Ha sido muy común en quienes ejercen (o han ejercido) el poder en muchas partes del mundo el tratar de confundir lo que constituye una verdad actual o histórica con lo que estipula una sentencia o verdad judicial. O, dicho en otros términos, conferirle a una sentencia judicial un carácter innegable. Y, por otro lado, buscar invalidar un juicio actual o histórico condenatorio de personas porque no ha habido sentencias judiciales al respecto. Lo primero, respecto de personas que han sido condenadas por tribunales, especialmente en el caso de opositores en situaciones de dictadura. Y lo segundo particularmente respecto de gobernantes, policías o militares que han aplicado con el mayor secreto posible crímenes atroces (desapariciones forzadas, ejecuciones y torturas) en contra de muchos de los ciudadanos que han estado bajo su poder.
Al hacerlo, incurren en claras falacias. De partida, en cuanto a las condenas de personas inocentes, porque “olvidan” que muchas de ellas lo han sido por poderes judiciales controlados o presionados por dictaduras o regímenes autoritarios; y donde muchas veces se han obtenido confesiones por torturas o, en términos generales, se han violado las reglas elementales del debido proceso. Y, respecto de las declaraciones de inocencia de personas en sentencias judiciales, “olvidan” que estas requieren de una especial seguridad de que la atribución de responsabilidades personales por crímenes establecidos en ella esté más allá de toda duda razonable, ya que sus consecuencias pueden irrogar el castigo de una o de varias personas a penas pecuniarias o de perder la libertad personal por muchos años. Por lo mismo, sus estándares son mucho más exigentes. Dicho de otro modo, una persona puede salir exculpada de un proceso judicial, aunque exista una razonable conclusión de su culpabilidad para los contemporáneos y para la historia.
Todo lo anterior se refuerza por el hecho de que una sentencia constituye también un acto político en el amplio sentido de la expresión. El poder judicial -en conjunto con el ejecutivo y el legislativo- constituye uno de los poderes políticos que configura un Estado. Y como todo acto político, está sujeto a sus vicisitudes. Puede que una sentencia se aparte de la justicia por temor a otro poder; por prevaricación; por querer “hacer carrera”; por prejuicios sociales, políticos o religiosos; por amiguismo; por incapacidad o negligencia; o por cualquier causa que genere una voluntad torcida del juez en favorecer o perjudicar a alguien. Además, como todo ser humano, el juez puede simplemente equivocarse y expedir una sentencia errónea, no basada en una acertada percepción y comprensión de los hechos; ya sea condenando a un inocente, o dejando libre a un culpable. O -como ya fue señalado- que el juez, aplicando la máxima diligencia y justicia, no llegue a tener los suficientes elementos de prueba necesarios para concluir en la responsabilidad del acusado, más allá de toda duda razonable.
Por otro lado, hay ocasiones en que sencillamente quien ha cometido delito nunca es llevado a juicio; ya sea porque ha concentrado todo el poder en sus manos hasta su muerte; porque se ha fugado exitosamente evitando su captura; o simplemente porque nunca se le han conocido sus actos delictuales. Particularmente corriente -y de consecuencias morales y políticas funestas- ha sido el gran número de criminales que han conducido Estados, ejércitos o policías a lo largo de la historia, y cuyas atrocidades han quedado en total impunidad. Entre los casos más conocidos de grandes criminales del siglo XX están los de Hitler, Stalin, Franco y Pinochet. El primero se escabulló de la justicia por haberse suicidado antes de ser capturado. Stalin y Franco por haber muerto concentrando todo el poder. Y Pinochet, debido a las exitosas presiones de los gobiernos chilenos posteriores a su dictadura -hacia el gobierno británico primero y después a los tribunales nacionales de justicia- para lograr su impunidad.
Pero generalmente quienes han escapado de la justicia han sido las legiones de asesinos y torturadores que han integrado regímenes genocidas y/o participado en guerras civiles o que han integrado fuerzas de ocupación en el contexto de guerras internacionales. Por la extensión de sus crímenes -millones de personas- llaman la atención en este sentido los militares y policías de los regímenes nazi y soviético.
Por cierto, el registro histórico de las atrocidades cometidas y sus obvias responsabilidades personales no requieren de un tribunal de justicia que las confirme, para quedar como verdades históricas aceptadas. Evidentemente que también siempre habrá personas –e incluso intelectuales- que por fanatismo ideológico u otra razón negarán o minimizarán dichas culpas. ¡Incluso ha habido historiadores que han llegado al extremo de negar la existencia del Holocausto! Es lo que se ha denominado últimamente como “negacionismo”, pero que en realidad ha existido desde siempre. Además, que después de períodos o episodios traumáticos en la vida de los pueblos, existe una propensión general a mayores o menores grados de “amnesia” (análoga a la que sufren las personas) que incluso pueden durar muchos años.
Lo anterior pasó por ejemplo en la propia Alemania Federal, en que recién en 1963 los tribunales alemanes juzgaron a criminales de guerra nazis; y en que la generalidad de los alemanes “olvidó” su fervoroso compromiso con el nazismo. O en Francia, en que solo en la década del 70 comenzó a analizarse a fondo el colaboracionismo de grandes segmentos de la sociedad francesa bajo el régimen de Vichy. Por otro lado, también hay personas que por tener una mentalidad autoritaria privilegian siempre las acciones de los poderes públicos; en este caso la existencia o no de veredictos judiciales respecto del caso. Y, sin tener necesariamente un sesgo ideológico, no adscribirán a una verdad histórica que no esté “respaldada” por los tribunales.
Lo importante es tener claridad sobre los alcances y limitaciones de las sentencias judiciales y que, así como no todas ellas se ajustan necesariamente a la verdad; especialmente es cierto que muchos delincuentes escapan totalmente a la acción del Poder Judicial y pueden presentarse ante la sociedad como personas completamente “inocentes”. Esto último es particularmente desmoralizador cuando -por falta de voluntad, negligencia o, peor aún, por una voluntad expresa en ese sentido- se consagra la impunidad de delitos atroces, como los crímenes contra la humanidad, efectuados desde el poder político; y los abusos sexuales de menores en los que también se utiliza de forma agravada la autoridad. Y todavía más -a este respecto- cuando los autores abusan de su autoridad familiar o religiosa.
Además, al identificarse la verdad histórica con la judicial, se tiende a confundir también la ética con el derecho.
Porque pasa a considerarse que, si no hay una culpabilidad estipulada por los tribunales respecto de personas acusadas por delitos, ellos pasan a ser también completamente inocentes. Y lo mismo con personas que, aunque ni siquiera se los acuse de delitos específicos, hayan sido (o sean) parte de organizaciones estatales criminales, como quienes trabajaron en policías secretas de dictaduras o hayan sido informantes de ellas. Por este camino se llega incluso a plantear que, como no tuvieron responsabilidades judiciales, tampoco tuvieron responsabilidad moral alguna en el desempeño de sus funciones; y se los considera plenamente habilitados para funciones públicas y para ser considerados intachables como cualquier otra persona común y corriente.
Por su parte, la verdad histórica puede definirse como un cierto consenso sobre lo ocurrido en el pasado basado en múltiples testimonios –fundamentalmente escritos- coincidentes. Por cierto, aquello se referirá en general a hechos objetivos; ya que las motivaciones subjetivas de los actores involucrados permanecerán siempre más o menos hipotéticos, incluso aunque perduren escritos de aquellos mismos sobre el particular. De partida, la memoria siempre es frágil; pero, además, cuando se trata de autobiografías -aunque sean obras hechas con la mayor honestidad posible-, es natural que se recuerden los hechos en que uno se ha visto involucrado a la luz más benévola posible, máxime cuando se trata de líderes cuyas decisiones han tenido impactos muy polémicos en el devenir de sus sociedades.
Por ello la verdad histórica es una compleja elaboración colectiva en que se van complementando los descubrimientos y registros de múltiples historiadores y de estudiosos de otras disciplinas. En este sentido, pese a que ciertamente se van constituyendo un conjunto de estructuras, episodios y relaciones humanas pasadas indudables, surgen siempre complementos que van enriqueciendo dicha verdad, e incluso a veces, descubrimientos que ponen en cuestión aspectos que han sido tradicional y universalmente aceptados.
Pero, además, dada la relevancia política de la conciencia histórica de los pueblos, es muy importante tener en cuenta que las “verdades históricas” aceptadas –como ya insinuamos- se encuentran por lo general sumamente distorsionadas por los esfuerzos oficiales de los sectores dirigentes de las sociedades por lograr que –sobre todo en la educación escolar- se enseñe una “historia” muy benévola respecto de ellos y sus predecesores. Y muy sesgada en favor de la propia nación a la hora de considerar las relaciones con las naciones vecinas o con otras con las que se han tenido profundas divergencias. Es lo que recibe el apelativo de “historia oficial”. Y, obviamente, en las materias relativas a crímenes históricos realizados desde el Estado, es claro que esta “historia” congenia mucho más con la verdad judicial que con la verdad histórica.
Las distorsiones históricas se presentan generalmente a través de la minimización o del total (y solapado) ocultamiento de hechos o procesos históricos cuyo conocimiento iría en desmedro de la consideración de las clases superiores y de los líderes tradicionalmente venerados. Obviamente, lo que más se ocultan son hechos o procesos deleznables como masacres, ejecuciones políticas, torturas, engaños o mentiras, corrupciones, expoliaciones, injusticias o discriminaciones de cualquier tipo. Es decir, toda política o conducta hecha por los titulares del poder o las riquezas que revelen graves daños o injusticias del pasado.
Por lo tanto, más allá de las diferencias específicas entre ellas, tanto las verdades históricas y judiciales comparten una misma amenaza: la del poder establecido, que siempre –incluso en la más democrática de las sociedades- tendrá la tentación de subordinarlas a sus potestades. Como lo señaló el notable pensador católico inglés, John Acton: “el poder tiende a corromper; y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Por Felipe Portales
4 de noviembre de 2024
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