El censor (Apuntes en tiempos de Wikileaks)

El censor no es ingenuo

El censor (Apuntes en tiempos de Wikileaks)

Autor: Mauricio Becerra

El censor no es ingenuo.

El censor es excluyente y, cuando es escéptico, sólo está distraído.

Quien no tache, es sospechoso, dice el censor y los burócratas se apresuran a borrar esas líneas que minutos antes juzgaban inocentes.

El censor cree en Dios porque le gustaría que existiera un ser trascendente que actuara como él mismo.

El censor siente la poderosa nostalgia del ejercicio de la omnipotencia.

El censor odia las mentiras que él mismo no suscribe.  Sólo sus mentiras son ciertas, propagandas como tablas de salvación, el resto es vulgaridad, insolencia, barbarie, el fin.

El censor es perfeccionista, carismático, totalitario por principio.

El momento de éxtasis del censor sobreviene cuando su jefe, en un acto de grandeza, pide mano dura contra la criminalidad cultural y envía una larga misiva de apoyo moral al gran equipo de correctores del departamento: “Uds. representan lo mejor de una nueva sociedad que se sacrifica contra la corrupción de esta época dominada por los intereses mezquinos de unas élites sin patriotismo y sin corazón”. La carta se publica, aunque con algunas enmiendas, en el boletín interno del gobierno que nadie ha leído nunca salvo el jefe.

En el absolutismo, la política y la ideología están al servicio de rituales que perseveran en reinventar la historia por medio de las vías más impositivas: la tentación hipercolectivista, el clasismo, la formación de utopías milenaristas y el despotismo preciso, administrativo, servilista, el rechazo de la memoria del otro.

El censor es un funcionario con todo el respaldo de la ley que ha impuesto.

El censor es un lector radical. Lee como pocos, se preocupa por los detalles; es un lector astuto. Tiene su propia biblioteca de libros que él mismo ha prohibido, y hasta su libro ideal que juzga eterno. Se jacta de ser un editor de oficio mal valorado y habla de la heterodoxia con cierta compasión. No piensa, aunque a veces se arrepiente de ello, que un autor es perverso sino que está siendo utilizado.

En su novela 1984, George Orwell presentó un estado totalitario donde una oficina se dedicaba a descubrir y borrar todo pasado. El censor está visiblemente incómodo cuando lee 1984 y no se siente aludido cuando lee la novela Farenheit 451 de Ray Bradbury o Un Mundo Feliz de Huxley.

La aflicción del censor irrita a los desconcertados que preguntan: ¿Qué hubiera sido de Voltaire sin censores, qué hubiera ocurrido con el porvenir de James Joyce o de Salman Rushdie sin amenazas? La historia de las letras sin censura es lateral.

La queja de un censor, con todo, empadrona la curiosidad para fijar inventarios. “Censor”, etimológicamente, procede de “censo”, un acto de registro que debe ser escrupuloso.

El mundo del censor es geométrico, uniforme, irrefutable, un absoluto de naturaleza autárquico, autofundante, autosuficiente, infinito, atemporal, simple y expresado como pura actualidad no corruptible. Ese absoluto implica una realidad absoluta. No se explica: se aprehende directamente por revelación o inspiración. Al censor le desagradan los fieles; su lealtad es mera devoción.

Hay un aspecto determinante y es que el dominio no se establece sin una relación de ideología. No hay hegemonía religiosa, política ni militar sin hegemonía cultural. Quienes han censurado saben lo que hacen, y hacen lo que saben.

El censor quiere intimidar, desmotivar, desmoralizar, propiciar el olvido histórico, disminuir la resistencia y sobre todo fomentar la duda. Sin duda, el censor tiene el despecho que otorga la falsa autoridad.

No debe exceptuarse que son numerosos los derechos humanos primordiales que violan los censores: el derecho a la dignidad, el derecho a la integridad de la memoria escrita de los individuos y de los pueblos, el derecho a la identidad, el derecho a la información y el derecho a la investigación histórica y científica que hacen posible los libros.

El censor no es ignorante.

Es falso que el censor pueda ser inconsciente de su odio. Mientras más culto, más dispuesto a participar en la reprobación bajo el apremio social del control. Lo que ha demostrado el experimento Milgram, el autoritarismo es un problema de rol, cada uno lo cumple en su espacio público o doméstico.

El censor puede ser un admirable padre, un magnífico amigo, un esposo intachable, un virtuoso del violín, pero sería capaz de exterminar a su hijo, a su mujer o a sus amigos si ponen en duda su credo como sucedió con los Jemeres Rojos o los nazis. Su virtuosismo se transforma en un hobby porque su verdadero arte pasa a ser la manipulación.

En general, el censor es alguien hipersensible, esmerado, con dotes intelectuales inusuales, melancólico, incapaz de admitir la crítica, egoísta, mitómano, perteneciente a clases medias y altas, con traumas paternos o maternos leves en su infancia o juventud, con tendencia a pertenecer a instituciones representativas del poder constituido, con arraigo religioso y social, y a esto deben añadirse rasgos proclives a la fantasía. En resumen, hay que olvidarse del estereotipo de que los censores son brutos. La gente bruta es la más inocente, la que todavía cree en las inferencias audaces del corazón.

Sobran los ejemplos de filósofos, filólogos, eruditos y escritores que reivindicaron la censura desde Platón hasta Heidegger. Es una historia larga, incómoda y no se conocen todos los casos porque fueron omitidos. Al censor le va bien cuando todo se olvida.

En el Tao Te Ching, el venerable Laozi, mejor conocido como Lao-Tse, había propuesto: «Eliminad a los sabios, desterrad a los genios y esto será más útil al pueblo». Asimismo escribió: «Suprimid los estudios y no pasará nada». Pero los lectores exigentes enloquecen ante la censurada sabiduría china.

El censor transmite en vida otra imagen a la que se tiene años después. Fray Juan de Zumárraga, ahora es conocido porque hizo la primera biblioteca de México, pero borró en 1530 los códices de los aztecas y fue el principal inquisidor de su tiempo, lo que no es poco decir.

El autor censurado puede ser un buen censor, incluso un delator útil, y obtener el Premio Nóbel.

Damnatio memoriae: lema del censor privilegiado. Condena de la memoria del adversario.

La soledad del censor no la desea nadie, aunque permite la consagración de un régimen político fuerte basado en el temor. Al censor le parece que un poco de miedo facilita su gestión: cada autor debe respetar su jerarquía.

La crítica no ataja a un censor; lo que lo condena en vida al ostracismo es el misterioso silencio que confunde con la complicidad, la memoria que siempre le persigue porque es la sombra del tirano, pero aún más no lo deja vivir esa sensación intacta y renovada cada día de que la justicia existe y lo aguarda con el mismo ánimo insobornable de la muerte.

Fernando Báez

Autor de Nueva historia universal de la destrucción de libros (Destino, 2011)


Reels

Ver Más »
Busca en El Ciudadano