Por Bolívar Echeverría
Memoria del Simposio internacional György Lukács y su época.
Universidad Autónoma Metropolitana. México, octubre de 1988, pp. 209-222
Si lo real es concebido como un universo de signos, nuestra vida práctica se revela como un constante cifrar y descifrar significaciones; actividad inmersa en el campo de eficacia de un código cuya historia nos hace al mismo tiempo en que nosotros la hacemos. El discurso cotidiano resulta ser así una lectura; pero una lectura que, al leer o revitalizar el texto escrito, lo transforma, lo convierte en un texto diferente. Por su parte, el discurso teórico sería un intento de poner en palabras y discutir lo que el código dice sin ellas, mediante su silenciosa eficacia; un intento de formularlo y criticarlo que se convierte en interpretación de lo real en la medida en que su pretensión es siempre la de usar esa fórmula para desentrañar y juzgar el sentido de la vida cotidiana.
Aunque el discurso marxista se concibe a sí mismo como un elemento que pertenece esencialmente al movimiento histórico –a veces directo y definido, pero a veces también tortuoso y oscuro– de la revolución comunista, su presencia como hecho específicamente teórico en la vida del discurso contemporáneo puede y debe ser juzgada en sí misma. El marxismo es, él también, una lectura-comentario de lo real, una interpretación que desentraña y juzga el sentido de la vida cotidiana.
Desde la época de su aparecimiento, el discurso marxista ha ocupado un lugar excepcionalmente conflictivo en el universo del discurso teórico. En ocasiones, su lectura de lo real ha sido aceptada en sus grandes rasgos, pero combatida en algunos de sus teoremas particulares; en otras, la aceptación de uno o varios de estos teoremas ha ido acompañada de un rechazo tajante de lo que en ella hay de visión del mundo. Lo que no puede negarse es que el discurso marxista ha sido en estos últimos cien años -y sigue siendo actualmente- un interlocutor ajeno, pero, al mismo tiempo, indispensable en el escenario de la vida del discurso teórico moderno. Personaje ajeno, porque, al definirse a sí mismo como crítico, sólo interviene en escena para desquiciar la acción establecida en el guion que se representa; y personaje indispensable, sin embargo, porque, a fuerza de inmiscuirse, ha hecho que los demás personajes lo deban tener en cuenta si quieren afirmar su propia identidad dramática.
A la lectura de lo real que propone el discurso marxista le han sido aplicados los tres procedimientos idóneos para descalificar a una lectura. Se la ha tratado, primero, como lectura errónea; segundo, como lectura insuficiente y, finalmente, como lectura ilusoria.
La lectura errónea es aquella que es desmentida por el propio texto que pretende leer, y la de Marx sería errónea porque la historia del capitalismo no ha sido como él dice que es. Sólo después de la segunda posguerra, antes de que el mundo, ya exhaustivamente capitalista, entrara en la crisis actual –en la que el precario bienestar de las masas europeas y norteamericanas se revela como un simple islote en un océano planetario de miseria- este procedimiento descalificador era el más usual. La «ley marxista» de la «pauperización creciente del proletariado», se decía, por ejemplo, no ha tenido verificativo en lo real. O se decía también –y muchos lo siguen diciendo, con la misma visión estrecha que deja de lado el fenómeno contemporáneo del crecimiento monstruoso de la intervención del Estado en la vida de las sociedades– que la contradicción y la resistencia -postuladas por Marx- de las nuevas fuerzas productivas y las viejas relaciones sociales capitalistas no ha podido ser constatada en ninguna parte.
El segundo procedimiento descalificador cree poder descubrir en la lectura de lo real hecha por Marx una lectura insuficiente; es decir, una lectura que deja sin descifrar un conjunto de significaciones esenciales que están presentes en el texto que pretende leer. La realidad del mundo moderno se dice, sus conflictos y sus posibilidades, presenta niveles de determinación que no son reductibles al nivel puramente económico descrito y criticado por Marx. No todo lo que acontece en el mundo moderno es explotación de plusvalor y acumulación de capital; hay problemáticas antropológicas, sociológicas e históricas que pueden estar imbricadas con la reproducción capitalista de la riqueza, pero que tienen una existencia autónoma. La lectura crítica de la realidad moderna como una realidad que se autorreprime en beneficio del economicismo es juzgada, así, como una lectura empobrecedora de lo real: como si percibir la reducción economicista fuera lo mismo que crearla.
Pero es el tercer procedimiento descalificador del discurso marxista el que me interesa destacar aquí. No sólo porque en contraste con él se revela de mejor manera el aporte fundamental del marxismo de Lukács a la descripción y la crítica del mundo moderno, sino porque, a mi parecer, es el procedimiento más incisivo y el que más obliga al discurso marxista a definir el sentido y el alcance de su lectura-interpretación de lo real. Según este procedimiento, el discurso marxista implicaría una lectura ilusoria de lo real; no una lectura errónea ni tampoco insuficiente, sino una lectura que se guía según una formulación desvirtuante del código de lo real; una lectura que puede ser perfectamente coherente y exhaustiva, pero que, al reconstruir discursivamente el sentido de lo real, le adjudica un centro de coherencia que resulta restrictivo, en obediencia a necesidades históricas que tuvieron vigencia en toda una serie de épocas pero que la han perdido ya definitivamente. Usando como etiqueta cómoda algo que en su autor original, Heidegger, es el nombre tentativo para un destino inquietante, se dice del discurso marxista que es el último gran representante de la «metafísica de Occidente». «Occidente» es un modo de existencia del ser humano que se organiza en torno al comportamiento técnico como el lugar privilegiado donde el ser de los entes adquiere su sentido más profundo y definitivo. De acuerdo al discurso occidental, el sentido del ser se da como inteligibilidad en la perspectiva primordial del poder técnico del hombre. La significación de lo real se revela en el encuentro de la instrumentalidad de los entes con la voluntad productiva del hombre. El marxismo resulta así la versión más acabada y final de este discurso en razón de que su descripción y su crítica de la modernidad no harían otra cosa que llevar a sus últimas consecuencias el mismo planteamiento básico de la modernidad occidental: la idea de que es el hombre como sujeto del poder técnico el que enciende en definitiva todo el sentido de lo real. El marxismo describiría y criticaría lo moderno en nombre de la posibilidad de una forma de sociedad en la que la existencia técnica del hombre, como ejercicio de poder, llegaría a su culminación; en la que no sólo la Naturaleza, sino la sociedad misma serían instrumentos de la acción que se guía exclusivamente por la razón instrumental. ¿Es así? ¿Es efectivamente el discurso marxista, por debajo de sus declaraciones revolucionarias, un discurso conservador e incluso reaccionario? La transformación de la modernidad, tal como él la plantea, ¿no implica acaso una ratificación del fundamento de esa modernidad?
Para el Lukács de los años veinte, el autor de la obra Historia y Conciencia de Clase, la respuesta a estas preguntas debería ser afirmativa si por «discurso marxista» se entendiera únicamente lo que él llamaba «marxismo vulgar». El marxismo vulgar es el que construye su discurso a partir de una experiencia superficial o burguesa del mundo capitalista y que invoca por tanto una idea restringida de las posibilidades del cambio histórico revolucionario. El marxismo vulgar es el que sólo percibe la verdadera pérdida del sujeto social –que es la de su propio carácter de sujeto– bajo su forma abstracta, como simple pérdida de riqueza económica y de poder estatal. Dicho en otros términos, es el marxismo que no reconoce la mercantificación de la vida social como característica distintiva de la historia moderna y cuya teorización no puede arrancar así de los conceptos básicos de fetichismo mercantil y de enajenación o cosificación de la actividad humana.
Los comentarios que expondré a continuación versan sobre lo que, en mi opinión, es el aporte más valioso de Lukács a la autodefinición y el desarrollo del discurso marxista, como discurso crítico sobre la modernidad capitalista y sobre las posibilidades de su transformación revolucionaria. Me refiero a su propuesta de una problemática fundamental para el discurso marxista; aquella que resume en el párrafo inicial de su ensayo «La cosificación y la conciencia del proletariado»:
«No existe ningún problema de este periodo histórico de la humanidad que no remita, en último análisis, a la cuestión de la mercancía, y cuya solución no deba ser buscada en la solución al enigma de la estructura de lo mercantil.»
La cuestión de la mercancía es la cuestión central, que organiza a todas las demás en la sociedad moderna.
«La estructura de la relación mercantil es aquí el paradigma de todas las formas de objetividad y de las correspondientes formas de subjetividad.»
La circulación mercantil es «la forma dominante del metabolismo social» en nuestra época y, por tanto, todos los problemas fundamentales que se presentan en ella «resultan del carácter de fetiche de la mercancía»; de esa «objetividad fantasmal» que adquieren para los hombres sus propias relaciones interpersonales en tanto que «relaciones cosificadas».
Esta propuesta de centrar el discurso marxista en torno a la problemática del fetichismo mercantil y la enajenación no representa otra cosa –y así lo entiende el propio Lukács– que un retorno a lo que fue el planteamiento más profundo y radical del proyecto teórico de Marx, no sólo esbozado en los Manuscritos de 1844 sino realizado in extenso en la crítica de la economía política. Para Marx, la historia de Occidente, que culmina como construcción de la modernidad capitalista y que tiende a sustituir o refuncionalizar a otras historias que han existido paralelamente en el planeta, muestra un conjunto de peculiaridades, cuyo fundamento está en la organización del proceso reproductivo de la sociedad en torno a la circulación mercantil de los bienes producidos. El proceso reproductivo de la sociedad en Occidente tiende a su atomización en una infinidad de procesos privados de reproducción y los propietarios privados de cada uno de éstos sólo recobran una socialidad en la medida en que intercambian sus productos/bienes en calidad de mercancías. La modernidad capitalista es la forma culminante de este modo occidental de vivir en sociedad, por dos razones. En primer lugar, porque en ella la mercantificación se completa al expandirse más allá del mundo de los objetos –los bienes de consumo directo y los medios de producción– y afectan también al mundo de las personas; porque, en la modernidad, el propietario privado se convierte, él mismo, en propiedad privada de sí mismo, en mercancía fuerza de trabajo que él puede alquilar libremente a otros, a un precio determinado. Y, en segundo lugar, porque la explotación capitalista, la apropiación del plusvalor producido por la fuerza de trabajo tomada en alquiler –relación social que pasa necesariamente a organizar la socialidad de los propietarios privados a partir del mercado de trabajo– se convierte también en el principio conformador de la estructura tecnológica y el progreso de la producción y el consumo sociales.
Para Marx, la mercantilización de la vida social es la característica fundamental de la modernidad occidental, porque la manifestación efectiva de todos y cada uno de los conflictos inherentes a la vida social del ser humano se encuentra mediada, es decir, posibilitada y modificada por la presencia dominante de la problemática estructurada en torno a la existencia de los individuos sociales como propietarios privados tanto de las cosas como de sí mismos en calidad de mercancías. Esta problemática dominante, la problemática social mercantil, es la que Marx intenta describir y explicar con el par de conceptos de «fetichismo» y «cosificación».
Los objetos mercantiles, propios de la vida social moderna –incluido el objeto fuerza de trabajo que reside en la persona humana– pueden ser descritos como fetiches, dice Marx, porque, de igual manera que los instrumentos mágicos de la técnica arcaica, poseen un doble estrato presencia, objetividad o vigencia social; son objetos «místicos» que fusionan lo profano con lo sagrado; objetos a un tiempo corrientes y milagrosos, sensoriales y suprasensoriales, físicos y metafísicos, que tienen un «cuerpo» y un «alma». El cuerpo corriente o profano de los objetos mercantiles está constituido por su objetividad «natural», en tanto que bienes producidos; es su presencia o vigencia como resultados del trabajo humano y como condiciones del disfrute humano. El alma milagrosa o sagrada de las mercancías, su objetividad «puramente social», consiste en su intercambiabilidad o valor de cambio en su presencia como porciones de sustancia valiosa que los capacita para ser cedidos unos a cambio de otros. Esta segunda objetividad del objeto mercantil puede ser llamada «milagrosa», dice Marx, porque es en virtud de ella que acontece el «milagro» de la socialización entre los individuos modernos o propietarios privados. Estos, que por su constitución misma son individuos sociales, se encuentran sin embargo en una situación de a-socialidad. Si viven en sociedad es únicamente debido a que intercambian entre sí los productos de su trabajo; y, para que esto sea posible, es necesario que estos bienes producidos, que son cada uno de ellos cualitativamente heterogéneos o desiguales respecto de los otros, se homogenicen o igualen todos, cualitativamente, como valores para el intercambio o como partes, sólo cuantitativamente diferentes entre sí, de una misma sustancia valiosa. Así, pues, Marx llama fetiches a los objetos modernos o mercancías porque éstos, a más de poner –como cualquier otro tipo no moderno de objetos– la posibilidad de la reproducción física de la sociedad, ponen también la posibilidad de su reproducción política, es decir, la posibilidad de que exista un conjunto efectivo de relaciones sociales de convivencia.
Junto al concepto de «fetichismo mercantil» introduce Marx el concepto de cosificación (o enajenación). Más amplio que el primero, este concepto le permite a Marx describir el carácter peculiar de esa socialidad puesta por el mundo de los fetiches mercantiles, desentrañar la forma moderna de esa reproducción política de la sociedad.
Cosificación significa para Marx la sustitución de los nexos de interioridad entre los individuos sociales por nexos de exterioridad. En la medida en que sus relaciones son el reflejo de la «socialidad cósica» que impera en el mundo de los fetiches mercantiles, los individuos sociales no viven un hacerse recíproco, un actuar directamente los unos sobre los otros, sino que todos ellos viven un ser hechos por una entidad ajena, que los impele desde afuera, desde las cosas, a entrar en contacto entre sí.
Esta entidad ajena, la circulación de las mercancías, que orienta la vida de la sociedad y la marcha de la historia «a espaldas» de los individuos sociales, entra a sustituir al sujeto social concreto; actúa como una «voluntad» mecánica y automática cuyas «decisiones» carecen de necesidad, por cuanto no obedecen a un proyecto subjetivo, pues sólo representan el encuentro y la igualación casual o fortuita de la infinidad de voluntades individuales enclaustradas en el círculo estrecho de sus intereses privados.
Estos son los conceptos de fetichismo y cosificación mercantil en torno a los cuales Lukács propone que se centre el discurso marxista acerca de la modernidad. Conviene insistir en que no se trata de una propuesta dirigida a reducir todo el panorama problemático de la vida moderna a los problemas de su carácter de vida social cosificada, sino de la propuesta de una vía de acceso, considerada la más efectiva, a la variedad y la complejidad problemática de esa vida moderna.
No puede decirse que esta propuesta de Lukács haya tenido una aceptación amplia o decisiva en la historia del pensamiento marxista: no en lo que respecta al marxismo teórico u «occidental» y menos aún en lo que respecta al marxismo directamente conectado con la actividad política y revolucionaria de los partidos que se denominan marxistas.
Las causas de esta falta de aceptación se encuentran, a mi parecer, tanto en el campo de la historia en general como en el más restringido de la historia del discurso.
Puede decirse que el libro de Lukács Historia y Conciencia de Clase perdió su actualidad política en el momento mismo en que fue publicado. Redactado en la primera posguerra dentro de ese ánimo entre apocalíptico y mesiánico, para el que la posibilidad del «asalto al cielo» estaba «al orden del día», cuando la actualidad de la revolución comunista parecía haber alcanzado su grado más elevado en las sociedades europeas, su publicación coincidió, sin embargo, con el rápido decaimiento de esta actualidad revolucionaria y con el encauzamiento abrumador de ese ánimo ya decididamente mesiánico tanto en la dirección de su burocratización al servicio de la «construcción del socialismo en un solo país» como en la dirección contrarrevolucionaria que lo convertiría en el impulso destructor y suicida del nacional-socialismo en Alemania.
La propuesta teórica de Lukács quedó así descalificada por la falta de actualidad de las conclusiones políticas derivadas de ella por su autor.
Pero también en el terreno especial del discurso teórico es posible distinguir posibles causas de la escasa aceptación de la propuesta lukácsiana. Por mi parte, quisiera detenerme en una de ellas, que me parece especialmente importante. Planteado como vía de acceso a la problematización de la modernidad, el recurso de Lukács a los conceptos de fetichismo y cosificación es ambivalente: abre, pero al mismo tiempo cierra la vía de acceso que existe en la crítica de la economía política a la problematización crítica del conjunto de la vida moderna; de la existencia cotidiana tanto en su dimensión social individual o íntima como en su dimensión social colectiva o pública. La ambivalencia a la que hago referencia consiste en el hecho teórico de que Lukács, que capta agudamente los efectos del fenómeno histórico de la cosificación bajo la forma de una dialéctica de descomposición y recomposición de la vida social, no alcanza sin embargo a definir adecuadamente esa dialéctica ni a descubrir por tanto el modo en que actúa cuando la cosificación que se manifiesta en ella no es sólo mercantil, sino mercantil-capitalista. Creo, pues, que, para ser realmente sugerente, la propuesta de Lukács debe ser replanteada a partir de una problematización más compleja de la estructura de lo mercantil (de la relación que hay en ella entre valor de uso y valor) y de una distinción más precisa de la peculiaridad del fetichismo mercantil-capitalista.
Según Lukács, el fenómeno histórico moderno de la cosificación se cumple mediante un proceso combinado de destotalización y re-totalización de la vida social, en el cual lo que acontece fundamentalmente es la sustitución del sujeto «natural» de esa vida social, el ser humano, por un sujeto artificial, el capital. La vigencia de una socialidad humana puesta por el mundo de las mercancías y su dinámica de intercambios implica la suspensión de un modo de vida básico o estructural en el que el ser humano no se distingue de su propia actividad –en el que la sujetividad reside en el sujeto– y en el que mantiene una relación de interioridad con el mundo de las cosas en la medida en que éste es su propia objetivación. Pero implica también la instauración de un modo de vida diferente, en el que, escindida la totalidad hombre-actividad o sujeto-sujetidad, la actividad o sujetidad continúa en funciones pero no sólo de manera separada y autónoma, sino además en sentido negativo o adverso respecto del hombre o sujeto; un modo de vida en el que las cosas –resultados y condiciones de esa actividad– se enfrentan al ser humano no sólo como entes que él no puede reconocer como propios, con los que él no puede mantener una relación de interioridad, sino, mediante otra «vuelta de tuerca», como entes que, en su conjunto, imponen sobre él las necesidades de su propia dinámica.
Por un lado, el hombre, el sujeto; por otro, su actividad, la sujetidad: esta imagen conceptual ilumina toda la versión lukácsiana de lo que es la enajenación o cosificación. Cosificada, la actividad que era del hombre y ya no lo es, la sujetidad que se ha enajenado, se determina realmente como proceso de acumulación de capital. Enfrentado a la cosificación de su actividad, el hombre, sujeto expropiado de su sujetidad, sufre y contempla la historia del proceso de acumulación como un devenir que le es enteramente ajeno. Para Lukács, la cosificación trae consigo una devastación de toda la riqueza cualitativa del sujeto social y del mundo que él despliega con su vida; una devastación que no puede ser compensada por la creación de riqueza promovida por el capital como sujeto sustitutivo, en virtud de que el principio con el que reconstruye al hombre y a su mundo es el de una racionalidad puramente formal, abstracto-cuantitativa, analítico-calculatoria. Indiferente por esencia respecto de lo concreto, desentendido de la totalidad cualitativa de la existencia humana, el principio estructurador del mundo en el capitalismo promueve su crecimiento desaforado, pero es incapaz de definirlo, de otorgarle una identidad concreta. La proliferación de la Cosa se acompaña de la muerte del Hombre.
No hay como pasar por alto la sensación de irrealidad que despierta esta imagen conceptual del fenómeno de la cosificación que presenta el ensayo de Lukács. De una parte (la del hombre despojado de su sujetividad): ¿es posible un sujeto paralizado, inactivo, en suspenso? Si la característica fundamental del ser humano consiste en el sintetizar la riqueza concreta del mundo de su vida, ¿es él imaginable como una sustancia sin forma, como algo aparte, retrotraído o exterior a la dinámica en la que se constituye efectivamente la realidad –a la vez deslumbrante y repugnante– del mundo moderno? De otra parte (la de la sujetidad cosificada en el capital): ¿es posible en la realidad social una actividad carente de concreción, una historia como proceso de autoincrementación de la riqueza en abstracto, sin otra cualidad que la cantidad? Si el valor no es otra cosa que la forma abstracta cuantitativa que adquiere el producto social concreto en determinadas circunstancias históricas, ¿es imaginable una autovalorización del valor que no implique un proyecto de mundo, que sólo sea un proceso formal, carente de sustancia, independiente del proceso de reproducción del producto concreto, pleno de cualidades o determinaciones: ¿Es posible hablar de una re-composición efectiva del mundo social moderno, si el capital sólo lo sintetiza formalmente, y si la fuente de su sintetización sustancial se encuentra clausurada?
Esta duda respecto de la coherencia del concepto lukacsiano de cosificación no puede disiparse de la manera en que lo intenta el propio Lukács. La imposibilidad real de concebir un sujeto concreto de-sujetizado, enfrentado en exterioridad a un sujeto abstracto sujetizado, es un obstáculo teórico que el ensayo de Lukács pretende salvar mediante un debilitamiento del concepto de cosificación. Para Lukács, en última instancia, ni la de-sujetización del uno ni la sujetización del otro llegan a completarse efectivamente. Por un lado, el sujeto de-sujetizado, identificado históricamente como proletariado, retiene un núcleo de sujetidad que no es enajenable; su capacidad de irradiar la concreción cualitativa del mundo se reduce a un mínimo, pero no desaparece: está en el comportamiento espontáneamente anti-capitalista de la clase proletaria, es posibilidad real de revolución comunista. Por el otro lado, el objeto sujetizado no es enteramente formal o abstracto, desligado de la sustancia del proceso histórico; encarnado en la burguesía capitalista, existe como proceso real de explotación de la clase proletaria, como instancia destructora de las posibilidades abiertas por el desarrollo de las fuerzas productivas.
Pero esta disminución del concepto de cosificación, lejos de ayudar a la comprensión de las relaciones entre el sujeto de-sujetizado y el objeto sujetizado, la vuelven más difícil. En efecto, según Lukács, la positividad concreta del sujeto –del proletariado– es pura negatividad respecto del mundo abstracto puesto por el capital; por su parte, la positividad abstracta del capital –efectuada por la burguesía capitalista– se traduce como pura negatividad respecto de la vida social concreta. El mundo moderno como totalidad, como interpenetración de la dinámica cualitativa o concreta con la lógica cuantitativa o abstracta, resulta inaprehensible. Su totalización sólo podría ser puntual e instantánea: la del momento de la revolución, la del acto en que el proletariado reactualiza su capacidad de sintetización concreta al reapropiarse la actividad sintetizadora que existe, cosificada en abstracto, en el capital.
La existencia de un sujeto de-sujetizado por completo o dotado sólo de una sujetidad defensiva, reducida a ser mera resistencia al mundo moderno –dada la pureza de su positividad concreta–y, contrapuesta a ella, la existencia de un objeto sujetizado, sea absolutamente abstracto, ajeno a la sustancia del mundo social, o dotado de una concreción exclusivamente destructiva –dada la pureza de su negatividad concreta– constituyen supuestos que no sólo carecen de coherencia teórica, sino que desoyen las exigencias que el mundo moderno plantea a la teoría, de ser pensado mediante el concepto de cosificación.
El concepto de cosificación –esta es, en mi criterio, la conclusión que debemos sacar tanto de la decisiva propuesta teórica de Lukács como de las limitaciones que podemos encontrar en sus desarrollos– permite pensar una realidad que tal vez es la que caracteriza más esencialmente a la modernidad: la de la existencia del sujeto social como sujetidad conflictivamente repartida entre el hombre y las cosas. Para afirmarse como sujeto abstracto, el valor valorizándose necesita realizarse como proyecto concreto; necesita del hombre y de la elección de forma –civilizatoria, cultural– que él hace en la naturaleza: su ser se agota en ser enajenación del sujeto humano. Por su parte, con el simple hecho de existir como ser de convivencia social, de afirmarse como sujeto concreto, el hombre se adentra en la dinámica comandada por el capital; su resistencia, para ser tal, tiene primero que ratificar en su puesto al sujeto que lo enajena, tiene que traducirse a los términos impuestos por él.
Por Bolívar Echeverría
Fuente texto: Africando
Fuente fotografía: Jacobin
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