Difícil es escribir sobre la violencia y discriminación que vivimos las mujeres y niñas cotidianamente. Difícil porque se ha instalado la idea de que hay un “avance” sustancial y que existen cambios culturales de peso; que l@s jóven@s traen una nueva forma de estar en el mundo y que la idea de masculinidad patriarcal es añeja, ¿qué sucede entonces? ¿por qué por ejemplo el aumento de los femicidios sin un correlato de condena social?, femicidios que además son sólo la expresión última de la violencia contra las mujeres y niñas, en un escenario donde las violencias son múltiples y constantes, donde somos agredidas en la calle, en la casa, en el trabajo, en la escuela, en la cama y por el Estado.
¿Qué pasa entonces si hay tantos hombres “nuevos y conscientes”? como lo veo, la sola constatación y molestia discursiva no bastan. Los sectores progresistas y de izquierdas que hablan de igualdad se han acomodado en la normalidad de la violencia y la discriminación, en una inmovilidad que permite que a las mujeres nos sigan matando, nos sigan violando, nos paguen menos, trabajemos más y continuemos siendo las que llevamos el peso mayor de la crianza y la reproducción.
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Tal inmovilidad, pasa por privilegiar la lucha de clases frente a la lucha por posicionar las transformaciones necesarias para la libertad de las mujeres, por seguir creyendo que las formas de hacer política desde las mujeres son menos importantes y efectivas, por la resistencia a identificar la violencia cotidiana, por asumir que el arte, el lenguaje y el humor no influyen en el inconsciente colectivo. La normalización de la violencia y la discriminación está tan arraigada que ni siquiera es vista, no es necesario que se ejerza conscientemente, sino sólo que se continúe actuando de manera normal, es esta normalidad la que perpetúa y reproduce la violencia.
El problema no está en un puñado de ultra machistas conservadores, sino en la gran cantidad de indiferentes de izquierda que en sus roles de hombres blancos, heterosexuales y con acceso a la educación y el trabajo, continúan jugando al club de Toby, repartiéndose las pegas entre ellos mismos, riendo con liviandad de la caricatura del machismo; escabullendo la responsabilidad económica y afectiva de la crianza; tildándonos de histéricas, amargadas y exageradas. El problema no es la Iglesia, son los creyentes que cuestionan la libertad sexual y el aborto. El problema no es el empresario, son l@s trabajador@s que callan cuando a la compañera de trabajo le pagan menos por la misma pega. El problema no es la publicidad sexista sino que haya clientes que la consumen. El problema pasa por la masa que se identifica de “izquierda” y observa desde lejos la pelea por la libertad de las mujeres, como un tema menor o irrelevante. Entonces, el discurso sirve lo mismo que la culpa.
La lucha por un mundo mejor se queda coja si no considera a las mujeres, somos la otra mitad que da la pelea por el medioambiente, contra la explotación laboral, por el derecho a que se respete la diversidad sexual, porque se termine la violencia contra el pueblo mapuche, por el derecho a la educación gratuita; en todos aquellos frentes donde se pelea por derechos estamos las mujeres poniendo energías y trabajo: es tiempo de que nuestras luchas se entronquen. Somos la mitad violentada generalmente por nuestros mismos compañeros y mientras esto se silencie se continúa reproduciendo. Si esta mitad no es libre la libertad no existe.
Por Siomara Molina
El Ciudadano N°151, marzo 2014