Hoy estoy enojado. La verdad es que es el colmo del descaro. Ni de bromear dan ganas
cuando uno se entera del grado de desfachatez que alcanzan algunos personajes del
Congreso Nacional.
Hay que decir que si bien es cierto que el problema es de muchos, el desconsuelo es de
nosotros los tontos que seguimos eligiendo a los mismos y las mismas que hacen parte
de la jugarreta politiquera que se enquistó en nuestra forma de entender la democracia.
El mal se extiende por toda nuestra América, y si bien esta institución suele ser una de
las que carga con la menor credibilidad, seguimos acudiendo a las urnas a validar a esta
gente desvergonzada.
En Chile les llaman ‘Honorables’. ¿Se puede entender eso? Resulta que estos
funcionarios públicos, que copan los minutos y centímetros dedicados a la política en
los medios de comunicación; que moralizan, pontifican y descalifican y se autoerigen
como los paladines de la justicia; que apelan a la sensiblería y recurren a las necesidades
de la gente para discursear pidiendo votos, ni siquiera cumplen con asistir a la sala.
El miércoles pasado, en el programa Informe Especial, de Televisión Nacional de Chile,
demostraron con imágenes indesmentibles, las mañas y malas prácticas de un altísimo
porcentaje (la gran mayoría por cierto) de los diputados y diputadas, cuyos abultados
sueldos son pagados con el erario público. Los mismos y las mismas que deciden
nuestras leyes y normatividad interna.
Sólo por citar unos cuántos ejemplos: Se vio cómo llegaban en la mitad de la mañana a
marcar su asistencia y en menos de 5 minutos ya salían para tomar sus autos y
devolverse a Santiago. Parlamentarios votando en lugar de sus compañeros y
compañeras de bancada. Interminables conversaciones telefónicas en que nadie se
presta atención durante los debates de leyes trascendentes para el país.
Y tres joyas sacadas con pinzas: Uno actualizando su página de Facebook cuando era su
turno exponer. Otro al que se mostró dando explicaciones bizantinas cuando
evidenciaron que las supuestas sedes que declara (para las que recibe una asignación de
dinero) eran las casas particulares de dos de sus colaboradores. El último, el colmo del
descaro, consultando la página de las carreras de caballo para decidir por qué animal
apostaría el fin de semana.
Yo me preguntaba por qué clase de animal votaríamos este fin de año –por aquello de
que los seres humanos somos animales políticos, no se vaya a pensar otra cosa-. Y traté
de buscar una página de Internet que me mostrara la calidad y el trabajo de los elegidos.
Me fue mal. Lo que hay es una mala propaganda de lo que se “supone” que hacen.
Lo que más me preocupa es lo que pasó al día siguiente. El presidente de la Cámara de
Diputados pidiendo disculpas: “¡No está mal pedir disculpas cuando uno se equivoca!”,
dijo. ¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿??????????????? ¡Eso tuvo cobertura y nadie le preguntó si
hubiera pedido disculpas si no los hubieran denunciado!
Por otro lado, lo que queda es una sensación de desazón horrorosa. La mayoría de los
comentarios: “Es que al menos deberían asistir”, decía la gente. ¡Increíble! Nos
quedamos pidiendo que cumplan con un mínimo: ¡Que al menos vayan y se queden en
el trabajo! Como si los más de 7 mil dólares que reciben al mes no fuera suficiente para
al menos comportarse con cierta decencia. Sobre todo cuando el sueldo mínimo acá no
alcanza ni a los 300 dólares. Y eso sin contar que el último índice oficial de desempleo
es del 9.8%.
Me da mucha impotencia saberme inútil ante esta evidencia de lo que ya todos y todas
sabíamos. ¡Y todavía me preguntan que por qué les cargo tanta bronca! ¿Qué más se
puede esperar? ¡Es que estos personajes juegan con las ilusiones de la gente! ¿Cuánto y
qué más hace falta para que se tomen cartas en el asunto? ¿El Estado no debe hacerse
cargo de que funcionen los órganos de control y fiscalización?
Si me piden que sea proactivo, y aunque no sea mi función, propondría que los quemen
en la hoguera.
Aunque para ser justos, tampoco podemos decir que son todos y todas ¿No? Siempre
hay un pequeño grupo: La excepción que confirma la regla.
Por César Baeza Hidalgo