Este 30 de septiembre desperté y como lo hice en los últimos cinco años y 10 meses, me conecté a través de Facebook con la conferencia de prensa matutina de Andrés Manuel López Obrador. A lo largo de las casi dos horas de la rueda mañanera, los ojos se me humedecieron y sentí una tristeza que nunca había sentido: el duelo por la partida de un presidente al término de su mandato. Y sentí también lo que nunca había sentido por un presidente: gratitud inmensa. Gratitud por el sacrificio personal que López Obrador mostró en su indeclinable lucha por transformar a México, gratitud por su denodado trabajo para hacer el mejor gobierno que yo he presenciado desde hace 54 años, cuando empecé a seguir la cotidianidad gubernamental en este país. Mi sentimiento de duelo y gratitud fue acompañado por millones y millones de mexicanos y mexicanas en México y Estados Unidos y por millones de personas en diversas partes del mundo, en particular en América Latina.
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También soy consciente de que una parte minoritaria de México mira el 1 de octubre con alegría y encono: se va el personaje a quien han odiado en el último cuarto de siglo. Se va el polarizador del país, el dictador populista que hizo un mal gobierno. Pero algo le pasa a este segmento de la población en su percepción: se va alguien a quien miran como dictador, pero que soportó calumnias e insultos a él y a su familia sin que hubiera como respuesta un acto represivo. Se va el tirano a quien nadie le puede reprochar que hubiese ejercido su poder para que fuesen censurados los conductores, periodistas, columnistas, participantes en programas de opinión e influencers en las redes sociales, que lo calumniaron, insultaron o hicieron de la mentira un ejercicio cotidiano. Se va el jefe de un gobierno que es tan malo, que en el último día de su mandato tiene niveles de aceptación que van de 60 a 70%. Algo le pasa a los enconados que hoy están felices: lo que propalan los datos duros del Instituto Nacional de Estadística y Geografía y del Sistema de Seguridad Pública no tiene nada que ver con la imagen caótica del mal gobierno que ellos difunden.
Tengo muchos años de ver fines de sexenio en México. Y este fin de sexenio es enteramente distinto a los que he visto en las últimas décadas. En esta ocasión el presidente saliente sale en medio de un gran poder, el que otorga la autoridad moral y el afecto profundo de la mayoría de México. Andrés Manuel López Obrador es un presidente que se va sin que sea visto como un florero como les sucedía a los presidentes pasados, quienes eran tratados como semidioses en los primeros cinco años de su mandato y como un cacharro desechable una vez que se sabía quién era su sucesor. A diferencia de buena parte de sus antecesores, se va Andrés Manuel sin que haya tenido pretensiones de reelección (moralmente imposible en México) o de convertir en un títere a su sucesor. También se va sin haber dejado un caos económico y político de fin de sexenio como lo observamos con Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), José López Portillo (1976-1982), Miguel de la Madrid (1982-1988), Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), Ernesto Zedillo (1994-2000), Vicente Fox (2000-2006), Felipe Calderón (2006-2012) y acaso hasta Enrique Peña Nieto (2012-2018).
A diferencia de sus antecesores, que se fueron a vivir lujosos retiros o dorados exilios encubiertos, Andrés Manuel se retira como un moderno Cincinato, el cónsul y dictador romano que volvió al arado después de sus funciones públicas. O como lo hizo George Washington, quien vivió un discreto retiro en su propiedad de Mount Vernon hasta el día de su muerte. O el indispensable José Mújica quien ha vivido en la total austeridad en su chacra en las afueras de Montevideo. En los próximos días, López Obrador vivirá en su quinta en Palenque dedicado a leer y escribir sobre el espíritu comunitario y solidario de los pueblos prehispánicos para argumentar que de allí procede lo mejor que tiene el generoso pueblo mexicano. Caminará para hacer ejercicio en la hectárea y media que tiene su propiedad, abrazará los árboles que allí han crecido y se pondrá a ver las guacamayas que se posan en sus ramas al atardecer. Y vivirá alejado del poder y del dinero.
Desde 1898, cuando el precursor del marxismo en Rusia Georgy Plejánov (1856-1918), publicó su clásico El papel del individuo en la historia, los marxistas insistimos en destacar el papel de las condiciones sociales como las causalidades fundamentales de los procesos históricos. Hoy, después de observar a lo largo de más de dos décadas el liderazgo carismático de Andrés Manuel, de verlo de cerca por mi participación en el movimiento obradorista y como militante y dirigente de distintos niveles en Morena, estoy convencido de que hay circunstancias históricas en las cuales el papel de los individuos, de las personalidades, resulta decisivo y son la explicación de los acontecimientos. Este es el caso de Andrés Manuel López Obrador. Sin su autoridad moral, carisma y ejemplo, el obradorismo no hubiese podido convertirse en el partido hegemónico que hoy es, no hubiésemos ganado las elecciones de 2018 y 2021, ni hubiésemos arrasado en las de 2024. No hubiese sucedido la Cuarta Transformación o se hubiese tardado mucho más.
Siento duelo y gratitud ante la partida de Andrés Manuel. Puedo decir con certeza que nunca me había sentido tan feliz con un gobierno como me he sentido con el que él encabezó. No son estas palabras las de un seguidor enceguecido por sus convicciones. Hubo varias ocasiones en las cuales no estuve de acuerdo con sus decisiones, comisiones u omisiones. Las más importantes se refieren a las que observé con relación al partido que fue su creación. Tengo la impresión de que su apuesta por la revolución de las conciencias fue más estatista que partidista. A veces me quedó la sensación de que a diferencia de Gramsci vio a Morena solamente como un instrumento para construir un poder, aunque ciertamente lo concibió como medio y no como fin. No le dio la suficiente importancia a Morena, como la herramienta fundamental para lograr la revolución de las conciencias.
Mucho menos propició que los órganos formales del partido fueran las instancias que tomaran las decisiones. Mi experiencia como integrante del Comité Ejecutivo Estatal en Puebla (2012-2015) e integrante del Comité Ejecutivo Nacional (2015-2022), es que no eran estos órganos las instancias en las que realmente se deliberaba, se discutían y se tomaban las decisiones, sino que esto se hacía por fuera, en el seno de los grupos de interés que eran los que realmente movían los hilos. No fue el Comité Ejecutivo Nacional, ni los comités ejecutivos estatales los verdaderos conductores de la formación de los comités seccionales o comités de protagonistas del cambio verdadero, esas organizaciones de base que promoverían y cuidarían el voto en 2018. En lugar de ello, creó una instancia de delegados estatales que crearon sus propios equipos para conducir esta fundamental tarea.
Su decisión de validar la manera en la cual se realizaron las llamadas asambleas distritales del 30 y 31 de julio de 2022 propiciaron que gobernadores o influyentes estatales tuvieran la capacidad de acarrear a miles de personas que se inscribieron en el partido y acto seguido votaron por quienes tenían la indicación de votar. El resultado de todo ello fueron los Consejos Estatales en los cuales los gobernadores o influyentes estatales tenían un control mayoritario. Y esto repercutió en el Congreso del partido celebrado en septiembre de 2022. En pocas palabras, se empezó a crear el camino para sustituir al partido-movimiento por el partido de estado. Bajo la conducción de los liderazgos que auspició en Morena, en particular el de Mario Delgado, el partido abandonó por completo su función educadora y de organizador del poder desde abajo y gradualmente se convirtió en un partido de elecciones.
Andrés Manuel en reiteradas ocasiones expresó que quería ser presidente de México no por afán de poder ni para hacer dinero, sino para hacer historia. Recuerdo muy bien lo que dijo en una asamblea informativa en Puebla por allí por 2013-2014 la cual tuve oportunidad de conducir: “Si yo hubiera aceptado lo que la mafia del poder me pedía, no hubiera habido fraude y hubiese sido el presidente en 2006. Pero no hubiese servido de nada, porque hubiese sido presidente, pero no habría habido cambio de régimen”. Quiso Andrés Manuel hacer historia y lo ha logrado. Siendo un partidario de Cuauhtémoc Cárdenas, consiguió junto a cientos de miles de sus seguidores romper los planes bipartidistas del neoliberalismo.
Luego, siendo él quien encabezó a la voluntad posneoliberal, logró un triunfo histórico en 2018 con el desmantelamiento de dicho neoliberalismo. En otro artículo me dedicaré a examinar más de cerca los grandes logros del sexenio de López Obrador y también lo que faltó por hacer. Por ahora solamente diré que logró romper el mito de que no era posible pensar otro proyecto más que el neoliberal. Hoy México inicia su camino en la segunda fase o segundo piso de la Cuarta Transformación. A diferencia de lo que sucedió en el último cuarto de siglo, tendremos que aprender a vivir sin el liderazgo de Andrés Manuel López Obrador. Y a levantarnos en las mañanas y escuchar una conferencia de prensa matutina en la que él nunca más estará.
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