Se empelotizó la sociedad chilena, poniéndole el nombre de sus futboleros a las avenidas, a las plazas, a los parques, a los mall. Se volvió loca la barriada nacional re bautizando calles con los nombres de los cauros derrotados, porque igual se rascaron las costras en el mundial tratando de traer una medallita. Nada más que eso, una medallita, para el consuelo. Una medallita para la pena, para la depre, después de verse casi encumbrados en el lugar de los vencedores. Por allá, tan arriba, tan campeonazos, que daba vértigo imaginarlos en la realeza del balón. Y cuando parecía que todo iba tan bien, que ganaban partido tras partido acelerando la meta. Cuando los chiquillos orgullosos, muy cancheros, se alisaban las crenchas mohicanas para salir a guerrear a la cancha. Cuando en pleno estadio, repleto de gente, entonaban la canción nacional con la guata apretada y el corazón saliéndoseles por la boca. Cuando miraban de soslayo a los gigantones gringos, los gringos pelotudos que daban un paso por diez saltos y un peo de nuestros paticortos chilocos. Cuando se la creyeron los pobres cabros de la Pincoya, Pudahuel y Barrancas. Cuando ya comenzaban a hablar sin chulerias y hasta parecían galantes y glamorosos, ellos los chiquillos pobres, los pendex de la cuadra que soñaron ser estrellas de la tele, con sus trajes de marca y los aritos de diamante en el lóbulo. Los muchachos de la selección, que lograron llegar al campeonato, a puro porrazo y patada futbolera. Y Chile se desrajó de alegría la noche de la clasificación. Era para no creerlo. Cuándo habían logrado arrastrar a una multitud de pobladores en micros y camiones con banderas tricolores cruzando las fronteras hasta Brasil. Cientos de chilenos que se encalillaron solo para verlos jugar la copa. Cuando todo Chile solo hablaba de ellos, de sus amores, con y sin argolla, de sus vidas pifiadas por la desnutrición poblacional, de sus familias pobres, ahora con dientes nuevecitos declarando en la tele que estaban orgullosos del niño maravilla. Cuando todos pensaban que ganarían. Ahí mismo el guatacazo, ahí mismo, llegó la amarga derrota. Y fue igual que otro terremoto, igual que un desastre natural que nos quita de las manos la victoria.
Duró poco la alegría. Por unos meses se empelotizo la sociedad chilena de empacho futbolero…Era para no creerlo, regreso sin gloria, vuelta al piojal pateando la perra. Había que recibirlos como héroes nacionales, por eso se inundó la Alameda de lágrimas patrias…lloró todo el mundo, a todos les brotaban lágrimas a chorros por la mala cueva, la yeta de errar el penal y pegar en el palo. Maldita suerte shilena de creerse bacanes con la copa entre las manos, maldita hora de coronarse por anticipado. Y después… la decepción, el bajón, cuando volvieron los chiquillos y en la Moneda los recibieron con laureles mustios como personajes que se la jugaron, que hicieron lo posible. Será la ley de este suelo. La victoria moral engorda el nacionalismo. Que más, también los milicos se aprovecharon del pánico y condecoraron a Medel, el más llorón del equipo, con el siniestro corvo de la C.N.I., ese infame signo del horror. Pobre Medel, ni sabe o no quiere saber que significa para la memoria patria ese espanto que le impuso el fachismo castrense. Quizás pudo rechazarlo, por dignidad, por ética. Que lo devuelva urgente sería lo mejor. El estado chileno debiera eliminar por decreto ese cuchillo sangriento como condecoración. Pobre Medel, quizás algún día sepa de los degollados en dictadura, alguien podrá contarle la historia de Marta Ugarte tirada al mar y desfigurada por el corvo que a él le regalaron con tanto honor. Pobre Medel, quizás no le interese y este orgulloso de ese único trofeo que le dio la milicada, aparte de la callecita de barrio que pudo llevar su nombre, cuando pasen los años y a todo Chile se le olvide su emotivo lagrimón.
Columna publicada en la edición N° 155 del Ciudadano