Por José Seoane
En 2023 se han registrado diferentes anomalías climáticas que marcan nuevos récords históricos en la trágica progresión del cambio climático a nivel global.
Así, en junio, la temperatura superficial en el Atlántico Norte alcanzó el máximo incremento de 1,3 grados centígrados respecto a los valores preindustriales. En una dirección similar – aunque en valores inferiores – aumentó la temperatura media de los mares a nivel global. Por otra parte, la retracción del hielo antártico alcanzó un nuevo límite, llegando a un descenso histórico en 2016, pero varios meses antes, en plena estación fría.
La combinación de estos registros ha llevado a los científicos que siguen estos procesos a alertar del peligro de un cambio profundo en las corrientes que regulan la temperatura y la vida en los océanos y a nivel global. Las olas de calor registradas en las costas de gran parte del mundo (Irlanda, México, Ecuador, Japón, Mauritania e Islandia) pueden ser, a su vez, una prueba de ello.
Estos fenómenos, claro está, no se limitan a los mares. El jueves 6 de julio, la temperatura global del aire (medida a dos metros del suelo) alcanzó por primera vez en la historia de los últimos siglos los 17,23 grados centígrados, 1,68 grados más que los valores preindustriales; el pasado mes de junio ya fue el más cálido de la historia. Mientras tanto, las temperaturas en los continentes, sobre todo en el Norte, también batieron récords: 40 grados Celsius en Siberia, 50 grados Celsius en México, el junio más cálido en Inglaterra en la serie histórica iniciada en 1884.
Y su contracara, las sequías, como la que azota a Uruguay, donde la escasez de agua dulce desde mayo ha obligado a recurrir cada vez más a fuentes salobres, volviendo el agua del grifo imbebible para los habitantes del área metropolitana de Montevideo, donde se concentra el 60% de la población del país. Se trata de una sequía que, de continuar, podría dejar sin agua potable a esta región del país, convirtiéndola en la primera ciudad del mundo en sufrir tal catástrofe.
Pero el calor sofocante y las sequías también traen consigo voraces incendios, como el del bosque boreal que recorre Canadá desde hace semanas, con más de 500 focos repartidos por distintas regiones del país, muchos de ellos incontrolables, y las imágenes generalizadas de una Nueva York apocalíptica oscurecida y teñida de rojo bajo un manto de cenizas.
Este cúmulo de evidencias trágicas, contra de todas las narrativas negacionistas, hace innegable que la crisis climática ya está aquí, entre nosotros y nosotras. Asimismo, indica el fracaso absoluto de las políticas e iniciativas adoptadas para reducir la emisión o presencia de gases de efecto invernadero en la atmósfera. En esta dirección, en mayo de 2023, los niveles de dióxido de carbono (CO2) medidos en el observatorio global de referencia de la NOAA en Hawai alcanzaron un máximo histórico de 424 partes por millón (ppm), siendo más de un 50% superiores a los de antes del inicio de la era industrial y, los del periodo enero-mayo de 2023, un 0,3% superiores a los del mismo periodo de 2022 y un 1,6% respecto a los de 2019. Según el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas, la temperatura global de la superficie ha aumentado más rápidamente desde 1970 que en cualquier otro periodo de 50 años durante al menos los últimos 2.000 años, el mismo periodo en el que se desplegaron los acuerdos internacionales y las iniciativas nacionales para combatir las causas del cambio climático. El fracaso de estas políticas aparece también reflejado, en nuestro presente, en la persistencia y fortaleza de un capitalismo fósil y su expolio y destrucción socioambiental.
No sólo han fracasado las llamadas políticas de mitigación, sino que también las llamadas políticas de adaptación destinadas a minimizar los impactos previsibles del cambio climático son débiles o incluso inexistentes.
En la misma línea, el informe anual de la Organización Meteorológica Mundial (OMM, Global Annual to Decadal Climate Update) publicado en mayo de 2023 advertía de que es muy probable (66% de probabilidad) que la temperatura media anual mundial supere los 1,5 grados centígrados en al menos un año de los próximos cinco (2023-2027), es posible (32 % de probabilidad) que la temperatura media supere los 1,5 grados centígrados y es casi seguro (98% de probabilidad) que al menos uno de los próximos cinco años, así como el quinquenio en su conjunto, sea el más cálido jamás registrado; el IPCC ha estimado graves consecuencias si se supera esta temperatura de forma permanente.
¿Qué tan cerca de este punto nos situará la llegada del fenómeno de El Niño este año y posiblemente en los próximos? El Niño es un evento de origen climático que se expresa en el calentamiento del Océano Pacífico ecuatorial oriental y se manifiesta en ciclos de entre tres y ocho años. Con antecedentes en el siglo XIX, en 1924 el climatólogo Gilbert Walker acuñó el término “Oscilación del Sur” para identificarlo y en 1969 el meteorólogo Jacob Bjerknes sugirió que este calentamiento inusual en el Pacífico oriental podría desequilibrar los vientos alisios e incrementar las aguas cálidas hacia el este, es decir, hacia las costas intertropicales de Sudamérica.
Pero no se trata simplemente de un fenómeno meteorológico tradicional que se repite en periodos anuales irregulares. No es un fenómeno natural; por mucho que se intente, una y otra vez, invisibilizar o negar sus causas sociales. Por el contrario, en las últimas décadas, la dinámica de la crisis climática ha aumentado tanto en frecuencia como en intensidad. Ya a principios de 2023 concluyó el tercer episodio continuado de La Niña, la tercera vez desde 1950 que se prolonga más de tres años y con intensidad creciente. Asimismo, en 2016, El Niño provocó el récord de temperatura media alcanzado por el planeta. Y diferentes científicos estiman hoy que este Súper-Niño puede repetirse en la actualidad con consecuencias desconocidas dados los niveles de gases de efecto invernadero y la dinámica de la actual crisis climática.
Las banderas de un cambio inspirado en la justicia social y climática y las vías efectivas de esta transición socioecológica enarboladas por los movimientos populares se hacen hoy más imperativas y urgentes. Es posible proponer un plan popular urgente de mitigación y adaptación. Pero para hacer socialmente audibles estas alternativas, para romper con la ceguera ecológica que quiere imponerse, es necesario primero quebrar la construcción epistemológica que quiere inscribir estas catástrofes, repetida y persistentemente, en un mundo de naturaleza supuestamente pura, en un campo presuntamente externo, ajeno y fuera del control social humano.
Se trata de una matriz de naturalización que, al tiempo que excluye a los grupos sociales y al modo de organización socioeconómica de cualquier responsabilidad por las crisis actuales, quiere convertirlas en acontecimientos imprevisibles e incognoscibles que sólo dejan la opción de la resignación, la alienación religiosa o la resiliencia individual. El cuestionamiento de estas visiones se inscribe no sólo en los discursos sino también en las prácticas y emociones, en responder a la catástrofe con la (re)construcción de vínculos y valores de afectividad, colectividad y solidaridad, soportes indispensables para el cambio emancipatorio.
*Artículo producido para Globetrotter.
José Seoane es profesor e investigador en la Facultad de Ciencias Sociales (FCSoc) de la Universidad de Buenos Aires (UBA); miembro del Grupo de Estudios sobre América Latina y el Caribe (GEAL) del Instituto de Estudio de América Latina y países del Caribe (IEALC) en la misma universidad. También es investigador del Instituto Tricontinental de Investigación Social.
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