Los movimientos estudiantiles de estas últimas semanas han hecho presente reivindicaciones irreductibles. Algunos han satanizado sus motivaciones y su persistente decisión de seguir adelante aun a costa de arriesgar el año académico; otros, en cambio, han idealizado las formas y el fondo de estas movilizaciones destacando que ha llegado el momento de exigir cambios y no ceder a las presiones del Gobierno. Nuestra impresión es que la gran mayoría de la ciudadanía los apoya a la distancia, comprendiendo que detrás de tanta agitación se generarán cambios importantes de beneficio para todos pero que ha llegado la hora concluir un ciclo.
Más allá de la opinión que tengamos de estas movilizaciones, lo destacable es su carácter masivo y la convicción que subyace de que exigir una educación pública de calidad se funda en la comprensión de que la educación es un derecho de cada ciudadano y ciudadana de este país. Concebida de esta manera la educación, es de toda justicia reclamar cuando este derecho es resuelto insatisfactoria y diferenciadamente por la sociedad. Para los estudiantes movilizados este derecho es satisfecho en forma desigual en calidad y en recursos y, por tanto, una expresión de clara injusticia social para la gran mayoría de nuestros jóvenes.
Esta convicción es, en sí misma, dura de roer para una cultura ideológica presente en las autoridades (las actuales y las no tan actuales) marcada por una comprensión de que la educación es un “bien de consumo” y que sus proveedores pueden lucrar legítimamente con ella. La “revolución pingüina” instaló en su minuto en el debate nacional estas preguntas estratégicas, cuyas híbridas respuestas decepcionaron a los que actualmente las vuelven a reinstalar en la agenda pública. Y esta vez con un apoyo aún mayor de otros actores de la sociedad y con más certidumbre sobre la pertinencia de la apelación al derecho a una educación pública de calidad y gratuita para todos. El lucro, y todo lo que se le parezca, solo conduce a mayores ingresos para unos pocos y una gran segmentación social para todos.
Por ello, la fortaleza de estas nuevas movilizaciones se retroalimenta de la fortaleza de esta convicción. La actual generación de jóvenes ya tuvo la experiencia directa de los flujos y reflujos de una reivindicación basada en el derecho y en la justicia social. Y no han quedado conformes con esa experiencia. Esta disconformidad refleja las limitaciones que tiene una comprensión de la justicia solo como redistribución de los recursos sociales.
Nuestra sociedad ha redistribuido su riqueza al permitir coberturas cada vez más universales en la educación primaria y secundaria y aumentos, más que significativos, en la educación terciaria. Los defensores del lucro se apoyan en este acto de justicia social para justificar su presencia ya que sin ellos, a su juicio, esta redistribución justa no habría sido posible. Pero la amplitud de la cobertura en el acceso no garantiza que se accede a lo mismo ni menos inhibe los procesos de desagregación social que se están generando. Sobre ello guardan silencio y se arrinconan en un discurso orientado preferentemente a mejorar lo que sucede al interior del aula.
El reclamo por una educación pública de calidad para todos cuestiona la mirada reduccionista que sobre la justicia social impera en nuestras autoridades. La igualdad de oportunidades y la equidad en el acceso a la educación que orientan muchas de nuestras políticas públicas están demostrando ser orientaciones insuficientes a la hora de hacer una lectura de los actuales movimientos sociales y estudiantiles. Estos movimientos hacen sentir, además, otras dos nuevas convicciones también basadas en el derecho y en la justicia social: El derecho a ser diversos y el derecho a participar.
En efecto, la tecnología está permitiendo cierto desapego a las formas tradicionales de hacer oír la voz ciudadana. Las enormes potencialidades de comunicarse a costos razonables, y en todas las direcciones, están permitiendo que los ciudadanos pongan en el debate público sus temas y sus urgencias. Y también sus resignificaciones.
Los llamados temas valóricos, las apuestas por nuevas fuentes de energía, el sentido de lo público y de lo ciudadano, lo diverso y lo diferente en la convivencia moderna, etc., son todos temas polemizables que tensionan y dinamizan nuestro desarrollo cultural y social. Los estudiantes, y los que les apoyan, están mostrando una mirada generacional que no solo no guarda silencio frente a los temas mencionados sino que, además, se movilizan y actúan.
Esta nueva mirada exige justicia en la redistribución (que genere acceso y condiciones de acceso a bienes de igual calidad para todos), justicia en el reconocimiento de las diferentes identidades (que abra las posibilidades de multiculturalismo y la no discriminación) y justicia en la paridad participativa de todos los actores sociales (que viabilice una democracia en beneficio de todos).
La actual coyuntura política (con un ministro de Educación que ha sido ministro de Justicia) abre una oportunidad histórica para que los movimientos estudiantiles sean escuchados desde la perspectiva de que el logro de una educación de calidad es, también, un requerimiento de justicia social en donde ellos deben ser reconocidos en su diversidad e invitados como actores protagonista de estos cambios.
Por Patricio Donoso y Abraham Magendzo
Ambos de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC)