El condenismo, fase anterior del anarquismo

Las preguntas para resolver el problema de la violencia en Nicaragua deben plantearse de otra manera. Deben ser preguntas centradas en las posibilidades que abre la coyuntura nicaragüense. ¿Le conviene a los países situados en la vereda opuesta a la hegemonía estadounidense, una oposición financiada por los millones de Soros y el National Endowment for Democracy y apoyada por la OEA?

El condenismo, fase anterior del anarquismo

Autor: Claudio Aguayo

Condenar regímenes o gobiernos que están en la mira del óculo imperial no debería ser tan fácil. Suponiendo que haya todavía algo así como una herramienta teórica a la que llamamos—o llamábamos— marxismo, uno sabe que los períodos de paz social son siempre inestables y que una confrontación, en tiempos de crisis, viene a recordarnos el rostro poco amable del humanitarismo global.

La vieja frase maoísta recobra su sentido: “la revolución no es hacer un banquete”. Pero sobre todo aquella vieja historia, que retrata tan bien a nuestras izquierdas, según la cual el señor Ye tenía su casa plagada de estatuas y alfombras de dragones, pero cuando un día vino a visitarlo un dragón real, corrió despavorido. La revolución funciona así como un mito desprovisto de materialidad, o mejor dicho: el mito de la revolución justa, humana y pacífica permite al sujeto de izquierda contemporáneo mantener a distancia una revolución real cuya dimensión trágica no se asimila. Que el dragón que vino a visitar al señor Ye haya sido uno real quiere decir precisamente esto: que la revolución real tiene más la forma del trauma que la de un mindfulness global imaginario. Sin mencionar lo más terrible para la subjetividad ñuñoísta: lo que la revolución hace, a menudo, con las capas medias, es cuestionar el frágil balance de su felicidad. Esta es la paradoja del gradualismo chileno, que quiere una revolución en paz incluso después de haber vivido en carne propia la sangrienta tragedia de su desenlace. Es algo que Donald Trump entendió muy bien cuando azuzó el asalto del capitolio en Washington DC: las masas necesitan una dosis de violencia si quieren sostener el extremismo conservador a flote.

Sí: hubo tranqueras, hubo represión, hubo grupos coordinados en los territorios reprimiendo civiles, y hubo grupos financiados quemando vivos a niños en locales sandinistas, todo eso sucedió en Nicaragua. ¿Vamos a desconocerlo? Obviamente, el rol del Estado es siempre el menos excusable en estas ecuaciones de lucha, por el monopolio que detenta. Por eso en 2018 cabía expresar preocupación y condenar las violaciones a los derechos humanos. Era una forma de demostrar que, si hay algo reaccionario, es no permitir a las multitudes tener la última palabra sobre el destino de un gobierno y del Estado. Sin embargo, resulta al menos preocupante para la buena conciencia liberal que ni siquiera en ese ámbito pueda exigirse una neutralidad total. Nicaragua vivió no sólo una confrontación entre el Estado y la población civil, sino una confrontación de clases al interior de la multitud.

Como a menudo lo hago en un signo de provocación evidente viniendo de un comunista chileno, recuerdo las palabras de Trotsky: “Los ejércitos beligerantes son siempre más o menos simétricos y si no hubiera nada de común en sus métodos de lucha, no podrían lanzarse ataques uno al otro.” (Su moral y la nuestra). El problema básico que nos plantea esta fórmula trotskista es que cuando se condena un régimen por sus métodos, debe hacerse siempre desde la seguridad moral que proporciona, hipotéticamente, el tener la capacidad de ejercer métodos diferentes para lidiar con la violencia. Pero, salvo excepciones, los métodos de la violencia siempre exceden los marcos legales, o son el uso de su monopolio legítimo.

La fijación con los métodos, la sacralización y el embobamiento con las formas de lucha de una época—la guerrilla, la ‘protesta pacífica’, la primera línea—constituye siempre una forma de tacticismo que no deja ver los objetivos que sostienen esa insistencia metódica en un tipo de violencia u otra. Movimientos intelectuales como el Situacionismo o los escritos contemporáneos de Tiqqun y el llamado Comité Invisible hacen del tacticismo una operación ontológica: divinizando momentos como la barricada o la confrontación con la policía en nombre de la interrupción del tiempo histórico. En realidad, las cosas son muy diferentes. No se nos olvide, para ya cerrar esta parte del problema, que Patria y Libertad también enfrentaba a la policía con escudos y cascos y tenía métodos de lucha callejera y desestabilización de la tranquilidad urbana similares a los utilizados por la izquierda. Esta distribución simétrica no nos dice nada del carácter de la lucha de clases. Es una obsesión por la forma tanto o más absurda que el noeslaformismo de la izquierda chilena. Lo que se entiende como violencia callejera, en otros términos, no es patrimonio de la izquierda: su uso tiene significados sociales diversos en coyunturas singulares, y no debe ser tomado como garantía argumentativa, ni como acontecimiento moral.

Basta con mirar los informes de Human Rights Watch y la diferencia abismal entre la caracterización del “régimen” de Daniel Ortega y el “gobierno” de Sebastián Piñera, para darse cuenta que el onegeísmo global y su uso estrictamente clasista de la retórica de los derechos tiene preferencias claras.[1] Si Gabriel Boric está autorizado, por su carácter de candidato y la necesidad que eso conlleva a enganchar con el sentido común de las masas, a decir que “no caben dobles estándares”, lo mínimo que exige un análisis materialista de las coyunturas regionales es una lectura de los estándares que actúan detrás de las retóricas y los significantes que usan los centros de poder en Chile y el mundo. Quizás Boric puede darse el gusto. Los partidos ideológicamente comprometidos con una teoría sobre la sociedad, no lo creo: deben asumir de antemano que los derechos humanos constituyen, desafortunadamente, una retórica global llena de dobles y triples estándares.

Las preguntas para resolver el problema de la violencia en Nicaragua deben plantearse de otra manera. Deben ser preguntas centradas en las posibilidades que abre la coyuntura nicaragüense. ¿Le conviene a los países situados en la vereda opuesta a la hegemonía estadounidense, una oposición financiada por los millones de Soros y el National Endowment for Democracy y apoyada por la OEA?, ¿qué vamos a hacer en el momento en que en esos mismos países que hoy día se nos insta a condenar, hayan golpes de estado que conduzcan a regímenes de restauración neoliberal? Porque es cierto: Nicaragua ha tenido derivas autoritarias inaceptables, pero la clase trabajadora ejerce el control directo sobre el 80% de las unidades de producción, y posee el aumento más significativo de la inversión per capita en salud de la región, por sólo indicar datos. Después de 2018, el empresariado y la Iglesia Católica se pasaron definitivamente al antisandinismo. Si Ortega apresó a 21 personas, no lo hizo con un criterio diferente al que mantiene encarcelado a Julian Assange. Y este problema ¿no nos dice algo sobre la ambigüedad de nuestras democracias?

No es una buena idea endiosar a gente como Ortega y Murillo. Los cultos a a la personalidad son siempre lastres, y crean identidades insoportables para una cultura nacional que viene recién resucitando del catolicismo y la mentalidad neoliberal. Lo interesante, sin embargo, proviene de pensar qué es lo estratégicamente “justo”—en el sentido de justeza que reclamaba Althusser—en un contexto como este, en el que el FSLN gana una elección de manera arrolladora en medio e una crisis institucional inédita, y una supresión de sectores de la oposición frente a la cual no se puede guardar meramente silencio. El sandinismo, en todo caso, se excusa: estuvieron involucrados en acciones de desestabilización coordinados por la Embajada de Estados Unidos.[2] La BBC de Londres contraataca: no todos. Si la situación se nos presenta de esta manera, con acusaciones cruzadas, justificaciones gubernamentales, etc., lo correcto es estudiarla y ofrecer alternativas antes de condenarla. De lo contrario, se trata de una solución muy simple y muy pobre al problema de las relaciones internacionales: seguir lineamientos de disputa global instalados por Washington y la OEA. Parece obvio.

Boric, desinteresado de los problemas estratégicos para la izquierda, desalentado de la disputa ideológica y la discusión teórica, convertido en una suerte de última caricatura de una izquierda portaliana con misión de Estado y conectada con la nueva fronda aristocrática chilena, sabe dónde y cómo situarse. En la retórica estándar de la gobernabilidad. La camada de nuevos caudillos comunistas no: parecen querer un socialismo sin revolución y un comunismo sin toma de posición. Moralismo, en el fondo, que sólo puede ser el producto residual de una falta de formación teórica cada vez más profunda en las izquierdas, y que ha engendrado el paradójico resultado de una conservación de la estética y la partidocracia soviética al lado de una incorporación ideológica y acrítica de los identitarismos globales, casi todos de signo académico: un estalinismo posmoderno. Se suman, ahora, a una condena internacional sin dobles estándares de la que, de hecho, va a costar mucho estar arrepentido cuando haya que tejer puentes y ver, a escala internacional, dónde situarse.

Para terminar: dudosamente se puede terminar exigiendo la condena unilateral y sin dobles estándares de todos los regímenes que hacen el mal alrededor del planeta. Habría que decir algo de China y el régimen burocrático de partido único—así como de políticas controvertidas como la prohibición a las familias chinas de tener más de un hijo durante décadas, produciendo abortos forzados y represión partidaria en localidades rurales, etc.—de Joe Biden y el capitalismo racial-carcelario (del que todavía Assata Shakur puede refugiarse en Cuba, a propósito), del “gobierno” (nunca se diría régimen) de Duque en Colombia y de la implementación del Tren Maya por parte de López Obrador, que tantos reclamos ha suscitado en el zapatismo. En tal caso, la doctrina comunista se convertiría en un simple discurso moralizante, y lo que convendría son dos cosas: primero, evitar a toda costa devenir gobierno, no vaya a ser que terminemos entrando en el concierto mundial de los estados canalla y los regímenes del mal. Segundo, volvernos anarquistas. Porque los estados reprimen, siempre o casi siempre: estar en contra de todos sin excepción, ¿no parece una solución más consecuente? El problema son las posibilidades que abren, y de qué lado lo hacen.

Por Claudio Aguayo Bórquez


[1] Comparemos la entrada de los informes de Human Rights Watch en torno a Nicaragua y Chile, respectivamente:

(Chile) «Chile’s national police used excessive force in response to massive demonstrations, some of them violent, in 2019. While initial steps have been taken to reform the police, structural changes to prevent police misconduct and strengthen oversight and accountability are still pending. In Chile, abortion is only allowed in cases of rape, when the life of a pregnant woman is at risk, or when the fetus is unviable. The country faces other human rights challenges related to prison conditions; accountability for grave abuses committed during the military dictatorship; the rights of lesbian, gay, bisexual, and transgender people; and the rights of migrants and refugees. The conflict over land between Mapuche communities, logging companies, and the authorities continues.»

(Nicaragua) «An enormous concentration of power by the executive has allowed President Daniel Ortega’s government to commit egregious abuses against critics with complete impunity. In April 2018, police, in coordination with armed pro-government groups, brutally repressed anti-government protestors, killing hundreds, injuring several thousand, and arbitrarily detaining many. The Nicaraguan government has since intensified its crackdown on civil society and the free press and ended the mandates of several international organizations monitoring human rights in the country. The government’s response to Covid-19 failed to implement measures recommended by global health experts.»

[2] Cabe señalar que, en todo caso, el dinero desde Estados Unidos a las ONG’s nicaragüenses en los últimos años ha sido constante y sonante. Téngase en cuenta que, mientras que antes del gobierno sandinista esas ayudas eran destinadas directamente a la estabilización, hoy parecen ser dirigidas directamente a organizaciones de oposición. En el ciclo 2020-2021 la USAID invirtió más de US$ 101 millones. Véase: https://afgj.org/nicanotes-more-money-for-coup-groups-from-us-agency-for-international-development.


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