A modo de ejemplo podemos mencionar las experiencias de comisiones de expertos y cabildos culturales convocados durante la década de 1990, la organización de los consejos sectoriales, regionales y otras instancias afines desde los 2000, y en general las diversas metodologías consultivas utilizadas para el diseño de los documentos de política cultural del Estado. Si bien la institucionalidad cultural ha sido ejemplar en la ampliación de los canales de participación en el Chile posdictatorial, estas iniciativas se diseñan e implementan a nivel centralizado, incluso cuando se replican a nivel regional; tienden a reforzar el sesgo disciplinar que legitima ciertas prácticas, disciplinas y saberes sobre otras; y en general muestran un escaso vínculo con las comunidades y los territorios. 

Quizá esto se deba a que en realidad estas instancias no descansan realmente en el principio de la participación, sino más bien en el de representación. La representación contribuye a un funcionamiento más expedito del sistema político en las democracias contemporáneas; no obstante, también permite la captura de este por parte de las élites y su autonomización y progresiva deslegitimación respecto de la ciudadanía en general. En este sentido, conviene tener presente que toda vez que la representación busca hacer presente un otro, al mismo tiempo le desplaza, impidiéndole hablar por sí mismo. Por lo tanto, el principio de representación, propio de una democracia burguesa, indirecta y minimalista, es uno de los fundamentos de una desigualdad que se manifiesta también en los cruces entre cultura y política.

Como consecuencia, es necesario reconocer sin ambages que la desigualdad, especialmente aquella que tiene lugar en el campo de las culturas, atenta contra la democratización sustantiva de nuestro país, y que su combate debe ser una prioridad para las políticas culturales. Esto supone, en primer lugar, avanzar hacia una reconceptualización de la democracia que la distinga de su forma liberal burguesa, y que descanse en la participación radical como su principio fundante. Esto nos permitirá no solo identificar los diversos antagonismos que emergen en nuestras sociedades y las relaciones de poder en las que se fundan, sino además nos posibilita reconocer a las personas y colectivos sociales que las experimentan en forma cotidiana, abriendo así la puerta a un abordaje humano de dichas desigualdades. La participación radical así dará forma a nuevas formas de democracia emergentes desde las bases sociales y sus articulaciones, penetrando todas las esferas e instituciones del país.

En términos de nuestro campo cultural, esta reflexión supone ir más allá de la discusión sobre acceso y representación. Es necesario el reconocimiento de las más diversas prácticas culturales existentes, enfatizando las comunidades y territorios para las cuales son significativas y significantes. Y, sobre todo, es necesario incorporar en nuestra idea de participación cultural la capacidad de la ciudadanía de incidir en la toma de decisiones en relación con las políticas culturales y con toda acción que concierna a las culturas de nuestro país. Esto supondrá estudiar e implementar mecanismos permanentes deliberativos y vinculantes que visibilicen a las comunidades y organizaciones locales y permitan la formación de otras nuevas, y que operen no solamente a nivel regional, sino en cada territorio. Asimismo, requerirá un Estado que sepa reconocer a las comunidades como agentes legítimos y se reconfigure para permitir canalizar la voz de cada territorio en forma directa, recuperando el espacio arrebatado por la representación. El principio de la participación, entonces, es irreductible e irremplazable para la democratización política, económica y cultural de nuestro país. 

Una discusión sobre el carácter irreductible de la participación como principio de democratización radical es particularmente oportuna en el contexto de la confección de la nueva Constitución para la sociedad chilena. La Convención Constituyente ya ha avanzado al respecto, incorporando la participación popular incidente como principio de su funcionamiento. Del mismo modo, la creación en su seno de la Comisión sobre Sistemas de Conocimientos, Culturas, Ciencia, Tecnología, Artes y Patrimonios nos muestra que el desafío de construir un nuevo Chile no es solamente una tarea de carácter jurídico o procedimental, sino que fundamentalmente de tipo cultural. Por ende, la discusión sobre los derechos culturales, entre ellos el de la participación en las culturas, las artes y los saberes, es imprescindible para nuestro momento político actual.

Es de esperar que las iniciativas de participación directa y vinculante no solamente operen en el momento constituyente, sino que se manifiesten en el articulado de la nueva Constitución y se implementen en forma expedita. Sólo así la nueva organización del Estado chileno podrá hacer justicia a una sociedad cuyo despertar excede los canales jurídicos de la ciudadanía y se rearticula cultural y políticamente como un pueblo que construye su propio destino.

 


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