Yo no había nacido cuando eso pasó, pero sé de un alcalde comunista de Tocopilla, un obrero que en la mañana cargaba sacos en el puerto y en la tarde se iba a atender los asuntos municipales.
El alcalde se hizo muy querido porque su lucha era la lucha de la comunidad, con problemas no tan distintos de los de hoy: entonces como ahora, la única importancia de Tocopilla y sus habitantes era facilitar la explotación minera.
Ya en los grabados previos a la ocupación chilena de la costa boliviana se advierte, en lo que debió haber sido una hermosa playa, la humareda de las chimeneas. Desde 1915 funcionó en esa playa una central termoeléctrica, hoy un sitio arqueológico industrial, abandonado y oxidado, en el centro de la ciudad.
Ese alcalde fue más tarde diputado y senador, y hasta el golpe de 1973, gracias a su prestigio, el PC era una fuerza sin rival en el pequeño y combativo, pero fiestero, puerto de Tocopilla. También fue mi «padrino»: yo le decía asi y el me decía «ahijado» aunque nunca nos vimos en una iglesia.
Cuando el alcalde cargaba sacos, mis futuros padres eran maestros de escuela, venidos ella de Iquique y él de Punta Arenas. También lo era la futura esposa del Alcalde. Allí nació mi hermano Willie, en el «colectivo», los edificios de departamentos construidos en los años 30 cerca del hospital.
En 2004 fui a conocer el mítico puerto donde se enamoraron. Llegué en un bus y me fui con mi mochila al Hotel América, donde vivían mi papá y sus colegas profesores, compañeros de farras. Un dueño malhumorado no me permitió siquiera entrar a tomar una foto del interior de aquel lugar cuyas historias me eran tan familiares.
Por teléfono, mi viejo me iba guiando por la ciudad, su memoria intacta aquel enero en que había cumplido 90 años. La plaza, el cuartel de bomberos, la Municipalidad, la ubicación de la antigua escuela, y la «nueva» (hoy vieja también), y de la biblioteca que él había organizado y dirigido.
Me fui caminando a Caleta Boy, la playita a donde llevaban a mi hermano, pasando por una horrible central termoeléctrica metida al medio de todo.
Muy poco tendría que haber cambiado Tocopilla para que mi papá pudiera orientarme a distancia, con tanta precisión, 60 años después de haber salido de allí. Cuando llegó, él tenìa unos 21 años, y sus hermanos mayores trabajaban para la Anglo-American. Por eso fue.
Me contaba historias de bares y de puerto No me hablaba de juergas y putas, pero mi tío Alec sí lo hacía. Eran esos hermanos escoceses buenos bebedores y allí paraban muchos barcos, porque Tocopilla era importante puerto de salida del mineral y receptor de equipos e insumos industriales. Era eso y una termoeléctrica para las minas. Lo demás era relleno.
Para gobiernos y empresas, por lo visto, Tocopilla nunca fue y nadie quiso que fuera otra cosa que lo que era antes y es hoy: un campamento. A ningún gerente se le ocurriría pensar que en esas calles y playas contaminadas se puedan generar amores, raíces y afectos que traspasan generaciones. Mitos incluso, como el de mi madre: para ella Tocopilla era El Dorado de la felicidad.
Cuando veo al alcalde Fernando San Román al frente de su comunidad, golpeado, preso y desafiante, me acuerdo del otro alcalde, mi padrino. Hace años supe de San Román y sus empeños, de su diario «El Polémico» inventado en el liceo, de sus ganas juveniles de convertir a Tocopilla en el sitio maravilloso del que yo oía hablar cuando niño,.
Se me viene a la cabeza que el alcalde obrero Víctor Contreras Tapia se llama hoy Fernando San Román. Hay que ir allá y entrevistarlo. Cuanto antes. Tocopilla sigue en pie.
Por Alejandro Kirk
Periodista