En Colombia el régimen promueve la economía neomercantil, profundiza la militarización e invierte millones de dólares en la adquisición de tecnologías para el control social tanto en las ciudades como en el campo. Mayor control represivo, para mayor desregulación del mercado, y la aplicación de medidas políticas, jurídicas y sociales que obedecen a la supuesta “racionalidad económica”.
El régimen colombiano está débil, sus grietas son profundas y extensas, cada mañana los colombianos escuchan sus jadeos por los medios de comunicación, aquellos que simultáneamente disfrazan lo que realmente son; efectos de la crisis estructural del régimen y de la decadencia de su clase dirigente; pero con la apariencia del escándalo mediático, buscan reducir la capacidad de la opinión pública para entender entre -algarabía y algarabía-, la gravedad de la crisis política y social que vive el país.
Colombia es una fosa común. Hoy el mundo sabe que no es una metáfora, ni una exageración populista, es una verdad cuantificable, una realidad que durante años se difuminó entre carnavales y paseos matutinos en los puentes festivos, en medio del aparente jolgorio de la “Seguridad Democrática”, de la cual hoy vivimos su continuación.
Un enorme sector de la clase política colombiana, magnates con apellidos muy conocidos que cuentan con el poder del Estado, periodistas sin ética periodística, pero titulados en “periodismo de guerra” por el Comando Sur de los EE.UU., políticos, y funcionarios voceros del crimen organizado, o gestores y cómplices del paramilitarismo; asesinos en serie de pueblos desahuciados y fantasmales, que evocan el horror, que cincelan en la memoria nombres como Mapiripán, el Salado, la Gabarra, Vegachí, Mutatá, Segovia, Ituango, Barrancabermeja, Remedios, El Tarra, Carmen de Bolívar, Buenaventura, Chengué, Naya, y tantos más pueblos destrozados por los mismos que como ayer, pretenden refundar la patria mientras cambian su indumentaria macabra y se adornan hoy de Gaitanistas o Águilas Negras.
Su accionar se difumina en la comedia mediática, que busca distraer al pueblo con realities, playas grises, operaciones retorno y “vándalos”, mientras en la periferia y el centro se vive la mascarada más dantesca de muerte.
En medio de esta feroz historia, gran parte de sus autores intelectuales huyen de la justicia tomándose la justicia; colocando fiscales, presionando a las cortes y brincando en esa feria de la corrosión política que es el parlamento colombiano, en el que hiede a muerte y donde se adornan las culpas con las históricas fragancias de interminables debates.
No faltará quien queriendo exhibir una frase tradicional, señale que los colombianos tienen los gobernantes que se merecen, pero no es justo “sacrificar un mundo por pulir un verso”, en este caso no concuerda, el pueblo colombiano nunca los legitimó, los eligió una minoría, potenciada por los medios, la presión armada del paramilitarismo en los campos, la masacre que indica cruentamente la elección obligada en las urnas, el asesinato selectivo de líderes sociales y el fraude electoral en todas sus variedades: El pueblo colombiano en su gran mayoría no tiene los gobernantes que se merece, el pueblo colombiano merece al fin gobernar.
Cientos de miles de colombianos han salido desde el 2019 a las calles, trochas y plazas, en un grito que retumba, extiende, organiza, profundiza y continúa en Colombia, y que le recordó al régimen que el tiempo de su estadía inquebrantable ha comenzado a agrietarse como el hielo en los polos en estos tiempos de primavera ártica.
La movilización no termina, hay por fin un estado permanente de intranquilidad y zozobra para el régimen, y de alerta diaria para el pueblo. Vivimos una movilización con pausas y momentos de fuerte contienda, que pudiera llevar a una implacable negociación en medio de la movilización más potente, pero si el régimen ofrece represión, regresión y guerra perpetua, el pueblo responderá con paro indefinido. Y mientras Iván Duque continúe minimizando -al menos públicamente- las movilizaciones, cientos de miles de golpes de cacerolas y cánticos aturdirán los finos oídos de sus ministros y allegados. Mientras su respuesta sea ampliar el pie de fuerza de policía y Esmad, para “proteger la protesta”, una protesta social que no necesita «protección” sino solución; seguramente obligará a que el pueblo desde ya quintuplique sus fuerzas. De esta manera duplicar al Esmad será multiplicar la decisión popular que puede más que millones de bombas aturdidoras.
La desproporcional y violenta política de seguridad y orden público del actual régimen en Colombia, puede estar llevando, a pesar de la mitificación como barrera que no debe cruzarse, a que los ciudadanos reclamen el derecho a las vías de hecho.
El último refugio para la carencia de argumentación para las políticas ultrajantes del régimen, las cuales generan indignación generalizada; es la modulación que ejecutan los medios masivos, porque dichas políticas gubernamentales son para beneficio exclusivo de los Angulo Sarmiento y los Santo Domingo, propietarios de los medios de comunicación. De allí que estos últimos presenten el rechazo ciudadano al actuar violento del aparato armado del Estado, como “pérdida de respeto hacia la fuerza pública”.
Pero lo cierto es que hoy millones de colombianos consideran a la fuerza pública como un peligro para la comunidad. Por eso RCN y Caracol, ya deben estar alistando frenéticamente unas cuantas superproducciones, donde un apuesto policía sea el protagonista o emerja en la trama de la novela con conductas civilizadas y acordes con la constitución y las leyes, para cambiar desde la ficción la percepción de los hechos reales que tienen los ciudadanos. Quizás los grandes medios preparen alguna toma espectacular o cubrimiento presentado como primicia noticiosa, en la que un miembro de la Policía Nacional evita que un hombre desesperado se lance al vacío, o donde las fuerzas del “orden” atrapan a un conductor ebrio que además soborna a la autoridad, todo esto con el fin de cambiar la matriz de opinión.
Pero es tal el desplome de la “Fuerza Pública” que puede resultar que quien busca suicidarse y es “salvado” por la policía, si se hurgara en las causas de su fallida pretensión, se descubre que lo hacía porque una mañana cualquiera, sin esperar el alba, sin cubrimiento de medios de comunicación y con el consabido trinomio de policía, notario y juez, le quitaron su casa que ya había pagado más de una vez. Devorado por los intereses de los bancos (de Sarmiento), decidió terminar con su deuda una tarde cualquiera desde lo alto de un puente, pero de repente, los mismos que junto a un notario, ayudaron para que le arrebataran su casa, hoy le “salvan la vida”, una que ya no quería vivir. Y esta vez es fotografiado y filmado como si fuera una estrella de la farándula.
Para completar, el conductor ebrio capturado por la policía, termina siendo un coronel del ejército, un teniente de la policía nacional o un político de ellos. No es que nada les salga bien, es sencillamente que todo lo han hecho mal, demasiado mal, se han convertido en opuestos a la ciudadanía, en centro de la ira justificada del pueblo, del transeúnte que ya no los tolera, en símbolo del abuso y de una ira que crece, que se manifiesta de diversas maneras, que se desfoga contra violentos agentes, pero que tiende a dirigirse contra sus dueños.
Esos dueños, entre los que está la clase política colombiana; entrega el país a los ávidos apetitos de las grandes corporaciones transnacionales, exculpa a los verdugos de esos miles de jóvenes desplazados de su tierra, que dejaron la siembra a la fuerza y fueron enclaustrados en las grandes ciudades, de donde también fueron desarraigados, y vueltos cadáver. Cadáveres para un sábado de vacaciones, para ascensos deshonrosos, “bajas” para hacer creer una victoria, en una guerra que ya habían perdido, porque quien hace la guerra para perpetuar la ignominia política, hace del guerrero un necrófilo.
¿Qué nos puede decir entonces esta clase política mafiosa, constructora de falsedades, que ha sembrado al país de despojos?¡Nada! Así lo digan. Lo único cierto, es que muy pocos colombianos creen hoy en los Santos o Lleras, muy pocos hoy se fían de Uribe y Duque, y sus múltiples tonalidades, pocos quieren a la policía y todos le temen al Ejército, y quienes aún ven y escuchan los medios masivos, mientras lo hacen y les presentan deformadas primicias; regurgitan la información con creciente desconfianza.
El pueblo colombiano, después de muchas pausas fúnebres, de extenuantes recesos en los que la muerte recorrió su piel, tendones y sueños, parece despertar. Pero este pueblo jamás durmió, nunca recostó su dorso mientras las motosierras atravesaban los pechos de Colombia. Masacre, amenaza, muerte, desinformación y fraude, son los puntales del régimen; pero los colombianos no despiertan de un letargo; sería más preciso afirmar que rompe los barrotes de una cárcel, después de un lento pero decidido aumento de su fuerza.
Por Pablo Nariño