Disculpen la molestia

Quiero compartir algunas preguntas, moscas que me zumban en la cabeza


Autor: Sebastian Saá


Quiero compartir algunas preguntas, moscas que me zumban en la cabeza. ¿Es justa la
justicia?¿Está parada sobre sus pies la justicia del mundo al revés? El
zapatista de Irak, el que arrojó los zapatazos contra Bush, fue condenado a
tres años de cárcel. ¿No merecía, más bien, una condecoración?

¿Quién es el terrorista? ¿El zapatista o el zapateado? ¿No es culpable de
terrorismo el serial killer que mintiendo inventó la guerra de Irak, asesinó
a un gentío y legalizó la tortura y mandó aplicarla?

¿Son culpables los pobladores de Atenco, en México, o los indígenas mapuches
de Chile, o los kekchíes de Guatemala, o los campesinos sin tierra de
Brasil, acusados todos de terrorismo por defender su derecho a la tierra? Si
sagrada es la tierra, aunque la ley no lo diga, ¿no son sagrados, también,
quienes la defienden?

Según la revista Foreign Policy, Somalia es el lugar más peligroso de todos.
Pero, ¿quiénes son los piratas? ¿Los muertos de hambre que asaltan barcos o
los especuladores de Wall Street, que llevan años asaltando el mundo y ahora
reciben multimillonarias recompensas por sus afanes?

¿Por qué el mundo premia a quienes lo desvalijan?

¿Por qué la justicia es ciega de un solo ojo? Wal Mart, la empresa más
poderosa de todas, prohíbe los sindicatos. McDonald’s, también. ¿Por qué
estas empresas violan, con delincuente impunidad, la ley internacional?
¿Será porque en el mundo de nuestro tiempo el trabajo vale menos que la
basura y menos todavía valen los derechos de los trabajadores?

¿Quiénes son los justos y quiénes los injustos? Si la justicia internacional
de veras existe, ¿por qué nunca juzga a los poderosos? No van presos los
autores de las más feroces carnicerías. ¿Será porque son ellos quienes
tienen las llaves de las cárceles?

¿Por qué son intocables las cinco potencias que tienen derecho de veto en
las Naciones Unidas? ¿Ese derecho tiene origen divino? ¿Velan por la paz los
que hacen el negocio de la guerra? ¿Es justo que la paz mundial esté a cargo
de las cinco potencias que son las principales productoras de armas? Sin
despreciar a los narcotraficantes, ¿no es éste también un caso de “crimen
organizado”?

Pero no demandan castigo contra los amos del mundo los clamores de quienes
exigen, en todas partes, la pena de muerte. Faltaba más. Los clamores claman
contra los asesinos que usan navajas, no contra los que usan misiles.

Y uno se pregunta: ya que esos justicieros están tan locos de ganas de
matar, ¿por qué no exigen la pena de muerte contra la injusticia social? ¿Es
justo un mundo que cada minuto destina tres millones de dólares a los gastos
militares, mientras cada minuto mueren quince niños por hambre o enfermedad
curable? ¿Contra quién se arma, hasta los dientes, la llamada comunidad
internacional? ¿Contra la pobreza o contra los pobres?

¿Por qué los fervorosos de la pena capital no exigen la pena de muerte
contra los valores de la sociedad de consumo, que cotidianamente atentan
contra la seguridad pública? ¿O acaso no invita al crimen el bombardeo de la
publicidad que aturde a millones y millones de jóvenes desempleados, o mal
pagados, repitiéndoles noche y día que ser es tener, tener un automóvil,
tener zapatos de marca, tener, tener, y quien no tiene, no es?

¿Y por qué no se implanta la pena de muerte contra la muerte? El mundo está
organizado al servicio de la muerte. ¿O no fabrica muerte la industria
militar, que devora la mayor parte de nuestros recursos y buena parte de
nuestras energías? Los amos del mundo sólo condenan la violencia cuando la
ejercen otros. Y este monopolio de la violencia se traduce en un hecho
inexplicable para los extraterrestres, y también insoportable para los
terrestres que todavía queremos, contra toda evidencia, sobrevivir: los
humanos somos los únicos animales especializados en el exterminio mutuo, y
hemos desarrollado una tecnología de la destrucción que está aniquilando, de
paso, al planeta y a todos sus habitantes.

Esa tecnología se alimenta del miedo. Es el miedo quien fabrica los enemigos
que justifican el derroche militar y policial. Y en tren de implantar la
pena de muerte, ¿qué tal si condenamos a muerte al miedo? ¿No sería sano
acabar con esta dictadura universal de los asustadores profesionales? Los
sembradores de pánicos nos condenan a la soledad, nos prohíben la
solidaridad: sálvese quien pueda, aplastaos los unos a los otros, el prójimo
es siempre un peligro que acecha, ojo, mucho cuidado, éste te robará, aquél
te violará, ese cochecito de bebé esconde una bomba musulmana y si esa mujer
te mira, esa vecina de aspecto inocente, es seguro que te contagia la peste
porcina.

En el mundo al revés, dan miedo hasta los más elementales actos de justicia
y sentido común. Cuando el presidente Evo Morales inició la refundación de
Bolivia, para que este país de mayoría indígena dejara de tener vergüenza de
mirarse al espejo, provocó pánico. Este desafío era catastrófico desde el
punto de vista del orden racista tradicional, que decía ser el único orden
posible: Evo era, traía el caos y la violencia, y por su culpa la unidad
nacional iba a estallar, rota en pedazos. Y cuando el presidente ecuatoriano
Correa anunció que se negaba a pagar las deudas no legítimas, la noticia
produjo terror en el mundo financiero y el Ecuador fue amenazado con
terribles castigos, por estar dando tan mal ejemplo. Si las dictaduras
militares y los políticos ladrones han sido siempre mimados por la banca
internacional, ¿no nos hemos acostumbrado ya a aceptar como fatalidad del
destino que el pueblo pague el garrote que lo golpea y la codicia que lo
saquea?

Pero, ¿será que han sido divorciados para siempre jamás el sentido común y
la justicia?

¿No nacieron para caminar juntos, bien pegaditos, el sentido común y la
justicia?

¿No es de sentido común, y también de justicia, ese lema de las feministas
que dicen que si nosotros, los machos, quedáramos embarazados, el aborto
sería libre? ¿Por qué no se legaliza el derecho al aborto? ¿Será porque
entonces dejaría de ser el privilegio de las mujeres que pueden pagarlo y de
los médicos que pueden cobrarlo?

Lo mismo ocurre con otro escandaloso caso de negación de la justicia y el
sentido común: ¿por qué no se legaliza la droga? ¿Acaso no es, como el
aborto, un tema de salud pública? Y el país que más drogadictos contiene,
¿qué autoridad moral tiene para condenar a quienes abastecen su demanda? ¿Y
por qué los grandes medios de comunicación, tan consagrados a la guerra
contra el flagelo de la droga, jamás dicen que proviene de Afganistán casi
toda la heroína que se consume en el mundo? ¿Quién manda en Afganistán? ¿No
es ese un país militarmente ocupado por el mesiánico país que se atribuye la
misión de salvarnos a todos?

¿Por qué no se legalizan las drogas de una buena vez? ¿No será porque
brindan el mejor pretexto para las invasiones militares, además de brindar
las más jugosas ganancias a los grandes bancos que en las noches trabajan
como lavanderías?

Ahora el mundo está triste porque se venden menos autos. Una de las
consecuencias de la crisis mundial es la caída de la próspera industria del
automóvil. Si tuviéramos algún resto de sentido común, y alguito de sentido
de la justicia ¿no tendríamos que celebrar esa buena noticia? ¿O acaso la
disminución de los automóviles no es una buena noticia, desde el punto de
vista de la naturaleza, que estará un poquito menos envenenada, y de los
peatones, que morirán un poquito menos?

Según Lewis Carroll, la Reina explicó a Alicia cómo funciona la justicia en
el país de las maravillas:

–Ahí lo tienes –dijo la Reina–. Está encerrado en la cárcel, cumpliendo su
condena; pero el juicio no empezará hasta el próximo miércoles. Y por
supuesto, el crimen será cometido al final.

En El Salvador, el arzobispo Oscar Arnulfo Romero comprobó que la justicia,
como la serpiente, sólo muerde a los descalzos. El murió a balazos, por
denunciar que en su país los descalzos nacían de antemano condenados, por
delito de nacimiento.

El resultado de las recientes elecciones en El Salvador, ¿no es de alguna
manera un homenaje? ¿Un homenaje al arzobispo Romero y a los miles que como
él murieron luchando por una justicia justa en el reino de la injusticia?

A veces terminan mal las historias de la Historia; pero ella, la Historia,
no termina. Cuando dice adiós, dice hasta luego.

por Eduardo Galeano

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