Por Amanda Durán

El Papa que hoy se debate entre la vida y la muerte fue el más cuestionado al llegar al Vaticano y el que tuvo mejor estilo para desordenarlo. Un hermoso terremoto en la arcaica estructura eclesiástica.
La eternidad de una Iglesia solo tiene una regla: evitar a toda costa el cambio. No ceder, no innovar y nunca soltar el poder. Los papas han sido los administradores de esa estabilidad, cada uno a su manera: Juan Pablo II recorrió el mundo como una estrella de rock, convirtió sus giras en un espectáculo y protegió tantas dictaduras como sectas pederastas. Benedicto XVI mantuvo el orden con la meticulosidad de un académico, hasta que los escándalos financieros lo hicieron optar por el retiro espiritual.
Francisco, quizás, fue un error de cálculo.
Los enemigos de Francisco no eran ateos ni progresistas. No llevaban pancartas, sino cruces al cuello. Y no conspiraban en contra de la Iglesia, sino desde dentro de ella. Rezaban a su lado.
Francisco era el Papa que hablaba de los problemas reales: desigualdad, crisis climática, corrupción, migración. Para la Curia, era un jesuita imprudente que ponía en riesgo siglos de orden y privilegio.
Su guerra contra el clericalismo lo enfrentó con cardenales que lo vieron como un traidor. Su apertura hacia la comunidad LGBTQ+ fue considerada una herejía. Su crítica al capitalismo salvaje le ganó enemigos en la derecha política. Demasiado progresista para los conservadores. Demasiado conservador para los progresistas. Demasiado tarde para detenerlo.
Demasiado progresista para los conservadores. Demasiado conservador para los progresistas. Demasiado tarde para detenerlo.
Francisco tocó las finanzas del Vaticano. Los cardenales que movían fortunas en cuentas secretas le advirtieron que los negocios del cielo también tienen códigos. Y quien los rompe, lo lamenta.
Cuando habló del poder de la mujer en la Iglesia, los guardianes del dogma sonrieron en público y afilaron los cuchillos en privado. Las dejaron hablar, pero no decidir.
Cuando denunció el encubrimiento de abusos, la resistencia no fue solo brutal: fue un ajuste de cuentas. No limpiaron la Iglesia, la cubrieron de sombras. Destruyeron pruebas, protegieron culpables y convirtieron al Papa en el blanco.
Porque en el Vaticano, la paciencia es un arte. Y las venganzas, un sacramento.
El cardenal Raymond Burke, ostentoso en su vestimenta, teatral en sus gestos y condescendiente en su mirada, se movía por los pasillos del Vaticano con arrogancia. Déspota e implacable con sus rivales, fingía una benevolencia que nadie le creía. Y fue así que acusó a Francisco de «destruir la Iglesia con confusión y ambigüedad».
Reunió a sus hombres de confianza, cerró filas con los obispos ultrarreaccionarios y dejó claro que el Sumo Pontífice no terminaría su reinado como un santo.
Cuando el Papa lo destituyó, Burke ya no necesitó usar máscaras. Asumió su verdadero papel: el del padrino de una conspiración sin prisa, sin estridencias, pero con un objetivo claro.
Francisco no fue un Papa ingenuo. Sabía que dentro del Vaticano no se reza, se conspira.
Lo vio cuando su auditor general renunció denunciando presiones. Lo confirmó cuando los cardenales destituidos empezaron a moverse en su contra. El poder en la Iglesia no se cede, se disputa. Y él eligió pelear.
Expulsó a cardenales corruptos, cerró cuentas millonarias, desclasificó archivos de abusos y señaló a los encubridores. Depuso a Burke, desafió a los ultraconservadores que lo llamaban hereje y rompió pactos de silencio que sostenían la impunidad.
Hoy, Francisco está postrado en una cama de hospital. Respira con dificultad, mientras en el Vaticano se respira alivio. Oficialmente, rezan por él. En privado, cuentan los días.
Las paredes de la Santa Sede han visto muchas muertes, y ninguna ha sido casual. Algunos Papas mueren de viejos, otros por romper el pacto.
Los ultraconservadores afinan su estrategia. El humo blanco no saldrá hasta que todo esté asegurado. Pietro Parolin, Matteo Zuppi, Christoph Schönborn. Un Papa de transición, una restauración silenciosa. Porque el Vaticano no derroca: Sepulta.
Francisco, agonizando, canonizó al primer santo venezolano, abrió la puerta a las bendiciones para parejas homosexuales y dejó en marcha reformas que sus enemigos no alcanzaron a frenar.
La Santa Sede asegura ser dueña de la verdad. Pero tener la razón no siempre es el mejor camino. La fe se escribe con funerales. Y el próximo podría ser el del propio Vaticano.
Por Amanda Durán
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