Estas últimas semanas, las redes sociales se han llenado de rabia y frustración al hacerse evidente, una vez más, lo que ocurre hace muchísimo tiempo: tortura, violaciones y asesinatos de mujeres, por el solo hecho de ser mujeres. Van y vienen comentarios en todas direcciones. Reacciones organizadas por parte de mujeres en todo el mundo convocan a marchas, concentraciones y actividades bajo la consigna “Ni Una Menos”. Y también, por el otro lado, han surgido reacciones viscerales de hombres que, queriendo jugar al empate, levantan la consigna absurda de “nadie menos”, evidenciando que no es tan fácil, ni si quiera cuando hablamos del asesinato de mujeres, que “ellos” abandonen sus privilegios de dominación. Hoy es cada vez más claro que esta guerra silenciosa es una cuestión de vida o muerte, y la reflexión es la primera herramienta que tenemos para combatir esta extensa historia de dominación patriarcal.
Analizar lo que está detrás de estos acontecimientos no es para nada fácil, pues debemos cuestionar hasta los más profundos sentidos comunes arraigados en la sociedad. Quisiera empezar con una pregunta clave: ¿a quién pertenece el cuerpo de las mujeres? Pareciera que todos quieren poseer al menos una parte: el Estado obliga a la maternidad a través de la prohibición del aborto. El esposo maltrata y retiene a la mujer a través de dependencia económica y emocional. El padre decide sobre sus hijas a través de su doble autoridad, y el desconocido se siente con el derecho a mirar y tocar el cuerpo de la mujer cuando lo desee. Por otra parte, la idea de que somos sujetas que requerimos protección y cuidado, es decir, esa asociación aparentemente obvia entre feminidad y debilidad establece una alianza entre el rol social y la autopercepción de la mujer, lo que permite la consolidación de un vínculo que, observado detalladamente, asemeja esclavitud, pero que hasta ahora no escandaliza más que a las feministas convencidas. Aquí hace sentido la frase de Simone de Beauvoir: «El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos».
Es como si tuviésemos que pertenecer alguien, ya sea al padre, al pololo, al marido o al Estado, a un grado tal de brutalidad que la propiedad sobre nuestro cuerpo otorga incluso el derecho de acabar con nuestras vidas. Esa es la máxima autoridad del “pater”. Por otra parte, hay que preguntarse: ¿qué es lo que sucede con la subjetividad masculina que es capaz de cometer las atrocidades de las que somos testigos? Algunos afirman que son enfermos mentales, pero ¿son todos los violadores efectivamente hombres psicóticos carentes de conciencia y voluntad, y por lo tanto inhabilitados para ser juzgados por su ausencia de discernimiento? Los elevados números de violencia física y psicológica en contra de las mujeres en el mundo son característica de sociedades, e incluso de una civilización profundamente enferma. Las justificaciones individuales de estos hechos que se repiten sistemáticamente no hacen más que desviar el foco del análisis, lo que se expresa ejemplarmente en la prensa al describir los más cruentos feminicidios como “locuras por amor” o “crímenes pasionales”, donde por supuesto abundan los argumentos y comentarios sobre la ropa que usaba, si consumía drogas o si fue infiel, como justificativos perfectos para hacer valer la máxima potestad del macho. La defensa de la propiedad privada grita “la maté porque era mía”, cuestión que también está presente en la otra cara de la moneda: “podría ser mi hermana, mi madre o mi esposa”. Mía. La invisibilidad del acoso callejero a los ojos masculinos podría explicarse porque, curiosamente, un solo hombre entre un grupo de mujeres basta para que en el código patriarcal se entienda que el varón ya es propietario de esas mujeres. Así, prácticamente en toda la historia de la civilización occidental el cuerpo de la mujer ha sido utilizado como mercancía y como símbolo de soberanía, siendo la violación a mujeres y niñas en los territorios conquistados a través de la guerra un repetitivo y doloroso ejemplo de nuestra memoria.
¿Cuáles son las soluciones? Y aquí viene el mayor problema. Varios compañeros sostienen que lo que hay que hacer es dar un castigo ejemplar: cadena perpetua, o pena de muerte. Sin embargo, la cuestión crucial es que los hombres hoy no son capaces de reconocer sus privilegios frente a las mujeres. Son siempre “otros hombres” los que violan, matan o violentan, y pareciera no haber relación entre los casos de feminicidios y otras formas más sutiles – pero igual de violentas – propias de la “cultura de la violación”. Por ejemplo, en la marcha del domingo pasado por el fin de las AFP, una intervención artística hacía un recorrido por los lugares comunes que viven día a día los chilenos, como la humillación frente al jefe, el cansancio por la pega y así también afirmaba: “somos pueblo, entro a un café con piernas, miro y toco tetas y culos de puro caliente”. Cuán internalizado está que el hombre puede comprar el cuerpo de la mujer, ya sea a través de la publicidad que acompaña a un producto o a través de un proxeneta en un prostíbulo. Pero no hay que olvidar que el patriarcado no es sólo capitalismo. El acceso al cuerpo de la mujer no sólo está mediado por el mercado, y para entender esto podemos observar un espacio donde la relación mercantil no está presente: la familia.
Frente a la insoslayable masividad de la movilización social de las mujeres las autoridades gubernamentales rebosan hipocresía. La Moneda, durante la marcha, se iluminaba con el hashtag #NiUnaMenos, cuando las políticas en contra de la violencia intrafamiliar han sido inocuas desde la creación del Sernam y la ley de femicidio en Chile se reduce a los homicidios cometidos contra la mujer que es o ha sido cónyuge o conviviente del autor del crimen. La ley de aborto, si quiera en tres causales, duerme en el congreso y el reciente Ministerio de la mujer invierte en folletos para el uso de lenguaje inclusivo sin ninguna interpelación o sanción a los medios de comunicación que diariamente colaboran con la perpetuidad de una cultura misógina. Los cuestionamientos son ahora para nosotras y nosotros: ¿por qué seguimos permitiendo que diariamente se disfrace de humor el sustento cultural de los feminicidios? ¿Por qué no reaccionamos ante la violencia simbólica de la misma manera que hoy lo hacemos por las mujeres asesinadas? ¿Por qué permitimos que “Morandé con compañía” llene los espacios de ocio del pueblo trabajador?
A raíz de los casos de feminicidios que hoy conmueven a Latinoamérica y el mundo es necesario reflexionar profundamente sobre las formas en que reproducimos el patriarcado y como estos cinco mil años de dominación se encuentran arraigados profundamente en nuestros sentidos comunes. No podemos desestimar la posibilidad que nos entrega el feminismo de observar y transformar lo que sucede cuando el dirigente sindical, político, o social llega a su casa; o lo que ocurre en las relaciones sociales de nuestros pueblos. Lamentablemente es en esa intimidad cómplice de la familia donde ocurren los mayores horrores. Es difícil ver lo cerca que está el enemigo, pero los compañeros deben asumir y reconocer los privilegios que ostentan en esta sociedad patriarcal – y abandonarlos si realmente quieren luchar por la emancipación de la humanidad.
A mis hermanas, lamngen, y mujeres de todo el mundo quiero decirles que tenemos una batalla que ganar, la que es, probablemente, la madre de todas las batallas: construir un mundo nuevo, proteger el territorio que es nuestro cuerpo y nuestra tierra. Este es un llamamiento feminista a la construcción de redes de autodefensa: protejámonos, desarrollemos sororidad entre nosotras, en nuestros barrios, escuelas y organizaciones. No naturalicemos más esta violencia sistemática. ¡Unidas venceremos!