Por Fernando Buen Abad Domínguez
Cuando se trata de desvirtuar lo ajeno, hay talentos que se pintan solos. Todo “ninguneo” tiene motivaciones y expresiones muy diversas y combinadas, eso incluye, también, la emboscada de ningunear con “halagos”. Así, incluso, quien es reducido a la nada queda agradecido. A los más destacados “ninguneadores” les precede un entrenamiento complejo que atesora desde envidias simplonas hasta conspiraciones internacionales variopintas. No son infalibles, pero tiznan. Dice el diccionario de “ningunear”: 1. No hacer caso de alguien, no tomarlo en consideración. 2. Menospreciar a alguien. Sinónimos, menospreciar, despreciar, desdeñar.
El arte de ningunear
Los efectos del “ninguneo” pueden ser de corto, mediano y largo plazo y eso depende de las condiciones objetivas y de las malas intenciones. A veces basta con “tutear” a una persona o con tener desplantes confianzudos. A veces se recurre a chistes, burlas o ironías disfrazadas con frecuencia como “ocurrencia simpática” para “empatizar”. En los casos más perversos se planifica y pavimenta el camino de la víctima hacia la nada, con recursos excesivos.
Hasta el hartazgo, el “ninguneo” contiene dosis tóxicas de un vicio en el que para el brillo de lo propio se suele anular el de los otros. Convertirlos en nada. Y suele ser que el “ninguneador” aparenta una seguridad escénica que acompaña con la complicidad y la inseguridad de varios testigos. Así se mueve mucho de lo que algunos llaman “política”, confundiéndola con la “grilla” o con la “rosca”. Política pública, empresarial, clerical, académica… familiar.
Eso de reducir a nada a un opositor, o a un enemigo, conlleva la violencia psicológica necesaria para dañarlo no solo en su prestigio sino en su confianza y su personalidad. Cuando alguien “ningunea” con éxito, desarma y desmoraliza, destruye personas y a veces movimientos sociales. Es un campo de batalla, una disputa por el sentido, recurriendo a “malas artes”. Se trata de un producto perfeccionado por el capitalismo como arma de guerra ideológica y lo ha desplegado con todo tipo de argucias y disfraces. Púlpitos estereotipados para mandar al infierno de la nada a todo aquello que estorbe a la hegemonía ideológica de la clase dominante. Series televisivas, películas, literatura, radio… prensa.
Es susceptible de ser nada un abanico enorme de personas y grupos sometidos a la lucha de clases. Por etnia, por oficio, por color, por peso, por tiempo, por historia, por cualquier pretexto y hasta por divertimento, existe un oficio dispuesto a convertir al otro en nada. Y eso es un gran negocio de algunos. Desde la industria militar y su guerra cognitiva hasta el “bulling” incubado en oficinas, escuelas, iglesias… pero es una manía burguesa que, desde sus “supremacismos” mediocres, se alza sobre la clase que odian para borrarla del mapa y porque jamás admitirán que el proletariado (el que no tiene más que su fuerza de trabajo para alimentar a su prole) adquiera relevancia alguna. Ni en lo cualitativo ni en lo cualitativo.
Han de convertir a lo distinto en nada para garantizarse una moral de la destrucción sistemática de adversarios. En la noción de la nada que la mentalidad conservadora atesora como destino para sus oponentes, anida una violencia objetiva y subjetiva que ellos necesitan como el oxígeno para darse alientos de sobrevida en medio de sus crisis y de la dialéctica histórica que los conduce a su desaparición tarde o temprano. Necesitan que lo otro no valga, no lata, no exista. En todas las escalas de las disputas del ego individualista tanto como en las confrontaciones de masas que van multiplicándose en todo el planeta. Necesitan que la organización de los postergados sea nada, que los alientos de rebeldía sean nada, que la insurrección de la dignidad sea nada. Porque en el imaginario de la clase dominante nada son los indios, los feminismos, los gays, los negros… y más nada son si se organizan para transformar el mundo.
Algunos efectos del “ninguneo” sistemático, irrestricto y multimodal, se muestran como cicatrices en las personalidades acomplejadas, temerosas, opacadas, apocadas bajo cataratas de vituperios y burlas. Hay chistes a raudales fabricados ex profeso. Es todo un relato sembrado como campo minado para detonar las integridades y las identidades. No importa que las virtudes y las inteligencias prueben lo contrario, para un “ninguneador” serial no habrá límites ni frenos. El esfuerzo del otro pasará por anécdota y no por cualidad. La contribución más seria se reducirá a “ayuda”, el mejor mérito pasará a ser “casualidad” y el trabajo más tenaz, e incluso creativo, se reducirá solo a salario. Jamás la estatura de un aporte.
Incluso en las palmaditas de cierto tipo de halagos, habrá “ninguneo” derivado de otro que, desde su superioridad, se digna a reconocer algo del todo o de la parte. Para erguirse como evaluador o filántropo. La propia idea de limosna, monetaria o discursiva, es otra cara del “ninguneo”. Desde la palestra de los demagogos se exhibe también un “ninguneo” inyectado en la analogía, la prosodia, la sintaxis y la ortografía. Es la gramática de la superioridad inoculada como cultura de la subordinación.
Hablan a los pueblos, a los empleados o a los alumnos con tonito didáctico que nace de la subestimación. Piensan que “al público” se le debe hablar fácil “para que entienda”. Que se debe retacear, desmenuzar, la información y la teoría porque la gente no sabe, no escucha, “son como animalitos” y hay que ayudarlos porque por sí solos no pueden sobrevivir. “Ninguneo” a diestra y siniestra. En verdad anhelan que el otro, el pueblo, el proletariado se reduzca a una nada funcional y rentable.
Por eso, en simultáneo, la docilidad, la gratitud y la admiración hacia el verdugo son méritos premiados aquí en la tierra como en el cielo. Por eso la resignación y el sufrimiento pasivo, la anemia de moral guerrera… reciben apoyo ideológico y presupuestal en la disputa descomunal por el sentido. Solo se logra “ser alguien” ante los ojos de las burguesías cuando, desde la mansedumbre, el trabajo que el empleado vende es barato y productivo. Cuando genera “buenas ganancias” y sirve de ejemplo para domesticar al conjunto. Muy especialmente, si semejante ejemplaridad alcanza para heredarla a la prole. Hasta las iglesias bendicen esa fórmula. Nada eres y en nada te convertirás.
Fernando Buen Abad Domínguez
Doctor en Filosofía
Actualmente es director del Centro Universitario para la Información y la Comunicación Sean MacBride y del Instituto de Cultura y Comunicación de la Universidad Nacional de Lanús.
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