Un gran escándalo han montado los defensores acérrimos de la Ley y el Orden por los indultos concedidos por el Presidente Boric, haciendo uso de sus facultades constitucionales y legales, a un puñado de “presos de la revuelta”. Para poder rasgar vestiduras por ese hecho han tenido que fingir total desconocimiento de viejas y muy utilizadas figuras como las amnistías e indultos, sobre cuya masiva y recurrente utilización podemos consultar los detallados trabajos de Elizabeth Lira y Brian Loveman en la editorial LOM[1]. El contraste entre las reacciones al indulto de 13 presos, ninguno de los cuales cometió hechos de sangre, y la autoamnistía militar de 1978 (que fue aplicada sin mayores problemas por los tribunales hasta 1998: momento en que Pinochet fue detenido en Londres y la jurisprudencia recurrente se vio obligada de facto a cambiar su posición de iure), recuerda el contraste más reciente entre el escándalo por las llamadas “tesis pedófilas” de la Universidad de Chile y el silencio casi absoluto ante el impresentable hecho de que la Comisión de Expertos del nuevo “proceso constituyente” sea presidida por uno de los mayores defensores de los crímenes contra la humanidad y la infancia cometidos por Paul Schafer en Colonia Dignidad.
Dentro de esta campaña por el cuestionamiento a los indultos ha llamado la atención la publicación de las fichas de seis indultados, un acto de muy dudosa legalidad; cobertura noticiosa en que se ha destacado la carta de uno de los indultados al Presidente Boric, donde entre otras cosas justificaba su accionar durante la revuelta del 2019 en el “divino derecho a la rebelión popular, ya que nuestros derechos estaban siendo vulnerados por el gobierno de Chile”[2].
El artículo 28 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) señala que “(t)oda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en la presente Declaración se hagan plenamente efectivos”. A su vez, en el Preámbulo de la Declaración se dice que resulta “esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.
¿En qué consiste y de donde surge este “derecho de rebelión que tanto impresiona a medios como Ex Ante y los opinólogos de derecha y centro-derecha o centro-izquierda (que ya casi no se nota la diferencia) en general?
Un orden social que no se estructura en base a la finalidad de dar efectividad a los derechos y libertades fundamentales de las personas no gozaría en ningún caso de legitimidad, y en el mejor de los casos sólo puede contar con el beneplácito de una legalidad meramente formal que está muy por debajo de la idea de Estado, ley y sociedad que estaba presente a la hora de redactar los principales textos que consagran y dan protección a los derechos fundamentales de la edad moderna. Visto así, no es necesario ser un radical defensor de la Teoría Crítica en materias de derecho penal y criminología para llegar a sostener cosas tan obvias y lapidarias como que “sin asegurar el completo y perfecto ejercicio de libertades individuales y todos los derechos que especialmente garantiza a cada ciudadano la Carta Fundamental” el “orden interior” de la República, que el Código Penal ayuda a conservar, “vendría a ser tiranía y despotismo” (según la contundente afirmación que hacen Federico Errázuriz y José María Barceló en el mensaje de nuestro Código Penal, fechado en 1874).
Más cercano a nuestro tiempo, el jurista Luigi Ferrajoli distingue entre una democracia formal o política (“el estado político representativo”), y la democracia sustancial o social: “en un sentido no formal y político sino sustancial y social de ‘democracia’, el estado de derecho equivale a la democracia: en el sentido de que refleja, más allá de la voluntad de la mayoría, los intereses y las necesidades vitales de todos”[3].
Así que no es necesario dárselas de “penalista crítico” o “criminólogo marxista” para concluir, aplicando una dosis de sana razón jurídica, que quienes se oponen activamente a dicho orden ilegítimo estarían ejerciendo el Derecho de Rebelión.
Tal como enseña Althusser, en el siglo XVII dominan el escenario distintas versiones de la teoría del contrato social, y “los adversarios no se distinguen más que por el contenido que dan al contrato”. Así, incluso entre los partidarios de la versión “absolutista” del poder que mediante dicho contrato otorga el pueblo al príncipe, existen diferencias entre los que niegan al primero el derecho de insurrección contra el segundo (Hobbes y Grocio) y los que se lo conceden (Burlamaqui y Locke)[4].
Un nivel mucho mayor de detalle al referir el largo hilo conductor de esta tradición lo podemos encontrar en Ferrajoli:
“Se trata de una tradición antiquísima que se remonta al iusnaturalismo clásico, donde fue emblemáticamente expresada por la Antígona de Sófocles; se desarrolla con las doctrinas paleocristianas de la desobediencia en caso de conflicto entre preceptos jurídicos y reglas religiosas y después con las medievales y germánicas del tiranicidio; prosigue con la doctrina tomista de la desobediencia a las leyes injustas, con la inglesa de Henry Bracton y de John Fortescue sobre la limitación legal del poder regio y con las alemanas de la doble soberanía y la resistencia en el Ständestaat o ‘estado estamental’ o ‘de los dos órdenes’; se radicaliza en el siglo XVI, en conexión con las guerras de religión, con la doctrina calvinista de los monarcómacos, de Hotman y Beza a Du Plassis Mornay, Buchanan y Daneus; se consolida teóricamente en la Edad Moderna por obra del iusnaturalismo racionalista y contractualista –de Althusius y Grocio a Locke, Rousseau y Condorcet– hasta ser positivamente sancionada por el reconocimiento del ‘derecho de resistencia’ en muchas constituciones dieciochescas, además de en algunas constituciones contemporáneas de la segunda post-guerra” [5].
Para sostener este “derecho de los súbditos a la resistencia contra el monarca cuando se dictaban o mantenían leyes injustas, y el derecho a resistir activamente un poder que se ejerciera en contra del bien común”, tal como señala Eduardo Novoa Monreal, no se requiere de argumentos rescatados de la caja de herramientas del marxismo o el anarquismo, sino que basta con “algo de filosofía cristiana”: Vitoria y Suárez, apoyándose en Santo Tomás de Aquino, “consignaron el derecho de los súbditos a la resistencia contra el monarca cuando se dictaban o mantenían leyes injustas, y el derecho a resistir activamente un poder que se ejerciera en contra del bien común”.
Así, para Novoa la violencia es “ambivalente”: “puede haber violencia tanto de parte de los que apoyan el régimen establecido, como de los que lo atacan y (…) será la justicia de las respectivas posiciones lo único que permitirá resolver cuándo hay una violencia reprobable y cuándo hay un uso legítimo de la fuerza”[6].
La redacción que utiliza el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos, cuando refiere la posibilidad de verse “compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”, es interesante y fructífera, porque en esta concepción -que siempre ha estado en el centro de las elaboraciones intelectuales e ideológicas que configuraron las bases de la modernidad- el súbdito no sólo está tomando una decisión política o individual en torno a una cierta contingencia política, sino que se ve “compelido” a tomar las armas, ante el diagnóstico absolutamente negativo de los fines a cuyo servicio está puesto este “orden” y los efectos y funciones que realmente produce y cumple. Al hacerlo, está anteponiendo el bien común a cualquier interés particular. Por eso su acción humana (y por ende, político/social e histórica) no sólo es un derecho, sino que es un “recurso supremo”.
Como explica el sociólogo Raúl Zarzuri al presentar el libro colectivo “Violencias y contraviolencias. Vivencias y reflexiones sobre la revuelta de octubre en Chile” (LOM, 2022), no existe una sola violencia, sino que muchas violencias, y en procesos como el que vivimos a fines del 2019 coincidieron al menos por un lado una enorme acumulación de violencia estructural e institucional, que se vio enfrentada en las calles de todo Chile a una contraviolencia popular que también se expresó de múltiples maneras, más o menos racionales, más o menos catárticas. Incluso en los vilipendiados “saqueos” (palabra que también se ha ocupado para referir la actividad de poderosos grupos económicos[7]) era posible en esos días apreciar actos en lo que los bienes sustraídos eran distribuidos inmediatamente entre la población, o usados como parte del material de las barricadas, junto con otros en que sectores del “crimen organizado” se llevaban las mercancías así obtenidas para apropiárselas, revenderlas y/o seguirlas circulando en tanto mercancías.
Para los lentes del Derecho penal tal vez no existan diferencias, pero es muy diferente en el fondo un acto de anomia de un acto de rebelión, un gesto de superación cualitativa de la lógica caníbal del sistema capitalista que su mera reproducción lumpenizada por “innovadores” de clase baja[8].
En momentos en que el “estallido social” junto con sus razones y pasiones parecen haber sido víctimas de una amnesia colectiva, cuando más de cinco mil personas fueron condenadas por delitos ligados a la rebelión (cientos de ellas a penas de cárcel), mientras al mismo tiempo sólo un puñado de policías y militares ha recibido condenas (la mayoría de ellas en libertad), y ningún mando político o policial ha sido responsabilizado por las graves violaciones de derechos humanos ocurridas en actividad represiva que el propio Presidente Piñera impulsó como una “guerra contra un enemigo poderoso”, resulta una necesidad básica del pensamiento crítico situado desde las luchas sociales por la dignidad humana defender estos indultos y reivindicar el “sagrado derecho de rebelión” al que el pueblo acudirá cada vez que lo estime necesario, y que no es una prerrogativa de los poderosos a favor de los súbditos que se rebelan sino que algo que preexiste siempre a todo orden social, razón por la cual existe relativo consenso en nuestro tiempo en cuanto a que “los derechos humanos se afirman frente el Estado”.
[1] Especialmente los dos volúmenes de “Poder judicial y conflictos políticos”, “Las suaves cenizas del olvido”, “Las ardientes cenizas del olvido”, y “Leyes de reconciliación en Chile: Amnistías, indultos y reparaciones 1819-1999”.
[3] Luigi Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Madrid, Trotta, 2006, pág. 864.
[4] Louis Althusser, Política e historia. De Maquiavelo a Marx, Madrid, Katz editores, 2007, pág. 39.
[5] Luigi Ferrajoli, 2006, pág. 809-810.
[6] Eduardo Novoa Monreal, “Derecho, justicia y violencia” (1968), en: Obras Escogidas. Una crítica al derecho tradicional, Santiago, Ediciones del Centro de estudios políticos latinoamericanos Simón Bolívar, 1993, pág. 46-48.
[7] María Olivia Monckeberg, El saqueo de los grupos económicos al Estado de Chile, Debolsillo, 2015.
[8] Para el sociólogo Robert Merton el “innovador” es quien acepta y busca los fines culturales propios de todo el mundo, pero lo hace usando medios no lícitos. Como tipología adaptativa no sólo explica la delincuencia de los pobres (robar para comer), sino que sobre todo la de los poderosos (políticos y empresarios exitosos son en general “innovadores” que no fueron percibidos o tratados como “desviados”).
Por Julio Cortés Morales
Columna publicada originalmente el 21 de marzo de 2023 en El Porteño.